En la Argentina de 2014, cuatro libros estuvieron entre los diez más leídos en la categoría “no ficción”: son Agil-Mente y En cambio , doblete del biólogo molecular Estanislao Bachrach, Usar el cerebro , del neurólogo, neuropsiquiatra e investigador Facundo Manes, director en esa área de la Fundación Favaloro, y Las neuronas de Dios
, del neurocientífico, editor, divulgador, productor televisivo y
cuentista Diego Golombek. Por los quilates científicos de los autores,
parecen buenas noticias para el lector criollo con hambre de
complejidad.
La complejidad viene en picada en el mundo libresco.
¿De dónde sale este renacimiento? ¿Va a durar? Sí. La explosión de
títulos y autores de “neuromarketing” en 2015 marca más una avalancha
que una tendencia. ¿Pero cómo se articula esto con la historia editorial
reciente?
Desde los 80, conforme el país perdía calidad
educativa, su industria editorial y sus miles de librerías “de dueño”,
la literatura y la ciencia se batieron en retirada anaquel por anaquel.
Desaparecieron el de poesía, el de divulgación y el de cuento. El de
novela resiste como Stalingrado en 1941, pero infiltrada por vampiros,
zombis y delicada pornografía rosa.
Lo dicho, complejidad a la baja.
Crecen
los anaqueles de literatura infantil, pero lo que arrasó dos décadas en
vidriera es la autoayuda, bastante más infantil y hasta hace poco,
firmemente anticientífica. Lejos quedó la calidad novelística y
antropológica del padre de ese boom, Carlos Castañeda con Las enseñanzas de don Juan en 1968. Siguió una sobreproducción infumable de hamburguesas esotéricas para la felicidad individual y el éxito social.
Tal
vez la devaluación de la banalidad superó algún umbral y las
editoriales razonaron: “Vamos a perder público ABC1”. Es sólo una
hipótesis. Lo cierto es que la industria del libro salió a “cerebrar”
2014 en todo el mundo, y la Argentina –fuerte tradicionalmente en
biociencias y medicina– tiene expertos capaces de sustituir
importaciones. “El personaje es el cerebro”, como tituló en tapa la
periodista científica Andrea Gentil en Noticias , y si se refería a
2014, esto recién empieza.
Hubo un segundo detonador de la
avalancha neurocientífica: la ignorancia pública respecto de los 30
últimos años de avances en esta disciplina es colosal. Desde 1986, con
el debut de mercado del primer inhibidor de recaptación de la
serotonina, la gente consume fluoxetina y otras moléculas emparentadas
para sacarse depresiones severas, mitigar trastornos
obsesivo-compulsivos, ataques de pánico, estrés postraumático, bulimia y
siguen las firmas. Pero, en general, el lector tipo, incluso el abonado
a tales pastillas, carece de nociones de qué y para qué sirve tener
serotonina.
Este neurotransmisor no asegura la alegría y su exceso
trae problemas. Pero su déficit intersináptico (entre una neurona y la
que sigue) contribuye a la depresión endógena y persistente, con sus
devastadoras consecuencias familiares y sociales de aislamiento y
fracaso. Y es que esta molécula activa vías neurales dedicadas al
escrutinio minucioso de los mundos externo y propio por parte del
cerebro, y a la evaluación y control de ambos.
“No cabe un gurú
más. Un científico allí”, dictaminó algún marketinero, y la industria
dijo “ha lugar”. De modo que 2014 no giró 180 grados. Ahora imprime
autoayuda “reloaded” con ciencia. Es un nicho nuevo y con autores
científicos. Todavía no ha sido lobotomizado, pero tiene la vaca tan
atada, en cuanto a público, que indefectiblemente lo será. La gente
sigue queriendo guías para la felicidad y el éxito.
