20.2.15

Aproximaciones a la poesía de la mente

Neurociencias. Un nuevo boom editorial ha llegado. Viene de la mano de científicos que toman distancia del clásico género de autoayuda para explicarle al lector común –de forma amena pero rigurosa– cómo pensamos, sentimos y recordamos
Neurociencias. Es un nicho nuevo con autores científicos. La gente sigue queriendo guías para la felicidad y el éxito.

La resonancia magnética funcional. Estudia qué áreas del cerebro se activan al tomar una decisión.

Manes. El neurólogo es autor del bestseller  Usar el cerebro.Tuvo entre sus pacientes a la presidenta CFK. /revista Ñ

En la Argentina de 2014, cuatro libros estuvieron entre los diez más leídos en la categoría “no ficción”: son Agil-Mente y En cambio , doblete del biólogo molecular Estanislao Bachrach, Usar el cerebro , del neurólogo, neuropsiquiatra e investigador Facundo Manes, director en esa área de la Fundación Favaloro, y Las neuronas de Dios , del neurocientífico, editor, divulgador, productor televisivo y cuentista Diego Golombek. Por los quilates científicos de los autores, parecen buenas noticias para el lector criollo con hambre de complejidad.
La complejidad viene en picada en el mundo libresco. ¿De dónde sale este renacimiento? ¿Va a durar? Sí. La explosión de títulos y autores de “neuromarketing” en 2015 marca más una avalancha que una tendencia. ¿Pero cómo se articula esto con la historia editorial reciente?
Desde los 80, conforme el país perdía calidad educativa, su industria editorial y sus miles de librerías “de dueño”, la literatura y la ciencia se batieron en retirada anaquel por anaquel. Desaparecieron el de poesía, el de divulgación y el de cuento. El de novela resiste como Stalingrado en 1941, pero infiltrada por vampiros, zombis y delicada pornografía rosa.
Lo dicho, complejidad a la baja.
Crecen los anaqueles de literatura infantil, pero lo que arrasó dos décadas en vidriera es la autoayuda, bastante más infantil y hasta hace poco, firmemente anticientífica. Lejos quedó la calidad novelística y antropológica del padre de ese boom, Carlos Castañeda con Las enseñanzas de don Juan en 1968. Siguió una sobreproducción infumable de hamburguesas esotéricas para la felicidad individual y el éxito social.
Tal vez la devaluación de la banalidad superó algún umbral y las editoriales razonaron: “Vamos a perder público ABC1”. Es sólo una hipótesis. Lo cierto es que la industria del libro salió a “cerebrar” 2014 en todo el mundo, y la Argentina –fuerte tradicionalmente en biociencias y medicina– tiene expertos capaces de sustituir importaciones. “El personaje es el cerebro”, como tituló en tapa la periodista científica Andrea Gentil en Noticias , y si se refería a 2014, esto recién empieza.
Hubo un segundo detonador de la avalancha neurocientífica: la ignorancia pública respecto de los 30 últimos años de avances en esta disciplina es colosal. Desde 1986, con el debut de mercado del primer inhibidor de recaptación de la serotonina, la gente consume fluoxetina y otras moléculas emparentadas para sacarse depresiones severas, mitigar trastornos obsesivo-compulsivos, ataques de pánico, estrés postraumático, bulimia y siguen las firmas. Pero, en general, el lector tipo, incluso el abonado a tales pastillas, carece de nociones de qué y para qué sirve tener serotonina.
Este neurotransmisor no asegura la alegría y su exceso trae problemas. Pero su déficit intersináptico (entre una neurona y la que sigue) contribuye a la depresión endógena y persistente, con sus devastadoras consecuencias familiares y sociales de aislamiento y fracaso. Y es que esta molécula activa vías neurales dedicadas al escrutinio minucioso de los mundos externo y propio por parte del cerebro, y a la evaluación y control de ambos.
“No cabe un gurú más. Un científico allí”, dictaminó algún marketinero, y la industria dijo “ha lugar”. De modo que 2014 no giró 180 grados. Ahora imprime autoayuda “reloaded” con ciencia. Es un nicho nuevo y con autores científicos. Todavía no ha sido lobotomizado, pero tiene la vaca tan atada, en cuanto a público, que indefectiblemente lo será. La gente sigue queriendo guías para la felicidad y el éxito.
Me limito a dos autores exitosos enteramente ajenos a la autoayuda: el nac & pop Diego Golombek y el muy británico Oliver Sacks. Tienen mucha historia propia previa al reciente neurobrote editorial. Ambos se desmarcan a lo Messi de místicos que te hacen más angélico y sutil, pero también de los neurogimnásticos que te sacan propiamente hecho un “winner”. Comparten su asombro acerca de cómo un kilo y medio de agua, grasas, proteínas y cableado gelatinoso, el cerebro humano, produce eso que uno es o habita, y llama “su mente”. Admito que en el fondo los prefiero porque escriben sensacionalmente bien: son científicos-artistas, humanistas de lo que quizás el tiempo llame “un segundo renacimiento”. Son autores de gran habilidad literaria para desplegar la dramática poesía de la mente, ya sea vista desde la ciencia pura y dura (Golombek) o desde una práctica clínica mítica, consagrada por Hollywood (Sacks, con Despertares ).
No se compran como salvavidas. A estos dos se los lee por placer. Punto.

