Queremos tanto a Julio
¿Cómo se encuentra un lector con la obra de Cortázar y qué le sugiere? Este es el testimonio de uno de ellos, quien desde muy pequeño tuvo una comunicación directa y sensible con el escritor a través de sus palabras
Julio Cortázar, jugador avezado con el lenguaje en la imaginación./elespectador.com |
Recuerdo muy bien el año de mi primer encuentro con Julio Cortázar.
Acabábamos de entrar en la década de los ochenta. Entonces tenía seis
años y era ya un lector voraz; un lector de lomos, claro, un niño cuya
fascinación mayor residía en el hecho de entrar a la biblioteca de la
casa para palpar los lomos de los libros e intentar leer el título y el
nombre del autor en forma correcta. Hacía por lo menos un año papá me
había enseñado a leer. Él es educador, así que no tenía por qué esperar a
que en la escuela me enseñaran algo que él mismo podía hacer.
Sospechaba que de haber aprendido en la escuela a lo mejor un profesor
inexperto hubiese arruinado en mí procesos pedagógicos fundamentales.
Era
1980, decía; en realidad no lo dije, solo mencioné que acabábamos de
entrar en la década de los ochenta. Mientras el escritor argentino, de
quien yo aún no había tenido el privilegio de leer ninguno de sus lomos,
seducía a unos estudiantes en Berkeley con sus clases magistrales sobre
literatura, yo seducía a mis profesores con evidencias de precocidad
exageradas. Tal vez sea más atinado decir que eran falsas evidencias,
pero gracias a esto en mi colegio me tomaban como un niño que leía a los
clásicos; de literatura rusa, sobre todo, que eran los que me quedaban
al alcance de la mano sin tener que poner el butaquito del que tantas
veces me caí. La guerra y la paz, decía mi profesor, entonces yo decía
León Tolstói; El jugador, continuaba entusiasmado mientras vigilaba la
reacción de un par de profesores que había llamado para que presenciaran
esa suerte de rareza de seis años, a lo que yo contestaba con
solemnidad Fiódor Dostoyevski; La perla, John Steinbeck; Siddhartha,
Herman Hesse; La divina comedia, Honore de Balzac. Así hasta que el
profesor consideraba culminado el ejercicio, mirando complacido a sus
colegas mientras ponía una mano sobre mi cabeza.
Nunca le conté
esto a papá. De alguna manera algo en mi lógica de niño me permitía
inferir que lo que hacía estaba mal; quiero decir que, de alguna manera,
me sentía un impostor. Pero lo disfrutaba como mi mayor orgullo.
Entonces me aplicaba en las tardes a repasar más lomos. Movía mi
butaquito para recorrer la biblioteca en toda su extensión, con genuina
disposición para lo táctil; sin embargo, había una hilera de libros que
siempre escapaba de mis posibilidades. Eran libros pequeños que estaban
en lo más alto. Parecían todos de una misma colección. Por más que
aguzaba mi mirada no conseguía leer los lomos. Mucho menos palparlos.
Llegar hasta ellos solo podía conseguirlo si trepaba por el escaparate;
pero claro, solo tenía seis años y como el carácter se insinúa desde muy
temprano, era ya un hombre temeroso. Al otro día en el colegio, luego
de la formación de rigor en el patio para escuchar a nuestro director,
el maestro Juvenal Martínez, mi profesor me sometía a sus ya
acostumbradas pruebas literarias de las que solía salir airoso. Pero una
mañana de esas todo se vendría abajo; no mi precoz conocimiento de
autores y obras, aunque sí el envanecimiento de un niño que creía
conocer la vastedad de la literatura universal. Rayuela, dijo el
profesor, a lo que yo no supe qué decir; entonces alcé los hombros con
cierta displicencia. Es argentino, escribe cuentos, sobre todo,
continuó, en espera de mi respuesta. El coronel no tiene quien le
escriba, dijo mientras ladeaba un poco la cabeza y enarcaba las cejas
con picardía desmesurada. Sentí cómo mi cara comenzaba a calentarse. La
ciudad y los perros, intentó, con una suerte de escepticismo que
albergaba sin embargo una remota esperanza. Me quedé mirándolo, con unos
ojos impotentes que suplicaban un poco de indulgencia. Para el
profesor, de alguna manera, fue también como si todos los libros de la
biblioteca de papá se le hubiesen desplomado encima. Ahí había terminado
todo, delante nada más que del mismo Juvenal Martínez. El profesor
ensayó un gesto tolerante pero era evidente que algo en él aún se
aferraba al desencanto. Ese, el primer golpe bajo que me daba la vida,
fue mi primer encuentro con él.
Cortázar, se llama Julio Cortázar,
dijo papá, cuando le pregunté quién había escrito Rayuela. Entonces le
pregunté por qué no habíamos comprado ese libro; lo tenemos, claro que
lo tenemos, contestó. Me llevó a la biblioteca y me mostró la hilera de
libros que mi temor a una caída estrepitosa me había impedido alcanzar.
