La cuestión de la desigualdad y la redistribución
está en el centro del conflicto político. A grandes rasgos, podemos
decir que tradicionalmente el conflicto central opone dos vertientes.
Por
un lado, la posición liberal de derecha nos dice que sólo las fuerzas
de mercado, la iniciativa individual y el crecimiento de la
productividad permiten mejorar en el largo plazo los ingresos y las
condiciones de vida -en especial, de los menos favorecidos-, y que por
lo tanto la acción pública de redistribución, además de ser moderada,
debe limitarse a herramientas que interfieran lo menos posible con ese
mecanismo virtuoso; por ejemplo, el sistema integrado de retenciones y
transferencias (impuesto negativo) de Milton Friedman (1962).
Por
otra parte, la posición tradicional de izquierda, heredada de los
teóricos socialistas decimonónicos y de la práctica sindical, nos dice
que sólo las luchas sociales y políticas pueden aliviar la indigencia de
los más necesitados producida por el sistema capitalista, y que la
política pública de redistribución, por el contrario, debe llegar hasta
la médula del proceso de producción para cuestionar la manera en que las
fuerzas de mercado determinan tanto las ganancias apropiadas por los
poseedores del capital como las desigualdades entre asalariados, por
ejemplo, nacionalizando los medios de producción o fijando escalas
salariales, y no debe limitarse a establecer impuestos que financien
transferencias fiscales.
En principio, este conflicto derecha
izquierda
muestra que los desacuerdos sobre la forma concreta y la oportunidad de
una política pública de redistribución no se deben necesariamente a
principios contradictorios de justicia social, sino antes bien a
análisis contradictorios acerca de los mecanismos económicos y sociales
que producen las desigualdades. De hecho, hay cierto consenso en cuanto a
varios principios fundamentales de justicia social: si la desigualdad
se debe, al menos en parte, a factores que los individuos no controlan,
como la desigualdad de las dotaciones iniciales legadas por la familia o
la buena fortuna, acerca de lo cual los individuos no son responsables,
entonces es justo que el Estado trate de mejorar de la manera más
eficaz la suerte de las personas menos favorecidas; es decir, de
aquellas que tuvieron que lidiar con los factores no controlables menos
propicios. Las teorías modernas de la justicia social expresan esta idea
como "regla maximin": la sociedad justa debe maximizar las mínimas
oportunidades y condiciones de vida ofrecidas por el sistema social.
Este principio fue introducido formalmente por Serge Christophe Kolm
(1971) y John Rawls (1972), pero lo encontramos en formas más o menos
explícitas muy anteriores, como la noción tradicional según la cual a
todos se les debe garantizar derechos iguales de la manera más extensa,
noción ampliamente aceptada en un nivel teórico. El verdadero conflicto
se refiere a la manera más eficaz de hacer progresar en verdad las
condiciones de vida de los menos favorecidos y a la extensión de los
derechos que se pueden conceder a todos, más que a los principios
abstractos de justicia social.
Así, sólo un análisis minucioso de
los mecanismos socioeconómicos que producen la desigualdad podría
otorgar su cuota de verdad a estas dos visiones extremas de la
redistribución, y así tal vez sumar un aporte para implementar una
redistribución más justa y eficaz. El objetivo de este libro es
presentar el estado actual de los conocimientos que permiten avanzar en
esta dirección.
El ejemplo de este conflicto izquierda
derecha
muestra en especial la importancia de la oposición entre distintos
tipos de redistribución, diferentes herramientas de la redistribución.
