Nacido en Rosario, doctor en Filología
Románica por la Universidad Georgia Augusta de Göttingen, periodista y
sobre todo uno de los narradores de referencia en las actuales letras en
castellano (Granta lo seleccionó en el 2010 como uno de los veinte autores jóvenes de referencia en castellano). Este es Patricio Pron
quien atesora a sus espaldas una extraordinaria producción narrativa
que tuvo sus inicios en el género del relato, que sin embargo el autor
nunca ha abandonado, y que prosiguió con el género novelesco, a través
de novelas como El comienzo de la Primavera o El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (ambas publicadas en Mondadori). En el 2014 publicó su ensayo El libro tachado a la vez que reeditaba, en una versión corregida y con nuevo título –Nosotros caminaremos en sueños-, su novela La puta mierda, una narración del absurdo acerca de la guerra de las Maldivas.
Decía Borges que los escritores
argentinos “debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo;
ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para
ser argentino”. Me parece que estas palabras te definen como autor.
Yo también lo creo. En cualquier caso, definen bien el tipo de
literatura argentina que me interesa y en el que me gustaría que se
inscribiesen mis libros. Al menos específicamente en ese ensayo, y a
pesar de algunos otros de sus textos que sí incurrían en ello, Borges
nos alerta acerca de las contradicciones en las que se incurre cuando se
asocia la literatura producido en un territorio con las ideas políticas
que abundan en ese territorio, cualesquiera que sean, y esa advertencia
todavía parece necesaria.
Literatura Mondadori
Y sin embargo, el propio Borges de joven fue nacionalista.
Sí, es verdad; sin embargo, a la altura de El escritor argentino y la tradición
parece haber comprendido ya el engaño subyacente a los nacionalismos, y
en particular a la asociación de lengua y territorio, una asociación
que ha cristalizado en un error funcional a la enseñanza de la
literatura así como a su comercialización, en el marco de la cual se
suele vincular al autor con su nacionalidad de origen, pero que no por
ser conveniente desde ambos puntos de vista resulta menos cuestionable.
Una asociación que, sin embargo,
borran y ponen en entredicho los flujos migratorios que han llevado a
autores a abandonar su tierra natal y a escribir desde otras latitudes.
Los flujos migratorios, particularmente numerosos en este
momento (y las biografías de decenas de nosotros lo ponen de
manifiesto), deberían llevarnos a hablar de una tradición de origen y de
una tradición de llegada para los libros, lo que equivaldría a pensar
en ellos tanto en relación al lugar y el contexto en el que son
producidos como respecto al lugar en el que se los lee; sin duda esto
complicaría la enseñanza de la literatura, a la vez que cuestionaría la
imagen que el escritor tiene de sí mismo, pero también pondría en
evidencia el hecho de que el lugar de nacimiento del autor es algo
completamente ajeno al propio autor y, en general, azaroso.
Al fin y al cabo el lugar donde se nace es siempre una lotería.
Exacto, aunque esto no quiere decir que no sea influyente. En
mi caso sin duda lo es, pero yo siempre he pensado en la identidad como
algo que no está condicionado, como un sitio hacia el cual se llega; o,
mejor aún, hacia el que se avanza sin alcanzarlo jamás, más que como un
sitio desde el cual se parte.
Beatriz Sarlo definía a Borges
como un escritor en la orilla, puede que sea precisamente la orilla el
mejor lugar para el escritor.
La orilla es un buen lugar desde el cual escribir porque te
permite obtener una perspectiva privilegiada de tu tradición nacional y
enriquecerla en virtud de la frecuentación de aquello que no se produce
en ella. Escribir desde fuera de Argentina (pero dentro de Argentina en
muchos otros sentidos) resulta para mí muy enriquecedor: si bien los
libros participan todos ellos de discusiones locales (y la argentina es
una de ellas), se adecúan a otros contextos y se independizan de la
intención original del autor. Es bueno estar en los sitios en los que
esos libros se leen a pesar de no haber sido concebidos para ellos y
observar qué se lee allí en ellos y cómo.