Todo lo que está allá arriba, dijo, son escritores nuestros; el resto,
continuó, son de otras partes que quedan muy lejos, además ya están
muertos. Los de arriba están vivos. La explicación de papá me quedó
latiendo en la cabeza durante todo el día. Entonces era muy niño para
comprender cuestiones tan trascendentales; sin embargo, traté de
descifrar a qué se refería con escritores nuestros y me hice un ocho la
cabeza tratando de entender por qué nuestra biblioteca rebosaba
atiborrada con libros de escritores muertos.
Muchos años después,
cuando una mañana escuché, gracias a Youtube, la introducción que hizo
Cortázar para el disco Cortázar lee a Cortázar, cansado ya de leerlo con
mucha devoción, vine a comprender mejor lo que tanta incertidumbre me
causó ese día. En ella decía que es mucho más interesante escuchar a un
escritor cuando lo entrevistan en la radio, en la medida en que las
pausas, las equivocaciones, su respiración e incluso las inflexiones de
la voz, son matices mucho más vivos, una presencia mucho más
convincente. Lo decía con ese garbo con que sazonaba su grave
entonación, un poco escéptico del ejercicio al que lo sometían.
Entonces, antes de disponerse a leer el cuento “Continuidad de los
parques”, aclara que usted, es decir nosotros, es decir yo en la soledad
de esa habitación en la que me confinaba a escribir mi primer libro de
cuentos, no existimos para él aunque en verdad sí que existimos, porque
“usted y yo somos ese encuentro de tiempos y espacios distintos, una
anulación de esos tiempos y esos espacios, y eso es siempre la palabra y
la poesía”. Era el año 1966, de tal manera que aquella justa aclaración
sobre la no existencia adquiría en mí, que vendría a nacer ocho años
después, la dimensión de un vaticinio; no sabía entonces Cortázar que yo
lo escucharía esa mañana futura preso de la ansiedad que me producía la
literatura desde la perspectiva de crear mi propia obra. No sabía,
tampoco, que unos años después sin tener conciencia de ello, su
inexistencia en la parte asequible de la biblioteca me condenaría a un
incidente bochornoso frente a Juvenal Martínez. Todo esto me llevó a la
idea de que por esa anulación de espacios y tiempos habían convivido con
nosotros en la biblioteca de papá escritores vivos y muertos;
escritores nuestros y escritores que me eran ajenos, aunque ocuparan un
espacio en nuestra pila de libros.
Fue así como Cortázar arruinó
mi afición a leer los lomos de los libros. De alguna manera la vergüenza
me mostró sus colmillos y me intimidó. Pero empecé a leer de verdad, lo
cual fue mucho mejor; no a Balzac ni a Tolstói ni a Dostoyevski ni
muchos menos a Cortázar, empecé por las fábulas del Tío Estiopa, algunos
libros de Petete y los cuentos de los Hermanos Grimm. Fueron esos
libros los que, en definitiva, vinieron a mostrarme lo embrujante que
pueden llegar a ser las letras; tal vez en aquellos días comenzó a
gestarse en mí esa ambición desmedida por concebir personajes, crearles
un mundo hostil y echarlos a andar sin la más mínima contemplación.
Entonces empecé a perfilarme, esta vez sí con lealtad a los hechos, como
un lector voraz. Unos años después, casi sin darme cuenta, volví de
nuevo a la biblioteca de papá; no a Cortázar, pues el incidente me había
dejado con un tipo de recelo del que solo soy consciente ahora, pero
recuerdo que comencé por Siddhartha, de Hesse, y luego seguí con La
perla, de Steinbeck. De ahí vino una racha de escritores rusos que
formaban parte de una misma colección y luego llegué a los colombianos
Álvaro Cepeda Samudio, Gabriel García Márquez, Héctor Rojas Herazo, José
Félix Fuenmayor y Manuel Mejía Vallejo. Esta incursión en lo que papá
había llamado “escritores nuestros” operó como una suerte de mecanismo
que me daba acceso a algo mucho más vasto y fascinante: lo
latinoamericano.
En ese mundo supo emerger, con una contundencia
pasmosa, la figura de Cortázar. Él, el mismo con quien años atrás había
tenido mi primer tropiezo, venía ahora a señalarme con su afilado dedo
índice el camino de la narrativa breve. Asistí entonces a mi segundo
encuentro con él, que más que encuentro fue una comunión, una especie de
complicidad que se extendió por varios años. Entonces me leí Bestiario,
Las armas secretas y Final del juego, que junto con Rayuela era todo lo
que había en casa. Después, apoyado en la biblioteca del colegio,
llegué a muchos más libros de cuentos. Estas lecturas comenzaron,
también, a revelarme el por qué papá había dicho “autores nuestros”
cuando señaló la colección de latinoamericanos que parecía esconderse en
lo alto de la biblioteca. Tal vez en las “Cartas de mamá”, o en esa
“Casa tomada”, o incluso en aquel tipo que vomitaba conejitos, pude
encontrar temores que me resultaban más genuinos; desasosiegos que
hermanaban muy bien con una identidad que, aunque apenas se insinuaba en
mí, la percibía acogedora y envolvente. Aquellos artificios fantásticos
tenían mucho que ver con la verdad y con la vida, como lo diría cuatro
años antes de morir a sus estudiantes en Berkeley al referirles que él
“aceptaba una realidad más grande, más elástica, más expandida, donde
entraba todo”. Pero además estaba toda esa humanidad concentrada en
personajes como Johnny Carter, aquel músico de jazz, aplastado por eso
tan pesado que es la vida; o las tribulaciones de Horacio Oliveira, que
se resiste a ser indiferente ante aquel espectáculo que ha creado el
hombre, que anhela nadar en el río y ver como ven los ojos de La Maga.