Me limito a
dos autores exitosos enteramente ajenos a la autoayuda: el nac & pop
Diego Golombek y el muy británico Oliver Sacks. Tienen mucha historia
propia previa al reciente neurobrote editorial. Ambos se desmarcan a lo
Messi de místicos que te hacen más angélico y sutil, pero también de los
neurogimnásticos que te sacan propiamente hecho un “winner”. Comparten
su asombro acerca de cómo un kilo y medio de agua, grasas, proteínas y
cableado gelatinoso, el cerebro humano, produce eso que uno es o habita,
y llama “su mente”. Admito que en el fondo los prefiero porque escriben
sensacionalmente bien: son científicos-artistas, humanistas de lo que
quizás el tiempo llame “un segundo renacimiento”. Son autores de gran
habilidad literaria para desplegar la dramática poesía de la mente, ya
sea vista desde la ciencia pura y dura (Golombek) o desde una práctica
clínica mítica, consagrada por Hollywood (Sacks, con Despertares ).
No se compran como salvavidas. A estos dos se los lee por placer. Punto.
Una reedición de antiguas preguntas
Si Hannah Arendt está en lo cierto y el rasgo más importante de
la ciencia de nuestra época es el de no ser formulable en los términos
del habla común (pero al mismo tiempo formar parte de nuestra vida más
íntima, vía computadora y pastillas), entonces la expansión de la
divulgación científica no debería sorprendernos. No porque se
complejicen las respuestas se acabarán las preguntas simples. A
principios del siglo XX, uno de los más importantes temas de divulgación
fue la teoría de la relatividad y la nueva imagen del mundo aportada
por la física. Nosotros, que ya hemos entendido y malentendido la
relatividad, estamos ahora ávidos de conocer, en un giro hacia nuestro
interior, los misterios del cerebro. Es “nuestro” tema, a pesar de que
no hay un Einstein de la actividad cerebral, sino una cadena de
progresos técnicos y avances en estudios científicos que permiten
deducir varios principios de esa supuesta “caja negra” que llevamos en
nuestras cabezas.
En el plano internacional, uno de sus pioneros
fue el neurólogo Oliver Sacks y los retratos de sus curiosos casos
clínicos. Luego, el género fue cambiando: pasó de curiosidad a
explicación, y de explicación a interpretación. Su más exquisito
exponente es el neurobiólogo francés Jean-Didier Vincent, quien además
del Viaje al centro del cerebro (Anagrama), ya en los años ochenta
había publicado una Biología de las pasiones . El título remite al
tratado Las pasiones del alma de Descartes, quien más allá de ser el
blanco de los ataques monistas de la filosofía de la mente hoy en día,
debido a su famoso dualismo de sustancia pensante y sustancia extensa,
fue en el siglo XVII un serio investigador de la conexión entre el
sistema nervioso y las emociones o pasiones humanas. Claro que no fue el
primero: la antigua teoría de los humores corporales estuvo desde un
principio en relación con los estados de ánimo. Recordemos la bilis
negra de la melancolía.
De modo que esta gran novedad de la
divulgación neurocientífica es en verdad una reedición de antiguas
preguntas asociadas a nuevas o no tan nuevas teorías. Lo que sí hay hoy
disponible es una gran cantidad de datos. La divulgación de los
conocimientos sobre el cerebro en Argentina tuvo un primer exponente en
el biólogo Diego Golombek y su Cavernas y palacios (Siglo XXI), con
explicaciones básicas del comportamiento neuronal y resúmenes de otros
autores sobre procesos aún no del todo descifrados por la ciencia: la
memoria, las decisiones llamadas morales, hasta la felicidad. Su soporte
es el humor, un mecanismo que volvió a explotar (con razón, por el
carácter delirante del tema) en su último libro, dedicado a unas
supuestas “neuronas de Dios”. La otra vertiente principal de estas
publicaciones es, en estas latitudes, la divulgación con tintes de
autoayuda. En ella convergen, aunque con distintos carices, tanto el
primer libro de Estanislao Bachrach como el best-séller de Facundo Manes
y Mateo Niro, Usar el cerebro (Planeta). Entre las traducciones
recientes, El cerebro lector (Siglo XXI) de Stanislas Dehaene se aparta
del régimen de la divulgación: es una seria exposición de los aportes
de la neurociencia al desciframiento del proceso cognitivo implicado en
la lectura.
