Fernández Díaz aprovecha las dilatadas fronteras de la novela negra y construye una trama vasta, pero clara y de buena ingeniería, enmarcada en el mundo del espionaje y el narcotráfico
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Portada El puñal de Jorge Fernández Díaz/adncultura.com |
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Jorge Fernández Díaz, autor argentino de El puñal. |
No hace mucho tiempo, Carlos Gamerro reflexionaba
sobre la dificultad que enfrentan los escritores argentinos que se
proponen producir literatura policial. Conjeturaba que la novela
policial clásica corre con la ventaja de asumirse desde el inicio como
mero artificio, "se ha vuelto insospechable: nadie puede confundirla con
la realidad". El lector acepta que esa ficción es un juego intelectual y
no se preocupa por la distancia que pueda haber entre el mundo
imaginario que tiene ante sus ojos y lo que verdaderamente sucede en las
calles. En cambio, la novela negra padece las exigencias que le impone
su propia consigna genérica, aquel realismo que la distinguió a partir
de la década de 1920 de las obras de Poe, Conan Doyle o Chesterton.
Según Gamerro, para la literatura argentina, la pretensión de ser
realista -esto es, rendir cuenta de la criminalidad de las fuerzas
policiales y no ignorar todo lo sucedido durante el Proceso- casi anula
la posibilidad de postular un protagonista que tenga la intención de
hallar la verdad y hacer justicia. El problema fundamental es cómo
construir un personaje que no escape a las coordenadas de ese mundo y
que al mismo tiempo conquiste al lector, quien debería simpatizar con
sus padecimientos y, al menos, no rechazar del todo su sistema
axiológico. La solución que ofrece El puñal, la última novela de Jorge Fernández Díaz (Buenos Aires, 1960), es la del "héroe infame".
Remil
es ese tipo de héroe. Su relación con el Estado comienza en Malvinas,
como conscripto dragoneante, destacado por su valor y su accionar
sobresalientes. Con la llegada de la democracia es reclutado por los
servicios de inteligencia. En el presente, opera para la "Casita", una
dependencia de la SIDE, una pequeña estructura paralela "que no aparece
en ningún mapa", dirigida por Leandro Cálgaris, el coronel, un veterano
del espionaje entrenado en Estados Unidos. Cuando Remil no participa de
importantes misiones, se ocupa de solucionar los problemas domésticos
de las figuras del poder político. Más como matón que como espía, lava
trapos sucios y pone las cosas en su lugar. También ha sido agente
encubierto y ha desbaratado una banda de ladrones dirigida por las
autoridades de una penitenciaría. Siempre expone el pellejo y su estilo
es una mezcla de audacia, fuerza física e intuición; si todo eso no
basta, su Glock puede desatar los últimos nudos. "Me miro en el espejo
de cuerpo entero. Músculos todavía firmes, antiguas cicatrices, tatuajes
carcelarios. Un viejo que la pelea, pero un viejo al fin." También es
un lector voraz, especialmente de libros de historia y biografías
noveladas, cuyas páginas le permiten razonar sobre el presente. Su ética
no es la de Philip Marlowe, pero su código de lealtad y los límites que
impone a la impunidad de la que goza -"no soy un sicario", repite- lo
aproximan a la órbita del bien. El nombre por el que todos lo conocen no
es más que un apodo, un segmento del insulto que mejor lo elogia: hijo
de remil putas; un intensificador que connota su vigor superior.
Los
días de Remil cambian definitivamente cuando recibe la misión de espiar
a la bella española Nuria Menéndez Lugo. Auxiliado por una fotógrafa,
dos delincuentes y la más alta tecnología puesta al servicio de penetrar
llamadas y vigilar cualquier paso dado en la Red, Remil empieza a
conocerla. Ese primer contacto enciende una alarma: se resquebraja el
hielo de su corazón. De esta sorpresa pasará a otra, cuando Nuria
resulte una integrante de una banda de narcotraficantes de la que
participan funcionarios argentinos, y a la que los servicios de
inteligencia tendrán que brindarle protección y logística para exportar
la droga que ingresa al país. Han recortado los fondos para la Casita y
no queda otra que autofinanciarse. Incómodo con el nuevo papel que le
toca cumplir, Remil expone el núcleo de su moral: "Para los hombres como
yo, el problema no es lo que hay que hacer (se hace lo necesario) sino
la razón que nos obliga". De espía pasará a guardaespaldas de Nuria.
Este nuevo contacto acentúa su debilidad por esta femme fatale,
que "pertenece a esa clase de mujeres que en algún momento parecen
desvalidas. Logran con esa sutil simulación que los hombres prometan lo
que no tienen".
Fernández Díaz aprovecha las dilatadas fronteras
de la novela negra y construye una trama vasta, pero clara y de buena
ingeniería. El espionaje y el narcotráfico conforman el gran marco que
habilita la puesta en escena de los mecanismos ocultos de la maquinaria
estatal, de los cursos por los que corre la corrupción del poder
público. De ese mismo tejido se desprenden la investigación personal de
Remil y su historia de amor con Nuria, su verdadera causa. Aparecen
entonces la sensibilidad y la fragilidad del protagonista: "Porque no
está en mis planes ser feliz". Pero los momentos románticos nunca quedan
a salvo de la acción en esta novela de descripciones austeras pero
precisas, cargada de escenas que tienen a Remil como el protagonista de
un western urbano. La primera persona y el tiempo presente de la
narración acentúan el vértigo de un relato que casi no tiene mesetas. La
búsqueda de la verdad, que arrastra a Remil a enfrentar las más duras
consecuencias, atrapa al lector hasta las páginas finales. Para un
hombre sumergido en un universo de mentiras será muy difícil saber dónde
terminan las máscaras: "A veces nos confundimos con el papel que
representamos. A todo el mundo le pasa. Hasta el más insignificante
tiene su papelito en esta obra", reflexiona este héroe infame.
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