En efecto, la intención del autor es una cosa y el resultado que se obtiene con la obra otro.
Afortunadamente. La intencionalidad del autor se poner en
entredicho cuando la obra es leída en contextos completamente dispares: El espíritu de mis padres…,
por ejemplo, fue recibida de una forma en Alemania que difiere
completamente del modo en que la misma obra fue leída en Gran Bretaña o
en Estados Unidos. Para quienes como yo pensamos que el sentido es una
cierta producción colectiva resulta muy placentero saber que los libros
dicen cosas distintas a lectores distintos y que lo que les dicen es
bastante diferente a lo que nosotros pensábamos.
Mondadori
Lo curioso con El comienzo de la primavera
es que, si bien tiene como trasfondo el nazismo y la filiación al
nazismo de filósofos como Heidegger, muchos han leído en él,
solapándola, la historia de la dictadura argentina.
Este era el efecto que yo quería producir y me alegra de que lo
haya producido en un puñado de lectores. Algunos autores escribimos
historias que ocultan u obliteran otras historias subyacentes que
nuestro lector ideal, pensamos, va saber descifrar; pero esto no siempre
sucede.
La pregunta que se repite siempre es si el escritor debe tener presente al lector a quien se dirige o no.
Cada autor responde a esta cuestión de forma diferente, por
supuesto; hay autores a quienes les resulta conveniente pensar en un
lector en concreto, mientras que para otros la idea puede ser
paralizadora. La escritura de un libro (en concreto de una novela)
atraviesa distintos estadios y hay estadios en los que pensar en un
lector puede ser contraproducente y estadios en los que, por el
contrario, puede ser útil. La dificultad no estriba tanto en pensar o no
en un lector, sino en determinar cuánta inocencia y cuánta
autoconciencia puede permitirse un autor en el momento de escribir.
¿Consideras que un exceso de autoconciencia puede reprimir al autor de tal manera que su escritura se vea cohibida ante la imagen del hipotético lector?
Así es. Mi impresión como lector es que hay decenas de
escritores magníficos a los cuales un exceso de autoconciencia les
impide soltarse para crear una ficción verdaderamente relevante; en el
caso de los escritores que además son críticos (como es mi caso) este
conflicto está muy presente y lleva a dejar deliberadamente de lado la
conciencia con la cual uno observa lo que hacen los otros para poder
hacer lo que uno quiere realmente hacer sin que nada lo cohíba.
Decía Vila-Matas: “cuando estoy
escribiendo no quiero leer una novela mala por miedo a que influya, pero
tampoco quiero leer una novela buena porque entonces querré hacer lo
que hace su autor”.
Es una frase que describe bien la relación del escritor con la
lectura. En realidad el escritor lee las novelas de forma distinta a
como las lee un lector, y en ocasiones lo hace tratando de comprender
sus mecanismos para imitarlos. Es precisamente por ello que la
autoconciencia no debe intervenir en el proceso de escritura, puesto que
puede incluso obligarte a escribir una novela que adhiera a las ideas
preconcebidas que tengas. En mi caso específico, la autoconciencia
podría llevarme a creer que debo escribir las novelas que teóricamente
Patricio Pron escribe, y el resultado (me parece evidente) sería
desastroso, para mí y para el lector.
Escribir lo que supuestamente
Patricio Pron debe escribir te llevaría a una repetición y a convertir
las obras en la plasmación del sello de autor.
Además contradeciría una de las tareas de la literaria, la de
permitir a su autor volverse otro. No tengo ningún interés en ratificar
ninguna idea preconcebida con los libros que escribo, sean las que se
tengan de mí o las que yo tenga acerca de determinados temas, en
particular porque pienso que escribir un libro no consiste tanto en dar
una respuesta como en formular preguntas.