 

 Una reedición de antiguas preguntas


Si Hannah Arendt está en lo cierto y el rasgo más importante de la ciencia de nuestra época es el de no ser formulable en los términos del habla común (pero al mismo tiempo formar parte de nuestra vida más íntima, vía computadora y pastillas), entonces la expansión de la divulgación científica no debería sorprendernos. No porque se complejicen las respuestas se acabarán las preguntas simples. A principios del siglo XX, uno de los más importantes temas de divulgación fue la teoría de la relatividad y la nueva imagen del mundo aportada por la física. Nosotros, que ya hemos entendido y malentendido la relatividad, estamos ahora ávidos de conocer, en un giro hacia nuestro interior, los misterios del cerebro. Es “nuestro” tema, a pesar de que no hay un Einstein de la actividad cerebral, sino una cadena de progresos técnicos y avances en estudios científicos que permiten deducir varios principios de esa supuesta “caja negra” que llevamos en nuestras cabezas.
En el plano internacional, uno de sus pioneros fue el neurólogo Oliver Sacks y los retratos de sus curiosos casos clínicos. Luego, el género fue cambiando: pasó de curiosidad a explicación, y de explicación a interpretación. Su más exquisito exponente es el neurobiólogo francés Jean-Didier Vincent, quien además del Viaje al centro del cerebro (Anagrama), ya en los años ochenta había publicado una Biología de las pasiones . El título remite al tratado Las pasiones del alma de Descartes, quien más allá de ser el blanco de los ataques monistas de la filosofía de la mente hoy en día, debido a su famoso dualismo de sustancia pensante y sustancia extensa, fue en el siglo XVII un serio investigador de la conexión entre el sistema nervioso y las emociones o pasiones humanas. Claro que no fue el primero: la antigua teoría de los humores corporales estuvo desde un principio en relación con los estados de ánimo. Recordemos la bilis negra de la melancolía.
De modo que esta gran novedad de la divulgación neurocientífica es en verdad una reedición de antiguas preguntas asociadas a nuevas o no tan nuevas teorías. Lo que sí hay hoy disponible es una gran cantidad de datos. La divulgación de los conocimientos sobre el cerebro en Argentina tuvo un primer exponente en el biólogo Diego Golombek y su Cavernas y palacios (Siglo XXI), con explicaciones básicas del comportamiento neuronal y resúmenes de otros autores sobre procesos aún no del todo descifrados por la ciencia: la memoria, las decisiones llamadas morales, hasta la felicidad. Su soporte es el humor, un mecanismo que volvió a explotar (con razón, por el carácter delirante del tema) en su último libro, dedicado a unas supuestas “neuronas de Dios”. La otra vertiente principal de estas publicaciones es, en estas latitudes, la divulgación con tintes de autoayuda. En ella convergen, aunque con distintos carices, tanto el primer libro de Estanislao Bachrach como el best-séller de Facundo Manes y Mateo Niro, Usar el cerebro (Planeta). Entre las traducciones recientes, El cerebro lector (Siglo XXI) de Stanislas Dehaene se aparta del régimen de la divulgación: es una seria exposición de los aportes de la neurociencia al desciframiento del proceso cognitivo implicado en la lectura.
Pero el trabajo editorial de más larga data en estos temas es el de Katz Editores, que al menos desde mediados de los años 2000 viene publicando a autores como Daniel Dennett, Marco Iacoboni y Robert Trivers, así como al ganador del Premio Nobel y neurofisiólogo Eric Kandel. Muchos de estos autores están ligados a las ciencias cognitivas y a la filosofía de la mente, esa corriente de pensamiento anglosajón heredera de gran parte de los supuestos de la filosofía analítica que busca conjugar alguna pregunta fundamental (¿cómo se genera la conciencia?, ¿por qué somos morales?) con las últimas declaraciones, más o menos comprobables, de las ciencias dedicadas al cerebro. Algo no muy distinto era el ideal de Descartes, sólo que su ciencia, en aquella época, dictaba otros principios.