Pero el trabajo editorial de más larga data en estos
temas es el de Katz Editores, que al menos desde mediados de los años
2000 viene publicando a autores como Daniel Dennett, Marco Iacoboni y
Robert Trivers, así como al ganador del Premio Nobel y neurofisiólogo
Eric Kandel. Muchos de estos autores están ligados a las ciencias
cognitivas y a la filosofía de la mente, esa corriente de pensamiento
anglosajón heredera de gran parte de los supuestos de la filosofía
analítica que busca conjugar alguna pregunta fundamental (¿cómo se
genera la conciencia?, ¿por qué somos morales?) con las últimas
declaraciones, más o menos comprobables, de las ciencias dedicadas al
cerebro. Algo no muy distinto era el ideal de Descartes, sólo que su
ciencia, en aquella época, dictaba otros principios.
La suma de todas las ciencias
El estudio interdisciplinario de la mente humana permitió el mayor avance en décadas.
Desde tiempos remotos, uno de los grandes interrogantes que ha
intrigado a la humanidad fue el lugar donde residen el alma, las ideas,
los sentimientos y las decisiones. Con los avances de la ciencia y la
tecnología, se fueron generando herramientas que invitaron a recorrer
este camino con mayor precisión y rigurosidad. Esto, sumado al creciente
número de científicos que estudian el cerebro humano, permitió conocer
más sobre este órgano complejo y fascinante en las últimas décadas que
en toda la historia. Esta realidad promovió, además, la expansión de las
áreas científicas que lo estudian de manera interdisciplinaria y el
apoyo de Estados nacionales e instituciones a estos proyectos.
Las
neurociencias cognitivas conforman un conjunto de disciplinas que
investigan los procesos cerebrales de manera integrada desde el nivel
molecular hasta el ambiente social y cultural. En los últimos años, la
psicología, la filosofía, la biología, la física, la matemática, las
ciencias sociales y la medicina, entre muchas otras, han comenzado a
colaborar en el estudio del cerebro dentro del marco de esta disciplina.
A
pesar de la complejidad de la tarea, este abordaje multidisciplinario y
no reduccionista ha permitido arribar a conocimientos claves sobre el
funcionamiento del cerebro tales como la capacidad de percibir las
intenciones y cómo tomamos decisiones; aspectos de la conciencia, los
deseos y las creencias de otros; áreas críticas del lenguaje, mecanismos
de la emoción y circuitos neurales involucrados en ver e interpretar el
mundo que nos rodea. También, en comprender que el cerebro alcanza su
madurez entre la segunda y tercera década de vida y en el conocimiento
del correlato neural de las decisiones morales. Asimismo, que no hay una
memoria sino varias, y que la memoria no es una “cajita cerebral” donde
guardamos los recuerdos, sino circuitos neuronales que se refuerzan y
se asocian.
Otros de los descubrimientos más notables han sido la
determinación de los circuitos de recompensa, de áreas claves de la
corteza cerebral para el movimiento, y que el sueño es un proceso activo
con un rol en la consolidación de la memoria, en el sistema
inmunológico y en los procesos endócrinos.
Los avances en este
campo científico también han permitido mejorar la calidad de vida de
muchos pacientes y familiares con trastornos neurólogicos y
psiquiátricos. El Alzheimer, la depresión, el autismo y los trastornos
del desarrollo y de ansiedad, el Parkinson, la epilepsia, la
esquizofrenia y las lesiones cerebrales traumáticas o por accidente
cerebro vascular (ACV) representan un tremendo impacto para los
pacientes, las familias y la sociedad. Una comprensión cada vez más
profunda del cerebro y su disfunción mejora la detección precoz, el
diagnóstico, tratamiento y la rehabilitación de los problemas
neurológicos y psiquiátricos y le mejoran la vida a millones de
personas.