Mondadori
Mirando tu obra en su totalidad, podríamos decir que El comienzo de la primavera y El espíritu de mis padres… son dos caras de una misma moneda, comparten una reflexión sobre la historia y sobre su relato.
Creo que Nosotros caminamos… también participa de la discusión acerca de cómo construimos los discursos históricos.
Sí, aunque en esta te alejas de las demás en cuanto a la forma paródica.
Sí, tal vez me desvíe en ella a nivel formal y quizás también la velocidad de Nosotros caminamos…
parezca más elevada (está pensada para que el lector suspenda su
capacidad de juicio y sólo la retome después de la lectura al
preguntarse acerca del sentido, lo que, en otras novelas, por el
contrario, se produce paralelamente a la lectura). Mi impresión es que
las tres novelas comparten unas mismas inquietudes pero que lo hacen
desde aproximaciones distintas, desde la historia personal, desde la
historia colectiva y desde la tergiversación de esa historia colectiva.
Si en El comienzo de la primavera y el Espíritu de mis padres… es visible una filiación literaria con Piglia, Nosotros caminamos… dialoga genérica y estilísticamente con la literatura del absurdo, con Beckett o Fogwill.
Sí, es una buena forma de leer esos libros. Los autores nunca
somos los mejores críticos de nosotros mismos; incluso a menudo somos
los peores, pues padecemos una cierta miopía por proximidad que nos hace
imposible ser completamente objetivos con respecto a nuestro trabajo.
Yo creo tener una especie de mapa, y estoy convencido de que mis libros
configuran una determinada figura en este tapiz, pero no estoy seguro de
que la imagen que yo veo sobre el tapiz sea la correcta. Y, en
cualquier caso, el lector está invitado a ver en él la imagen que desee.
En este tapiz se dibuja un
interrogante acerca del valor del relato y la frontera entre el relato
como ficción y la cotidianidad.
En las tres novelas que hemos mencionado y también en algunos
relatos hay un intento por contribuir a la discusión acerca de qué forma
negociamos el conflicto entre los términos supuestamente dicotómicos de
ficción y realidad. Todos esos textos dan cuenta de una voluntad de
participar en el debate sobre cómo esa negociación se ha producido
históricamente y qué nos dice acerca de nosotros mismos y de la sociedad
en la que vivimos en nuestros días.
Asimismo una constante de estas novelas es la consideración del relato histórico como relato de ficción.
Este parece un debate muy reciente y, sin embargo, es muy
antiguo y conecta con la experiencia de las primeras lecturas que
tenemos, en el marco de las cuales muchas veces nos preguntamos si lo
que nos cuentan es ‘verdad’ o ‘mentira’. La pregunta más frecuente entre
aquellos lectores que podríamos denominar ‘crédulos’ o ‘ingenuos’ es
cuánto hay de verdad en lo que se les está contando; en este momento
histórico, por cierto, muchos lectores conceden un gran valor al hecho
de que lo que se les cuente sea verdad, pero los autores que a mí me
interesan son aquellos que, a sabiendas de este “hambre de realidad”,
avanzan en la dirección de dificultar estas cuestiones en vez de
simplificarlas.
Se trata del género de la autoficción al que actualmente mucha literatura se inscribe.
Parcialmente sí, claro. Quizá la autoficción sea, por otra
parte, el nombre que damos a obras que no son particularmente
innovadoras (y sin duda no lo son en sus intenciones) pero configuran
una literatura que nos obliga a poner en cuestión el estatuto de verdad
de una forma que sí lo es. Casi todas las definiciones que se aplican a
los textos, así como la distribución genérica que se hace de los mismos y
que distingue entre obras de ficción y de no ficción, constituyen la
cristalización de relaciones de índole económica y de poder; por
consiguiente, es precisamente en esa frontera entre verdad y ficción
donde, creo yo, es necesario intervenir a través de la literatura si se
desea que esta sea políticamente relevante. Allí hay un trabajo
pendiente, pienso.