¿Hay que dejar que el mercado y su sistema de precios operen libremente,
y conformarse con redistribuir mediante impuestos o transferencias
fiscales? ¿O hay que intentar modificar en forma estructural el modo en
que las fuerzas de mercado producen la desigualdad? En el lenguaje de
los economistas, esta oposición corresponde a la diferencia entre
redistribución pura y redistribución eficaz. La primera se adapta a las
situaciones en que el equilibrio de mercado es eficaz, sí, en el sentido
de Pareto; es decir, cuando es imposible reorganizar la producción y la
asignación de los recursos de manera en que todo el mundo gane, pero a
la vez las consideraciones de pura justicia social requieren una
redistribución desde los individuos más favorecidos hacia los que lo son
menos. La segunda corresponde a las situaciones en que imperfecciones
del mercado requieren intervenciones directas en el proceso de
producción, que simultáneamente permiten mejorar la eficacia paretiana
de la asignación de los recursos y la equidad de su redistribución.
[...]
Evolución histórica de la desigualdad
Para
Marx y los teóricos socialistas del siglo XIX, aunque no cuantificaban
la desigualdad de esta misma manera, la respuesta no dejaba lugar a
dudas: la lógica del sistema capitalista es amplificar incesantemente la
desigualdad entre dos clases sociales opuestas, capitalistas y
proletarios, tanto en el interior de los países industrializados como
entre países ricos y pobres. Estas predicciones pronto fueron discutidas
en el seno mismo de la corriente socialista. La tesis de la
proletarización no se sostiene, escribe Eduard Bernstein a partir de la
década de 1890, ya que, por el contrario, se observa que la estructura
social se diversifica y que la riqueza se difunde en capas de la
sociedad cada vez más amplias.
Sin embargo, sólo después de la
Segunda Guerra Mundial se pudo medir cabalmente que la desigualdad de
los salarios e ingresos había disminuido en los países occidentales
desde el siglo XIX, luego de lo cual se formularon nuevas predicciones.
La más conocida fue la de Simon Kuznets (1955): según planteaba, la
desigualdad debería dibujar una curva a lo largo del proceso de
desarrollo, con una primera fase de desigualdades crecientes durante la
industrialización y urbanización de las sociedades agrícolas
tradicionales, seguida por una segunda fase de estabilización, luego de
disminución sustancial de las desigualdades. Este movimiento de alza de
las desigualdades en el siglo XIX, luego de baja desde la segunda mitad
del siglo XIX fue especialmente bien estudiada en el caso del Reino
Unido (Williamson, 1985) y de Estados Unidos (Williamson y Lindert,
1980). En este último país, se observa, por ejemplo, que la parte del
patrimonio total poseído por el 10% más rico pasó de alrededor del 59%
hacia 1770 a un máximo que rondaría entre el 70 y el 80% hacia finales
del siglo XIX, antes de alcanzar en 1970 un nivel cercano al 50% típico
de la desigualdad contemporánea de los patrimonios. Las fuentes
disponibles sugieren que el mismo tipo de fenómeno ocurrió en todos los
países occidentales.
Sin embargo, las investigaciones más
recientes realizadas sobre Francia y Estados Unidos (Piketty, 2001,
Piketty y Saez, 2003, Landais, 2007) muestran que bajo ningún aspecto
esta fuerte disminución de las desigualdades observadas durante el
transcurso del siglo XX es consecuencia de un proceso económico
"natural". Esta reducción de las desigualdades atañe únicamente a la
desigualdad de los patrimonios (la jerarquía de los salarios no presenta
tendencia alguna a la baja sobre un período largo), y en lo esencial se
debe a los sucesos que durante el período 1914-1945 sobresaltaron a los
poseedores de patrimonios (guerras, inflación, crisis de la década de
1930). La concentración de las fortunas y ganancias de capital nunca
recuperó el nivel astronómico que tuvo en vísperas de la Primera Guerra
Mundial. La explicación más verosímil pone en juego la revolución fiscal
que marcó el siglo XX.
En efecto, el impacto del impuesto
progresivo sobre las ganancias (creado en 1914) y del impuesto
progresivo sobre las sucesiones (creado en 1901) en la acumulación y la
reconstrucción de patrimonios importantes parece haber previsto el
retorno a la sociedad de rentistas del siglo XIX. Si las sociedades
contemporáneas se convirtieron en sociedades de ejecutivos -es decir,
sociedades en que lo alto de la distribución está dominado por personas
que viven principalmente del ingreso de sus trabajos (y ya no
principalmente de la renta de un capital acumulado en el pasado)- es
ante todo por estas circunstancias históricas e instituciones
particulares. Lejos de ser el fin de la historia, la ley de Kuznets es
producto de una historia específica y reversible.