La suma de todas las ciencias 

El estudio interdisciplinario de la mente humana permitió el mayor avance en décadas.
Desde tiempos remotos, uno de los grandes interrogantes que ha intrigado a la humanidad fue el lugar donde residen el alma, las ideas, los sentimientos y las decisiones. Con los avances de la ciencia y la tecnología, se fueron generando herramientas que invitaron a recorrer este camino con mayor precisión y rigurosidad. Esto, sumado al creciente número de científicos que estudian el cerebro humano, permitió conocer más sobre este órgano complejo y fascinante en las últimas décadas que en toda la historia. Esta realidad promovió, además, la expansión de las áreas científicas que lo estudian de manera interdisciplinaria y el apoyo de Estados nacionales e instituciones a estos proyectos.
Las neurociencias cognitivas conforman un conjunto de disciplinas que investigan los procesos cerebrales de manera integrada desde el nivel molecular hasta el ambiente social y cultural. En los últimos años, la psicología, la filosofía, la biología, la física, la matemática, las ciencias sociales y la medicina, entre muchas otras, han comenzado a colaborar en el estudio del cerebro dentro del marco de esta disciplina.
A pesar de la complejidad de la tarea, este abordaje multidisciplinario y no reduccionista ha permitido arribar a conocimientos claves sobre el funcionamiento del cerebro tales como la capacidad de percibir las intenciones y cómo tomamos decisiones; aspectos de la conciencia, los deseos y las creencias de otros; áreas críticas del lenguaje, mecanismos de la emoción y circuitos neurales involucrados en ver e interpretar el mundo que nos rodea. También, en comprender que el cerebro alcanza su madurez entre la segunda y tercera década de vida y en el conocimiento del correlato neural de las decisiones morales. Asimismo, que no hay una memoria sino varias, y que la memoria no es una “cajita cerebral” donde guardamos los recuerdos, sino circuitos neuronales que se refuerzan y se asocian.
Otros de los descubrimientos más notables han sido la determinación de los circuitos de recompensa, de áreas claves de la corteza cerebral para el movimiento, y que el sueño es un proceso activo con un rol en la consolidación de la memoria, en el sistema inmunológico y en los procesos endócrinos.
Los avances en este campo científico también han permitido mejorar la calidad de vida de muchos pacientes y familiares con trastornos neurólogicos y psiquiátricos. El Alzheimer, la depresión, el autismo y los trastornos del desarrollo y de ansiedad, el Parkinson, la epilepsia, la esquizofrenia y las lesiones cerebrales traumáticas o por accidente cerebro vascular (ACV) representan un tremendo impacto para los pacientes, las familias y la sociedad. Una comprensión cada vez más profunda del cerebro y su disfunción mejora la detección precoz, el diagnóstico, tratamiento y la rehabilitación de los problemas neurológicos y psiquiátricos y le mejoran la vida a millones de personas.
Durante mucho tiempo, la neurología, la psicología y la psiquiatría han estado separadas por una frontera artificial. Los avances científicos y especialmente de las neurociencias han demostrado que esta separación es arbitraria y contraproducente. Estas disciplinas se están acercando en las herramientas que usan, en las preguntas que se hacen y en los marcos teóricos que utilizan.
Muchas de las llamadas “nuevas” ideas sobre la naturaleza humana que se encuentran actualmente en discusión no son realmente nuevas. Lo que, en tal caso, es nuevo y significativo es su procedencia intelectual. Aristóteles entendía que somos criaturas de hábito, mientras que Hume sugirió hace mucho tiempo que la razón es influenciada por la emoción. Tales ideas son atractivas cuando son pronunciadas por los filósofos, pero tienen mucho mayor orden epistémico y fuerza retórica cuando están acompañadas por los hallazgos de las ciencias sociales y del comportamiento, y más aún de la “evidencia” de las ciencias naturales. Sigmund Freud, que era neurólogo, planteaba la existencia de esquemas neuronales en cierta manera parecidos a los que los aportes de las nuevas tecnologías permitieron probar. Otras teorías de Freud, en relación a aspectos de la memoria, también han hallado cierto fundamento fisiológico a partir de los estudios neurocientíficos. Del mismo modo se dio con la idea del inconsciente. Este dominio se describe de manera más general en el ámbito de la neurociencia cognitiva como todo proceso que no da lugar a la toma de conciencia.
Las neurociencias buscan aportar y no sustituir a otros puntos de vista sobre el mundo. Decir que la ciencia de la naturaleza humana es relevante no significa que va a resolver todos nuestros problemas o que reemplazará irremediablemente otros instrumentos de reflexión y pensamiento.