Durante mucho tiempo, la neurología, la psicología y la
psiquiatría han estado separadas por una frontera artificial. Los
avances científicos y especialmente de las neurociencias han demostrado
que esta separación es arbitraria y contraproducente. Estas disciplinas
se están acercando en las herramientas que usan, en las preguntas que se
hacen y en los marcos teóricos que utilizan.
Muchas de las
llamadas “nuevas” ideas sobre la naturaleza humana que se encuentran
actualmente en discusión no son realmente nuevas. Lo que, en tal caso,
es nuevo y significativo es su procedencia intelectual. Aristóteles
entendía que somos criaturas de hábito, mientras que Hume sugirió hace
mucho tiempo que la razón es influenciada por la emoción. Tales ideas
son atractivas cuando son pronunciadas por los filósofos, pero tienen
mucho mayor orden epistémico y fuerza retórica cuando están acompañadas
por los hallazgos de las ciencias sociales y del comportamiento, y más
aún de la “evidencia” de las ciencias naturales. Sigmund Freud, que era
neurólogo, planteaba la existencia de esquemas neuronales en cierta
manera parecidos a los que los aportes de las nuevas tecnologías
permitieron probar. Otras teorías de Freud, en relación a aspectos de la
memoria, también han hallado cierto fundamento fisiológico a partir de
los estudios neurocientíficos. Del mismo modo se dio con la idea del
inconsciente. Este dominio se describe de manera más general en el
ámbito de la neurociencia cognitiva como todo proceso que no da lugar a
la toma de conciencia.
Las neurociencias buscan aportar y no
sustituir a otros puntos de vista sobre el mundo. Decir que la ciencia
de la naturaleza humana es relevante no significa que va a resolver
todos nuestros problemas o que reemplazará irremediablemente otros
instrumentos de reflexión y pensamiento.
Pocas verdades reveladas
Avances. A pesar de los progresos científicos, aún falta para “ver” el pensamiento y las emociones.
Las funciones de nuestra mente están ligadas al funcionamiento
del cerebro. De hecho, la ciencia asegura que la mente es producto de la
actividad cerebral, y aunque aún no esté dicha la última palabra, el
vínculo es innegable. Esta es una forma prudente y posible de dar una
primera respuesta a una muy antigua pregunta, unida a nuestra propia
historia de seres humanos. Nosotros que pensamos, sentimos y recordamos,
¿qué somos?
Desde hace más de cien años, esta pregunta que nos
acompaña al menos desde el imperativo socrático del “conócete a ti
mismo”, ha adquirido una indudable dimensión corporal. Las primeras
evidencias, como tantas veces, nos llegaron por la negativa, de la mano
de las fallas: un hombre al que por un accidente de trabajo una barra de
hierro le atravesó el lóbulo frontal del cerebro cambió de
personalidad; una mujer que después de una intoxicación por monóxido de
carbono dejó de reconocer formas de objetos y su lugar en el espacio.
Estas
fallas que evidencian una relación entre el cerebro y aquello que se ha
ligado tradicionalmente a lo “inmaterial”, el pensamiento y las
emociones, no alcanzan hasta ahora para mostrar cuál es el complejo
funcionamiento de nuestro sistema nervioso y su centro de operaciones,
el cerebro. La medicina, con la biología y los avances técnicos en la
medición de la actividad cerebral, dio pasos fundamentales para entender
la neurona, sus componentes celulares y moleculares y el efecto de
drogas. Sin embargo, sigue teniendo grandes deudas con los que padecen
enfermedades mentales. Los grandes avances que tuvieron lugar en el
último siglo, de la mano de la neurofisiología, el instrumental médico y
la biología molecular, no siempre se vieron traducidos en un
tratamiento efectivo, sin efectos adversos importantes, de las
enfermedades mentales. La psicología clásica dirá: prueba de que estos
sufrimientos no se reducen a un fenómeno físico. Pero la medicina no
puede conformarse con el axioma de que la palabra cura, a pesar de sus
propios límites.