[...]
Desigualdad de los salarios y desigualdad del capital humano
La
teoría más simple para explicar la desigualdad de los salarios es que
distintos asalariados hacen aportes diferentes a la producción de su
empresa: el programador informático que consigue que la compañía
digitalice la base de datos de sus clientes y pueda gestionarlos de
manera más rápida y confiable produce más dinero a su empleador que el
oficinista que se encarga de determinado número diario de expedientes;
por ese motivo la empresa paga un salario más elevado al programador
informático, sin lo cual lo contratarían otras empresas. La hostilidad
que tantas veces se ha encontrado en la teoría del capital humano se
explica sin duda por el hecho de que cuando alguien decreta que el
salario del programador informático es más elevado que el del oficinista
porque su capital humano y, por lo tanto, su productividad son más
elevados, a menudo se lo sospecha de sugerir que esta desigualdad de
capital humano mide en forma mecánica una desigualdad irremediable e
insuperable entre dos seres humanos, que justifica la desigualdad
eventualmente considerable de las condiciones de vida que implica la
desigualdad de esos salarios. Por otro lado, estas sospechas no son del
todo ilegítimas, ya que fueron efectivamente Gary Becker y sus colegas
de la Universidad de Chicago, conocidos por su liberalismo a ultranza,
los que efectivamente desarrollaron y popularizaron esta teoría (Becker,
1964). Es verdad que estos economistas no se conforman con explicar la
desigualdad de los salarios mediante la desigualdad de las
productividades individuales: sobre todo, proponen una teoría de la
formación y de los orígenes de la desigualdad del capital humano que
lleva a rechazar cualquier intervención pública ambiciosa.
Sin
embargo, es útil examinar por separado estas diferentes cuestiones, para
discriminar el problema de la redistribución pura -en forma de
transferencias de ingreso entre altos y bajos salarios-, del problema de
la redistribución eficaz -en forma de intervenciones en el proceso de
formación del capital humano-, según la distinción ya explicada en la
Introducción. Así, comenzaremos por tomar como dato la desigualdad de
los niveles de capital humano individuales. ¿Esta teoría de la
desigualdad de los salarios como pura desigualdad de las productividades
permite explicar de manera satisfactoria las desigualdades
efectivamente observadas? ¿Qué implica respecto de la manera más eficaz
de redistribuir la desigualdad de los niveles de vida engendrados por la
desigualdad de los salarios? Después nos concentraremos en la formación
del capital humano. ¿De dónde viene la desigualdad del capital humano y
qué herramientas de distribución eficaces permiten modificarla?
El poder explicativo de la teoría del capital humano
En
su forma más rudimentaria -pasando por alto la cuestión de los orígenes
de esta desigualdad-, la teoría del capital humano dice simplemente que
el trabajo no es una entidad homogénea, y que por muchas razones
distintos individuos se caracterizan por distintos niveles de capital
humano; es decir, por diferentes capacidades de contribuir con la
producción de bienes y servicios solicitados por los consumidores. Dada
esta distribución de la población en distintos niveles de capital humano
(la oferta de trabajo) y la demanda para distintos tipos de bienes y de
capital humano que permite producirlos (la demanda de trabajo), el
juego de la oferta y la demanda determina los salarios asociados a
distintos niveles de capital humano y, así, determina también la
desigualdad de los salarios. Por lo tanto, el concepto de capital humano
es muy general, ya que incluye las calificaciones propiamente dichas
(títulos obtenidos, etc.), la experiencia y, en sentido más lato, todas
las características individuales relevantes para la capacidad de
integrarse en el proceso de producción de bienes y servicios demandados.
¿Esta teoría explica la desigualdad de los ingresos de capital
efectivamente pagados por las empresas?