Turner Noema
A partir de estos temas cuya
reflexión subyace en tus obras, podemos decir que por lo general tus
novelas tienen como substrato genérico el ensayo.
Es posible, a pesar de lo cual no tengo mucho interés en ambas
formas en un estado de pureza. Me interesa más trabajar con ellas, y
hacerlo de manera que confluyan entre sí, puesto que así lo hicieron mis
maestros en Argentina. Quizás la razón por la cual mis textos parecen
tener un poso ensayístico se deba al hecho de que he sido formado por
ellos y de esa manera.
¿Ves en la confluencia de
géneros y, por tanto, en la construcción de obras que escapan de todo
etiquetaje la manera que tiene la literatura de intervención crítica?
Sí, en parte sí. Desde luego, todos los textos que uno produce
participan de las relaciones de poder que antes mencionaba, pero tengo
la esperanza de que los míos participen de estas relaciones de una forma
marginal, poniendo en cuestión el modo en que abordamos la literatura.
En ese sentido, yo no pienso en dicotomías (ficción o no ficción,
producción ensayística o producción novelesca, por ejemplo), sino en
continuidades, en un continuo en el marco del cual la posición de lo que
escribo así como mi propia posición varía todo el tiempo.
Sin embargo, ¿es factible la intervención desde la constante variación del posicionamiento, no del autor, sino de la obra?
En mi opinión es mucho más viable si el autor resulta difícil
de clasificar. La insistencia de ciertos autores con respecto a ciertos
temas y el hecho de que resulten siempre coherentes a nivel ideológico
los enaltecen como sujetos, pero los desacreditan como autores políticos
debido a que su insistencia en ciertas ideas induce en el lector al
hábito, y eso los desactiva políticamente. Hay autores con los que me
parece particularmente fácil coincidir políticamente, pero que con sus
obras (al menos en mi opinión) generan en el lector un acostumbramiento
tal que lo que dicen no provoca los mismos efectos políticos que
provocaría si ese mismo discurso fuera emitido desde otro sitio; es
decir, no desde la coherencia política o la certeza, ni tampoco desde la
superioridad moral, cosa que me parece aberrante.
La constante indagación formal
es la permanente puesta en discusión del lenguaje. No acaso, Adorno ve
en la radicalización del lenguaje de Beckett la forma de intervención
más crítica y menos concesiva con el presente, la sociedad y el
individuo.
En el siglo XX alemán hay un cuestionamiento de lo que nosotros
denominamos realidad desde distintos puntos de vista y sin duda uno de
los más interesantes es el cuestionamiento que propone la filosofía del
lenguaje de Wittgenstein. Puedes llamarme ‘wittgensteiniano’ si quieres,
pero no acabo de creer en la existencia de elementos que no estén
dentro del lenguaje y, por tanto, tengo la impresión de que actuar en
ese ámbito es hacerlo en el de la realidad.
Si por una parte se dice que en
literatura, y en arte en general, la forma es contenido, por otra parte
hay quienes reprochan a la experimentación formal la vacuidad a nivel
contenido, acusándola de experimentación por mera experimentación.
Yo diría, desde una perspectiva ya lectora, que muchos de
aquellos discursos que se proponen como más rompedores a nivel de
contenido fracasan al adherir a convenciones no sólo literarias, sino
también sociales, que no son rompedoras en absoluto. Pienso como Adorno,
a quien mencionabas hace un instante, que la política de la literatura
es su forma, y que el contenido es aquello que damos al lector para que
éste ceda ante lo que pretendemos decirle a través de la forma.