Aunque las investigaciones en neurociencia sobre
las funciones cognitivas obtuvieron resultados relevantes ya en el
siglo XIX, fue a partir de los años 80 del siglo pasado, con la
introducción de nuevas técnicas de registro de la actividad cerebral,
que terminó por consolidarse el camino neurocientífico. Se había
comenzado con los estudios anatómicos y la teoría de la neurona como
elemento básico funcional del sistema nervioso y su conexión con otras
neuronas por la sinapsis. Le siguieron el reconocimiento de la
importancia de las células de la neuroglia, no sólo por su propiedad de
generar tumores o participar en otras enfermedades sino por varias
capacidades funcionales que poseen. Se perfeccionó la medición de la
actividad eléctrica en una sola célula o en un conjunto de ellas con la
aparición de equipos electrónicos de muy alta sensibilidad. Uno de los
grandes aportes fue la resonancia magnética, a pesar de las dificultades
para deducir verdaderas conclusiones sobre el funcionamiento del
cerebro a partir de sus datos. De ese material tan lábil se han moldeado
muchas de las extrapolaciones que hoy dominan la literatura de
divulgación sobre el cerebro; algunos hasta se atreven a hablar de una
“foto del pensamiento”.
¿Dónde está la mayor dificultad en la
lectura de esos valiosos estudios? El funcionamiento del sistema
nervioso involucra varios tipos de energía con células que se comportan
como transductores, elementos capaces de transformar un tipo de energía
en otro. Un caso más que cotidiano: un estímulo físico como el de la
presión o el dolor, un estímulo químico como un aroma, son cambiados a
una actividad eléctrica, el lenguaje universal del funcionamiento del
sistema nervioso por medio de las sinapsis. A su vez, esta actividad
eléctrica es cambiada a una energía química por el neurotransmisor y
luego vuelta a una actividad eléctrica, que se transforma en una
sensación de dolor, un olor, un sonido… pero también un recuerdo. Basta
pensar en una muy famosa escena de la literatura: la magdalena en la
novela de Proust. Este último paso, en que una actividad nerviosa que
podemos registrar como corriente eléctrica es transformada en una nueva
energía es el mecanismo más misterioso, el que menos conocemos, la
pregunta más compleja que todavía no podemos responder. El ejemplo de la
fragancia remanente en una vieja carta que nos recuerda una situación,
una imagen que creíamos olvidada para siempre, el aroma de una
magdalena, como en Proust, que trae un escenario de la niñez: todo esto
resulta a la vez familiar y fabuloso. Su explicación actual, basada en
la activación de circuitos neuronales que han sido puestos en acción al
leer por primera vez la carta de la antigua amada es fácil de entender,
comprobable en los experimentos, pero no nos explica por qué “vemos” el
rostro de una persona al experimentar ese aroma o leer esas líneas. Sólo
disponemos de un mapa muy general del cerebro, como si observáramos
desde el espacio las luces nocturnas de las ciudades del mundo,
reconociéramos actividad mayor en ciertas zonas, pero sin conocer la
vida de cada uno de sus habitantes.