Las grandes desigualdades históricas
En
este nivel de generalidad, la teoría del capital humano parece
inevitable si se busca explicar las pronunciadas desigualdades de
salario observables con la distancia de tiempo y espacio. Que el salario
promedio en 1990 fuese diez veces superior a lo que era en 1870 en los
países desarrollados sólo se explica por el progreso de las
calificaciones y de las costumbres laborales, que permitió a los
asalariados producir diez veces más en 1990 que en 1870. Por otro lado,
¿cuál podría ser la explicación alternativa, ya que hemos visto que la
proporción de los salarios en el valor agregado de las empresas era la
misma en 1990 que en 1870, y que en el largo plazo el aumento de los
salarios no era consecuencia de un descenso de esta proporción de los
beneficios. En el largo plazo, es indiscutible que el crecimiento de la
productividad del trabajo permitió aumentar de manera tan notoria el
poder adquisitivo de los asalariados.
Del mismo modo, hemos visto
que si se busca explicar el hecho de que el poder adquisitivo promedio
de los asalariados de los países subdesarrollados sea diez veces
inferior a lo que es en los países desarrollados, la brecha de
calificación entre los asalariados del Norte -cuya inmensa mayoría tiene
estudios secundarios- y los asalariados del Sur -más del 50% todavía no
está alfabetizado- debe ser determinante. Otros factores, como la
imperfección del mercado de crédito, que priva a los asalariados del Sur
de las inversiones suficientes, así como el cierre de las fronteras,
que les impide aprovechar el elevado capital físico y humano del Norte,
agravan un poco más aún esta desigualdad; sin embargo, eso no impide
que, para dar cuenta de la desigualdad Norte
Sur de los salarios, despunte como factor explicativo fundamental la desigualdad considerable de la productividad del trabajo.
El incremento de las desigualdades desde 1970
¿El
juego de la oferta y la demanda para diferentes niveles de capital
humano también explica de manera satisfactoria el aumento general de la
desigualdad salarial observada en varios países occidentales desde 1970
y, de modo más general, el incremento de las desigualdades frente al
empleo?
La explicación propuesta por muchos observadores para dar
cuenta de esta repentina escalada de las desigualdades salariales se
inscribe en una visión de la evolución de la oferta y la demanda de
capital humano en el largo plazo. Luego de una primera fase de
incremento de las desigualdades salariales durante la primera Revolución
Industrial, ligada a las crecientes necesidades de la industria en
calificaciones y a una fuerte afluencia de mano de obra no calificada
proveniente del campo, las desigualdades salariales comenzaron a
decrecer en todos los países desarrollados desde el final del siglo XIX
hasta los años setenta del siguiente. Esta fase de descenso de las
desigualdades se explicaba por la considerable retracción de las brechas
de calificaciones, en especial ante el rápido desarrollo de la
formación y la educación de masas, y las elevadas necesidades de la
industria de mano de obra de calificación media.
[...]
¿Un cambio tecnológico sesgado?
A
priori, esta teoría de la evolución larga de las desigualdades
salariales en los países occidentales resulta bastante creíble, al menos
en su formulación menos extrema. En Estados Unidos -el país alcanzado
en primer lugar por estas transformaciones-, la desigualdad de los
ingresos del trabajo se observa un aumento de las desigualdades
salariales ligadas al nivel de calificación: desde 1980, hubo un notorio
crecimiento en los efectos observables, en el salario promedio, de un
año suplementario de estudios, un nivel de instrucción más elevado o una
mayor duración de experiencia profesional. En el lenguaje de los
economistas del trabajo, el "rendimiento" de la calificación había
aumentado (Juhn y otros, 1993).