Con tu narrativa te inscribes en la tradición de Piglia, de Aira y del Saer de La Grande, marcada por la búsqueda de una nueva forma de escribir el relato histórico argentino
En el caso específico de Piglia y de Saer este tema conecta con
unas determinadas inquietudes políticas propias de su generación y de
las que ellos se hicieron cargo de forma completamente distinta: Piglia
realizó la proeza de unir las que aparentemente eran las líneas
dicotómicas de la literatura argentina previa a su irrupción y Saer creo
un territorio por completo personal (y me temo que imaginario) en el
cual no se trataba tanto de proponer una política de la literatura, sino
de fijar un instante literario, un instante cultural. Me alegra que
pienses en mis libros como parte de esa línea.
Pero ambos, desde el presente, pusieron en discusión a través del lenguaje el relato histórico recibido.
Es verdad que ambos se volcaron en el pasado; sin embargo, lo
hicieron lanzando paradójicamente la literatura argentina hacia el
futuro, y quizás no seamos del todo justos cuando nos referimos a ellos
como autores que revisaron el pasado puesto que esa revisión estuvo
determinada por el presente: las novelas de Piglia de los años noventa
intervenían en el ámbito de las discusiones que dominaban la cultura
argentina de esa época y creo que los escritores argentinos que hemos
venido después escribimos también vinculándonos a las discusiones de
nuestro presente. Miramos al pasado para cuestionarnos, por ejemplo,
quién es hoy su narrador, quién se ha apropiado de su narración e impone
una determinada lectura, pero nuestro interés está depositado en las
discusiones contemporáneas, las que nos corresponden.
Tú te sitúas en medio de dos
campos literarios, el argentino y el español. No pocas veces se ha
criticado que la percepción literaria que se tiene desde aquí de
Argentina no es la correcta, ¿cómo ves dichas relaciones?
En la relación entre Argentina y España creo que se producen
una serie de errores de percepción, una cierta disonancia cognitiva. En
Argentina se tiene la percepción de que España sería el sitio en el cual
los escritores latinoamericanos deberían tener una existencia social
como tales para aspirar a la ‘consagración’, cualquier cosa que esto
sea, mientras que en España se tiene la impresión de que Argentina es un
país de donde surgen talentos de forma continua. Ambas visiones son
erróneas, pero (por supuesto) se requiere un tiempo prolongado de
estancia en ambos sitios para saberlo. Las relaciones literarias entre
ambos territorios prueban que nuestros sentidos nos engañan, y que las
cosas se ven más grandes desde lejos.
Acerca de flujos migratorios y
relaciones literarias, me gustaría preguntarte por Gombrowicz, del que
todavía hoy poco se habla y que representa al autor sin patria, el
escritor polaco que se reconvirtió en escritor argentino.
A Piglia le debemos entre muchas otras cosas la inclusión en la
tradición literaria argentina de una serie de autores que una visión
conservadora de la misma había excluido; pienso en Gombrowicz, en
Guillermo Enrique Hudson y en Wilcock. (A César Aira le debemos, además,
la de Copi.) La recuperación de estos autores me parece fundamental
porque no supedita la conformación de la literatura a la idea romántica
de la asociación entre lengua y territorio. Autores como Gombrowicz son
introductores del cambio dentro de la tradición nacional, puentes;
ejercieron esa función en un momento dado los escritores que gravitaban
alrededor de la revista Sur, pero también los autores de la revista Contorno,
los cuales, en un intento de fomentar un debate acerca de la literatura
nacional, incorporaron modas y giros intelectuales que venían del
exterior, específicamente de Francia. Más recientemente, esa función ha
sido ejercida por Rodrigo Fresán, que nos ha descubierto un gran número
de autores norteamericanos. En mi opinión, esa apertura, esa mediación
entre literaturas nacionales es una forma de heroísmo.
Defines el cuento como un género
que “requiere que la voz narrativa se desarrolle plenamente en un
espacio tenso y muy reducido”. Si bien en la Argentina del siglo XX hay
una larga tradición del relato, esta definición me retrotrae a Chejov y a
la idea del instante.
