La discusión sobre si la novela ha muerto o está en la UVI resurge cada cierto tiempo
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La lectora, pintura de Sergeyet Alexey Tkachev./elpais.com |
La discusión sobre si la novela ha muerto o está en la UVI, esperando
que la desconecten del respirador mecánico, resurge cada cierto tiempo
desde hace ya bastantes años. La alientan por lo general algunos
novelistas que intentan dejar el vicio o que no consiguen repetir sus
éxitos de antaño; se les unen otros que se empeñan en imponer al género
innovaciones perentorias para que recupere su fuerza juvenil perdida,
como la inyección de grandes dosis de crónica verídica a la ficción, de
modo que no sepamos si lo que leemos es fábula o una crónica
periodística muy sofisticada; algunos añaden que lo que ha muerto es la
novela decimonónica (les apoya la evidencia de que el siglo XIX no tiene
supervivientes) y sus convenciones narrativas, el narrador omnisciente,
la descripción exhaustiva de paisajes y personajes, etc…: para ser un
novelista vivo basta con no ser Flaubert o Tolstói,
que ya murieron. Los hay finalmente que excusan el fallecimiento como
inevitable, porque va acompañado de otros muchos, como el de la poesía,
el ensayo, la plegaria… dado que lo único que queda es el fluir
interactivo de palabras y emoticonos a través de la red, que ora es
verso, ora prosa, ora defecación o balbuceo, y órale…
Sin duda es difícil tomarle el pulso a un género literario que tanto incluye entre sus artífices a Zane Grey como a Philippe Sollers.
A mí, que disfruto con ambos y muchos de los intermedios, me parecen
sugestivas las reflexiones que aporta Fernando Aramburu sobre la
cuestión entre otras delicias de su Las letras entornadas
(Tusquets), un libro que no es una novela —aunque puede que sí— donde
señala que, como la gente tiene hambre de historias escritas, filmadas o
contadas de viva voz, “el muerto vive y seguirá exhibiendo su vitalidad
y su lozanía mientras persista una multitud ávida de narraciones”. El
certificado de defunción de la novela solo podrían extenderlo sus
destinatarios, no los propios creadores aburridos ni mucho menos los
gacetilleros quisquillosos…
Como soy uno de ellos, impenitente, recuerdo al antes invocado Zane Grey, pero también a sus hermanos menores del western hispánico José Mallorquí, Marcial Lafuente Estefanía o Silver Kane.
Esas galopadas y tiroteos disfrutadas con humilde fascinación en el
metro o el autobús por lectores que no habían hecho cursos de literatura
comparada. El imaginario del Oeste les hizo gozar tanto como en la
pantalla nos deleitó John Ford, otro narrador de vibrante pureza. Pues
bien, esa dicha no es incompatible con la mayor calidad expresiva. Hace
poco acabé de leer Apaches, el último episodio de la trilogía de Oakley Hall sobre el Oeste precedida por Warlock y Badlands
(las tres publicadas por Galaxia Gutenberg). Pueden leerse por
separado, aunque se complementan, y me siento incapaz de decir cual es
mejor: perfectas en su trama, inolvidables en sus personajes, ricas en
momentos felices o angustiosos de emoción, insuperables en su pulso
narrativo y en la riqueza sin afectación de su prosa. Mientras sigan
escribiéndose novelas así, todo lo que se afirme de la muerte del género
sonará a palabrería y esnobismo. O quizá mientras queden para esos
libros lectores de mi misma cofradía…
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