El problema es que, de ese aumento
total de la desigualdad de los salarios, una parte esencial, alrededor
del 60%, se dio en el interior de los grupos de asalariados con las
mismas características observables: igual edad, nivel educativo y
duración de experiencia profesional (Juhn y otros 1993: 431). Por otro
lado, que esta desigualdad en el interior de grupos de asalariados
homogéneos aumente desde 1970 explica por qué la desigualdad total de la
distribución de los salarios -por ejemplo, la medición de la ratio P90
P10-
aumenta continuamente en los Estados Unidos desde 1970, aunque el
rendimiento del título obtenido haya descendido durante esa década. De
la misma manera, si bien es cierto que el incremento del desempleo y
subempleo alcanzó más a los asalariados poco calificados en todos los
países occidentales, la desigualdad frente al empleo aumentó
análogamente entre los asalariados con el mismo nivel de preparación,
incluidos los grupos de alta calificación. La teoría del cambio
tecnológico sesgado implica también que el desempleo debería haber
alcanzado más a los menos calificados en los países donde la desigualdad
salarial aumentó poco o no aumentó, como en Francia, comparados con los
países donde la creciente dispersión de las productividades habría sido
compensada por la de los salarios, como en los Estados Unidos. Sin
embargo, si bien es cierto que la tasa de desempleo de los trabajadores
menos calificados es tanto más elevada en Francia que en los Estados
Unidos, también lo es la tasa de desempleo de los trabajadores más
calificados, y aproximadamente en las mismas proporciones (Card y otros,
1996).
Por supuesto, no hay que subestimar la extrema pobreza en
cuanto a las características individuales que se reportan en las
encuestas sobre los salarios y que son las únicas variables que los
economistas pueden observar para obtener una medición objetiva de las
calificaciones individuales. La significación de los indicadores
disponibles varía en tal grado entre países que cualquier comparación
internacional fundada sobre estos datos es muy peligrosa: por ejemplo,
en 1990, menos del 25% de la población activa francesa contaba con un
título superior o igual al baccalauréat, mientras que más del 85% de la
población activa estadounidense tenía una edad de finalización de
estudios equivalente (estudios completos en high school, el equivalente
del lycée en Francia, o estudios superiores), de modo que en estas
comparaciones los no calificados estadounidenses constituyen un grupo
mucho más reducido que los no calificados franceses (Lefranc, 1997). Por
supuesto, la realidad tiene tantos más matices que los sugeridos por
estos indicadores estadísticos mediocres: es muy conocida la desigual
calidad de las high schools estadounidenses comparada con los lycées
franceses.
Esa pobreza de las mediciones disponibles también es
problemática para el estudio de la evolución en el tiempo en un país
dado. Por ejemplo, en términos generales sólo se observa el número total
de años de estudios, no el nivel de la universidad o la naturaleza
exacta del título obtenido por el asalariado. Sin embargo, cualquier
empleador tiene acceso a este tipo de datos respecto de sus potenciales
asalariados, y sabe distinguir entre niveles la desigualdad de los
ingresos del trabajo de formación muy desiguales aunque correspondan a
la misma cantidad de años de estudios observada por el economista. A la
vez, la naturaleza exacta del diploma se utiliza para medir no sólo la
calificación realmente aportada por la cantidad de años de educación,
sino otras características individuales, como la motivación o la
capacidad de trabajo, según la hipótesis de la teoría de la educación
como "señal" (Spence, 1974); por ende, observar únicamente la cantidad
de años de estudio no permitirá al economista medir lo que es en verdad
pertinente para el empleador.
Esa es una de las limitaciones
tradicionales de cualquier intento de explicar la desigualdad salarial a
partir de características individuales observables: siempre queda sin
explicar un componente considerable de la desigualdad total. Ahora bien,
es plausible que desde 1970 haya aumentado la desigualdad real del
capital humano entre estos grupos que para el economista tienen las
mismas características observables; por ejemplo, porque se
intensificaron las desigualdades entre títulos obtenidos para una
cantidad dada de años de estudios.