Esos primeros desarrollos
científicos fueron al encuentro, en el mundo anglosajón, de lo que se
dio en llamar las ciencias cognitivas: una vertiente interdisciplinaria
que conjugó psicología de origen conductista, inteligencia artificial,
lingüística, antropología cultural y las futuras “neurociencias”. Una de
sus vertientes es hoy la filosofía de la mente, una rama de la
filosofía analítica que suele interesarse poco por la historia del
pensamiento occidental y que basa su tradición, por la negativa, en su
rechazo del viejo dualismo de Descartes. Erigida sobre un materialismo
monista, se encarga de condenar la antigua división cartesiana de lo
existente entre una sustancia pensante y una sustancia material. Este
cognitivismo defiende a capa y espada que no hay más que cuerpos, y a
pesar de esta apariencia de concreción, numerosos autores se embarcaron
en los últimos veinte años en apresurar hipótesis sobre todo lo posible:
la religión (¿habrá un área del cerebro que nos hace religiosos?), los
sentimientos y sensaciones (¿hay una fragancia de la felicidad?), el
comportamiento moral (¿es cierto que la disminución de la serotonina nos
hará menos propensos a aceptar ofertas deshonestas?). Pero los datos de
los estudios sobre los que están basadas muchas de estas hipótesis no
siempre pueden ser leídos unívocamente. Son mediciones indirectas y allí
intervienen factores como la latencia de respuesta de los equipos y la
discriminación temporal, ambas en el orden de segundos. Sin cautela en
su lectura, pasaremos a ser no más que una versión sofisticada y onerosa
de la frenología del siglo XIX, que marcaba en el cerebro y en los
rasgos externos las características mentales de una persona y su grado
de “criminalidad”.
Dentro de los últimos avances, la resonancia
magnética funcional (RMf) es hoy uno de los métodos más utilizados para
estos estudios. Está basada en la medición de la actividad cerebral a
partir del consumo de oxígeno y las propiedades magnéticas de una
sustancia que lo transporta. Estas mediciones son transformadas en
imágenes con diferentes colores, de acuerdo a la intensidad del cambio
ocurrido. Así sabemos qué está más o menos activo en el cerebro al
momento de hacer una actividad: resolver un problema matemático, recitar
un poema o elegir entre dos marcas de gaseosa.
A las
dificultades en la lectura de datos se añade, por supuesto, la
imposibilidad de estudiar el sistema nervioso con técnicas directas en
sujetos sanos y estar limitados a la obtención de material en enfermos
sometidos a una operación quirúrgica cerebral. Sin embargo, la
“neurociencia” parece estar presente en todos lados y en todos los
saberes. Posiblemente el interés del gran público por esta rama de la
investigación científica haya dado un impulso mayor a las
interpretaciones apresuradas de los resultados de las investigaciones.
Es cierto, los temas no son menores. Una de las grandes preguntas que
trata la interpretación de datos es cómo surge la conciencia, y de su
mano llega el viejo tema del determinismo del comportamiento del hombre.
Pues si todo lo que pensamos y sentimos fuese reducible a un proceso
eléctrico, sería entonces tan fácil de emular como de manipular. Se
acabaría, en tal caso, nuestra idea de lo inconmensurable del sujeto
humano. Pero estamos lejos de eso aún: cada neurona se comunica, al
menos, con otras mil neuronas y el total de ellas en el cerebro humano
adulto es de 100 mil millones. El número total de sinapsis es de 100
billones, cien millones de millones. Los más complejos y recientes chips
electrónicos, como el de IBM, que emulan el funcionamiento cerebral,
tienen 256 millones de “sinapsis”, un número muy importante aunque
400.000 veces menor que el de sinapsis en el cerebro.
Estas cifras
gigantescas nos dan una idea de la complejidad del sistema nervioso
humano. De modo que las interpretaciones, tanto a partir de imágenes
como por emulación en inteligencia artificial, aún están lejos de
desentrañar pensamientos, recuerdos y sentimientos. De hecho, hay
teóricos que pusieron ese tipo de pregunta por fuera del lenguaje que
tenemos disponible. Alguno la llamó “una pregunta difícil” por no
llamarla irresoluble. Acaso su dificultad sea proporcional a la
importancia que tendemos a darle. De modo que hay prisa en más de un
sentido, y unas pocas verdades.
*Basilio Kotsias es Doctor en Medicina (UBA), investigador del Conicet y presidente de la Fundación Revista Medicina.
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