 Pocas verdades reveladas 

Avances. A pesar de los progresos científicos, aún falta para “ver” el pensamiento y las emociones.
Las funciones de nuestra mente están ligadas al funcionamiento del cerebro. De hecho, la ciencia asegura que la mente es producto de la actividad cerebral, y aunque aún no esté dicha la última palabra, el vínculo es innegable. Esta es una forma prudente y posible de dar una primera respuesta a una muy antigua pregunta, unida a nuestra propia historia de seres humanos. Nosotros que pensamos, sentimos y recordamos, ¿qué somos?
Desde hace más de cien años, esta pregunta que nos acompaña al menos desde el imperativo socrático del “conócete a ti mismo”, ha adquirido una indudable dimensión corporal. Las primeras evidencias, como tantas veces, nos llegaron por la negativa, de la mano de las fallas: un hombre al que por un accidente de trabajo una barra de hierro le atravesó el lóbulo frontal del cerebro cambió de personalidad; una mujer que después de una intoxicación por monóxido de carbono dejó de reconocer formas de objetos y su lugar en el espacio.
Estas fallas que evidencian una relación entre el cerebro y aquello que se ha ligado tradicionalmente a lo “inmaterial”, el pensamiento y las emociones, no alcanzan hasta ahora para mostrar cuál es el complejo funcionamiento de nuestro sistema nervioso y su centro de operaciones, el cerebro. La medicina, con la biología y los avances técnicos en la medición de la actividad cerebral, dio pasos fundamentales para entender la neurona, sus componentes celulares y moleculares y el efecto de drogas. Sin embargo, sigue teniendo grandes deudas con los que padecen enfermedades mentales. Los grandes avances que tuvieron lugar en el último siglo, de la mano de la neurofisiología, el instrumental médico y la biología molecular, no siempre se vieron traducidos en un tratamiento efectivo, sin efectos adversos importantes, de las enfermedades mentales. La psicología clásica dirá: prueba de que estos sufrimientos no se reducen a un fenómeno físico. Pero la medicina no puede conformarse con el axioma de que la palabra cura, a pesar de sus propios límites.
Aunque las investigaciones en neurociencia sobre las funciones cognitivas obtuvieron resultados relevantes ya en el siglo XIX, fue a partir de los años 80 del siglo pasado, con la introducción de nuevas técnicas de registro de la actividad cerebral, que terminó por consolidarse el camino neurocientífico. Se había comenzado con los estudios anatómicos y la teoría de la neurona como elemento básico funcional del sistema nervioso y su conexión con otras neuronas por la sinapsis. Le siguieron el reconocimiento de la importancia de las células de la neuroglia, no sólo por su propiedad de generar tumores o participar en otras enfermedades sino por varias capacidades funcionales que poseen. Se perfeccionó la medición de la actividad eléctrica en una sola célula o en un conjunto de ellas con la aparición de equipos electrónicos de muy alta sensibilidad. Uno de los grandes aportes fue la resonancia magnética, a pesar de las dificultades para deducir verdaderas conclusiones sobre el funcionamiento del cerebro a partir de sus datos. De ese material tan lábil se han moldeado muchas de las extrapolaciones que hoy dominan la literatura de divulgación sobre el cerebro; algunos hasta se atreven a hablar de una “foto del pensamiento”.