Sin embargo, esta
interpretación de los datos disponibles, propuesta por los partidarios
del skill-biased technological change, muestra hasta qué punto la teoría
del capital humano, interpretado en un sentido tan amplio, puede
volverse tautológica: siempre es posible "explicar" cualquier variación
de la desigualdad de los salarios si se aduce una variación de la
productividad de múltiples características n individuales no observables
para la mirada externa. Si bien parece indiscutible que la teoría del
capital humano y del cambio tecnológico sesgado esclarece una parte
importante del aumento de las desigualdades salariales y frente al
empleo, explicar así, a cualquier precio, el fenómeno resulta
exageradamente "optimista" en el estado actual de nuestros
conocimientos.
[...]
El papel de la familia y de los gastos de educación
De
manera general, el conjunto de argumentos escépticos respecto del
intervencionismo en el ámbito educativo no consiste en negar la
importancia de la transmisión familiar de la desigualdad del capital
humano, sino, por el contrario, en exponer que es en el papel central de
la familia donde la desigualdad encuentra su persistencia inevitable.
Las teorías de Becker sobre la familia, tales como aparecen en sus
libros y los de sus alumnos (Becker, 1981, Mulligan, 1996), insistirán
así en todas las opciones que realizan las familias para invertir en sus
hijos, con el objetivo de mostrar la importancia de estas inversiones,
que cualquier tentativa de interferencia estatal destruiría. Esta
tradición de pensamiento es de larga data en Chicago: en 1966, el famoso
informe sobre la educación de las minorías vulnerables, realizado por
el sociólogo James Coleman para el gobierno estadounidense, generó un
escándalo cuando anunció que la redistribución de los medios financieros
hacia las escuelas de los barrios carenciados no había permitido
progreso perceptible alguno en los resultados escolares ni su
integración en el mercado del trabajo.
La conclusión de Coleman, y
de varios trabajos que inspiró, es que no se podía confiar en que las
cosas cambiarían si se aumentaban de forma mecánica los gastos públicos
en educación de los medios carenciados, ya que primero es en el nivel
del núcleo familiar y del medio de origen donde se forman las
desigualdades inevitables.
Por supuesto, todo el mundo está de
acuerdo con que los factores de transmisión de la desigualdad tienen
mucho más que ver con el ambiente que con la genética. En 1994 el
psicólogo Richard Herrnstein y el sociólogo Robert Murray estuvieron en
las primeras planas de los periódicos al decretar que era una pérdida de
tiempo oponerse sin cesar a la desigualdad de la inteligencia en la
economía y la sociedad modernas; a menudo se los acusó de defender la
idea de una muy pronunciada transmisión genética del coeficiente de
inteligencia. De hecho, estos autores reconocen que, según algunos
estudios de casos de adopciones aleatorias, niños provenientes de medios
socioculturales muy vulnerables que al nacer fueron confiados a
familias más educadas tenían el mismo desempeño que los hijos biológicos
de esas familias (Herrnstein y Murray, 1994: 410-413).
Pero no es
ese el desafío fundamental. En efecto, si los factores ambientales
preponderantes se relacionan con el entorno familiar, y especialmente
con el entorno familiar de la primera infancia (presencia de libros en
la casa, diálogos con los padres, etc.), de modo que en verdad nada
puede modificar esta desigualdad heredada en casa, entonces las
consecuencias no son muy diferentes de las de una desigualdad genética.
Sin embargo, Herrnstein y Murray, así como Coleman treinta años antes
que ellos, insisten sobre todo en la idea de que el efecto de los
recursos educativos invertidos en los medios vulnerables es muy difícil
de medir, y que por lo tanto no vale la pena seguir insistiendo.
Si
esta teoría fuera válida, sería inútil cualquier intento por modificar
de manera voluntarista la distribución desigual del capital humano:
sería más conveniente gastar los recursos disponibles para reducir con
transferencias fiscales la desigualdad injusta de los niveles de vida
que implica, en el límite eventualmente estrecho autorizado por la
elasticidad de la oferta de capital humano de quienes nacieron en medios
acomodados.
La economía de las desigualdades
Thomas Picketty
Siglo XXI
Traducción: María de la Paz Georgiadis.
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