Chejov es un autor muy importante para mí, por supuesto, así
como para casi todos los autores de relatos que le han seguido. Estaba
leyendo estos días los cuentos de Rodrigo Re y Rosa e,
independientemente de mi opinión personal, me dio la impresión de que
Rey Rosa no participa de esta tradición secular como tampoco de la
tradición del fantástico latinoamericano, más específicamente
rioplatense, que ha terminado impregnando muchas otras tradiciones. Yo
encuentro ecos de este fantástico rioplatense en decenas de autores
hispanohablantes, y el hecho de no encontrarlo en los cuentos de Rey
Rosa me intrigó mucho.
Imagino que te refieres al concepto de neo-fantástico acuñado por Alazraki.
Sí, exacto, un concepto que a mí me parece singularmente
productivo, ya que no apunta a la consolidación de un cierto género o
subgénero sino a la apertura de los textos a la libre interpretación,
incluso a una interpretación que no sea en clave fantástica sino
también, a menudo, perfectamente realista.
Tus relatos que bien podrían
encuadrarse en una tradición realista, comparten con el género de lo
neo-fantástico o fantástico rioplatense el final abierto, la incerteza y
la duda.
Sí, mis relatos tienden a un cierto realismo enrarecido, o a un
fantástico que no tiende a la consolidación de un género sino a su
disolución, que es lo que (por otra parte) proponían originalmente los
autores del fantástico rioplatense. No muchos de ellos hablaron
específicamente de fantástico y muy pocos tuvieron la convicción de que
escribían literatura de género. Felisberto Hernández, por ejemplo, no
fue precisamente un teórico de la literatura y lo que producía, al menos
en su opinión, era una literatura claramente realista. Si bien es
cierto Borges editó una antología de literatura fantástica junto con
Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, la antología incluyó cuentos sin
una visión mágica del mundo. Muchos de los relatos de Borges y muchas de
las novelas de Bioy pueden ser leías en clave realista estableciendo
que parte de lo narrado es producto de la ensoñación de los personajes o
de errores perceptivos. Allí hay un ámbito de trabajo, pienso.
En efecto, el propio Cortázar subrayaba la clave de lectura realista para sus relatos.
En mi opinión, eso proviene de Gogol: si lees relatos como La nariz o La avenida Nevski,
lo que descubres es que se trata de un tipo de literatura que bajo la
apariencia del chiste no duda en absoluto de sí misma y te fuerza a no
dudar de ella. Marshall Berman sostenía que teníamos que leer La nariz
en clave realista puesto que solamente desde esta perspectiva era
posible observar la puesta en discusión de la percepción de realidad en
una sociedad estratificada y profundamente disociada como la Rusia
zarista.
Hablando de chistes, es
imposible no pensar en Pynchon y como, entre otros muchos, el chiste de
la bombilla es introducido en la narración de tal manera que reclama una
lectura realista. Pynchon parece decirnos que debemos considerar real
la anécdota de la bombilla.
Hay una reacción que Nosotros caminamos en sueños ha
provocado y que me parece muy valiosa: se trata de la pregunta acerca de
la cotidianidad y su percepción y, por tanto, de la pregunta que
también provoca la narrativa de Pynchon, acerca de si lo que se cuenta
es un chiste o no. Se trata de una pregunta de muy difícil respuesta, no
en relación a la interpretación de la novela, sino al propio estatuto
del chiste; se supone, que si se trata de un chiste, de un relato “no en
serio”, entonces no participa de la realidad (a pesar de que no son
pocos los textos que, siendo profundamente humorísticos, son
extremadamente serios en sus vínculos con la realidad). La duda acerca
del chiste provoca en el lector lo que Aira define como la sonrisa seria
y apunta a generar una perplejidad muy útil para pensar cuestiones no
solamente literarias, sino sociales y políticas. “¿Es o no es?” es el
tipo de preguntas clave que la literatura responde y no responde al
mismo tiempo.
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