¿Dónde está la mayor dificultad en la lectura de esos valiosos estudios? El funcionamiento del sistema nervioso involucra varios tipos de energía con células que se comportan como transductores, elementos capaces de transformar un tipo de energía en otro. Un caso más que cotidiano: un estímulo físico como el de la presión o el dolor, un estímulo químico como un aroma, son cambiados a una actividad eléctrica, el lenguaje universal del funcionamiento del sistema nervioso por medio de las sinapsis. A su vez, esta actividad eléctrica es cambiada a una energía química por el neurotransmisor y luego vuelta a una actividad eléctrica, que se transforma en una sensación de dolor, un olor, un sonido… pero también un recuerdo. Basta pensar en una muy famosa escena de la literatura: la magdalena en la novela de Proust. Este último paso, en que una actividad nerviosa que podemos registrar como corriente eléctrica es transformada en una nueva energía es el mecanismo más misterioso, el que menos conocemos, la pregunta más compleja que todavía no podemos responder. El ejemplo de la fragancia remanente en una vieja carta que nos recuerda una situación, una imagen que creíamos olvidada para siempre, el aroma de una magdalena, como en Proust, que trae un escenario de la niñez: todo esto resulta a la vez familiar y fabuloso. Su explicación actual, basada en la activación de circuitos neuronales que han sido puestos en acción al leer por primera vez la carta de la antigua amada es fácil de entender, comprobable en los experimentos, pero no nos explica por qué “vemos” el rostro de una persona al experimentar ese aroma o leer esas líneas. Sólo disponemos de un mapa muy general del cerebro, como si observáramos desde el espacio las luces nocturnas de las ciudades del mundo, reconociéramos actividad mayor en ciertas zonas, pero sin conocer la vida de cada uno de sus habitantes.
Esos primeros desarrollos científicos fueron al encuentro, en el mundo anglosajón, de lo que se dio en llamar las ciencias cognitivas: una vertiente interdisciplinaria que conjugó psicología de origen conductista, inteligencia artificial, lingüística, antropología cultural y las futuras “neurociencias”. Una de sus vertientes es hoy la filosofía de la mente, una rama de la filosofía analítica que suele interesarse poco por la historia del pensamiento occidental y que basa su tradición, por la negativa, en su rechazo del viejo dualismo de Descartes. Erigida sobre un materialismo monista, se encarga de condenar la antigua división cartesiana de lo existente entre una sustancia pensante y una sustancia material. Este cognitivismo defiende a capa y espada que no hay más que cuerpos, y a pesar de esta apariencia de concreción, numerosos autores se embarcaron en los últimos veinte años en apresurar hipótesis sobre todo lo posible: la religión (¿habrá un área del cerebro que nos hace religiosos?), los sentimientos y sensaciones (¿hay una fragancia de la felicidad?), el comportamiento moral (¿es cierto que la disminución de la serotonina nos hará menos propensos a aceptar ofertas deshonestas?). Pero los datos de los estudios sobre los que están basadas muchas de estas hipótesis no siempre pueden ser leídos unívocamente. Son mediciones indirectas y allí intervienen factores como la latencia de respuesta de los equipos y la discriminación temporal, ambas en el orden de segundos. Sin cautela en su lectura, pasaremos a ser no más que una versión sofisticada y onerosa de la frenología del siglo XIX, que marcaba en el cerebro y en los rasgos externos las características mentales de una persona y su grado de “criminalidad”.
Dentro de los últimos avances, la resonancia magnética funcional (RMf) es hoy uno de los métodos más utilizados para estos estudios. Está basada en la medición de la actividad cerebral a partir del consumo de oxígeno y las propiedades magnéticas de una sustancia que lo transporta. Estas mediciones son transformadas en imágenes con diferentes colores, de acuerdo a la intensidad del cambio ocurrido. Así sabemos qué está más o menos activo en el cerebro al momento de hacer una actividad: resolver un problema matemático, recitar un poema o elegir entre dos marcas de gaseosa.
A las dificultades en la lectura de datos se añade, por supuesto, la imposibilidad de estudiar el sistema nervioso con técnicas directas en sujetos sanos y estar limitados a la obtención de material en enfermos sometidos a una operación quirúrgica cerebral. Sin embargo, la “neurociencia” parece estar presente en todos lados y en todos los saberes. Posiblemente el interés del gran público por esta rama de la investigación científica haya dado un impulso mayor a las interpretaciones apresuradas de los resultados de las investigaciones. Es cierto, los temas no son menores. Una de las grandes preguntas que trata la interpretación de datos es cómo surge la conciencia, y de su mano llega el viejo tema del determinismo del comportamiento del hombre. Pues si todo lo que pensamos y sentimos fuese reducible a un proceso eléctrico, sería entonces tan fácil de emular como de manipular. Se acabaría, en tal caso, nuestra idea de lo inconmensurable del sujeto humano. Pero estamos lejos de eso aún: cada neurona se comunica, al menos, con otras mil neuronas y el total de ellas en el cerebro humano adulto es de 100 mil millones. El número total de sinapsis es de 100 billones, cien millones de millones. Los más complejos y recientes chips electrónicos, como el de IBM, que emulan el funcionamiento cerebral, tienen 256 millones de “sinapsis”, un número muy importante aunque 400.000 veces menor que el de sinapsis en el cerebro.
Estas cifras gigantescas nos dan una idea de la complejidad del sistema nervioso humano. De modo que las interpretaciones, tanto a partir de imágenes como por emulación en inteligencia artificial, aún están lejos de desentrañar pensamientos, recuerdos y sentimientos. De hecho, hay teóricos que pusieron ese tipo de pregunta por fuera del lenguaje que tenemos disponible. Alguno la llamó “una pregunta difícil” por no llamarla irresoluble. Acaso su dificultad sea proporcional a la importancia que tendemos a darle. De modo que hay prisa en más de un sentido, y unas pocas verdades.

*Basilio Kotsias es Doctor en Medicina (UBA), investigador del Conicet y presidente de la Fundación Revista Medicina.

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