Alentado
por este descubrimiento, comencé a escribir en una libretica mis
primeros cuentos. Pálidos ejercicios a los que asistía como si se
tratara del más sagrado ritual. Debo decir que para ese momento Cortázar
había muerto, lo que representó para mí una noticia un poco brusca y
azarosa; una que llevaba implícito el imperativo al que sin embargo no
me acogí de mover sus libros a la parte de los escritores muertos. Un
cambio que para mí, pese a ser uno de sus lectores más devotos, no
representaba nada aunque se tratara de la muerte; ahí seguían sus
libros, en lo más alto de la biblioteca, solo era cuestión de subir en
la butaca y volver a ellos tantas veces como fuera necesario. Cortázar
había muerto de setenta años y no creía entonces que a esa edad fuera
posible seguir escribiendo. Así que no lo lloré.
Durante esos años
descubrí ese apego natural que tenían los autores latinoamericanos por
el cuento. Esa familiaridad cotidiana, como alguna vez dijo Cortázar. Me
sedujo el realismo mágico de García Márquez, que traducía en palabras
la musicalidad del trópico. Sucumbí ante la capacidad de Ribeyro para
destilar letra por letra nuestros más arraigados temores, abarcando en
oraciones certeras esa hondura en la que tantas veces naufraga el ser
humano. Me ahogué en la complejidad de Borges. Entré a ese mundo
abrumador que es la obra de Felisberto Hernández. Pero entre unos y
otros siempre volví a Cortázar, como si me alentara una secreta
esperanza, una certeza sin fisuras que me nutría la idea de que quedaban
todavía puertas sin abrir. Entonces me aplicaba con convicción y
vehemencia sobre sus cuentos como lo hizo él con las calles de París que
tantas veces recorrió; lo imaginaba a él, vacilante y curioso con su
atado de cigarrillos siempre dispuesto, hurgando por todos los rincones
en busca de ese ritmo que definía la ciudad con la obstinación de un
péndulo que no claudicará jamás. A mí, como a él, me convocó el anhelo
de que al fin su obra, como París, me revelara su más profunda imagen.
El
tercer encuentro fue al mismo tiempo un desencuentro; un desapego, un
distanciamiento natural. Llegaron otros autores, nuevas corrientes que
venían del norte y del oriente. Mi propio proceso de maduración
narrativa se aventuró por nuevos rumbos; entonces vino el abrumo, la
desazón que produce la búsqueda infructuosa de una voz, la mísera
congoja de no intuir que atrás de todo hubiera un verdadero artista,
como lo fueron ellos, como lo fue él. No es fácil cuando te acosa la
evidencia de que llegar al lector implica un tránsito sinuoso. Pero
después, casi sin pensarlo, llegaron las primeras publicaciones y un par
de premios que con el mismo ímpetu con que me entusiasmaban me hacían
comprender que este es un camino en el que no hay manera ya de desandar
los pasos. Cortázar seguía ahí, retraído, opaco, difuso y agotado en mí;
pero aún así siempre hubo una presencia palpitante, reminiscencias que
habían adquirido el carácter de una impronta sobre mi forma de entender
que, como alguna vez él mismo lo dijera, la literatura es la vida misma,
es una actividad erótica, una forma de amor.
Ahora que he vuelto
sobre él tropecé con un documento valioso. Un verdadero tesoro. Me
refiero a la transcripción de sus clases de literatura en Berkeley, en
1980, cuatro años antes de morir. Entonces ha sido como si el garbo de
su voz me refiriera, con mucho rigor en los detalles, cómo fue ese
proceso de transformación que lo dejó convertido en uno de los más
grandes escritores de lengua castellana. De tal manera que he entendido
lo que a él le afanaba que entendieran sus alumnos sobre cómo se pasa
del culto de la literatura por la literatura misma, al culto de la
literatura como indagación del destino humano y luego a la literatura
como una de las muchas formas de participar en los procesos históricos
que a cada uno de nosotros nos concierne.
Este hallazgo es mi
último encuentro con Cortázar. Pero sé muy bien que la vida, como lo
fantástico, es traviesa y arbitraria; de tal manera que no me extrañaré
si algún día, en una de estas callecitas bogotanas, mi caminata termine
frente a él en una esquina de Montevideo o de su calle Corrientes.
Entonces le diré, sin el menor asomo de vacilación o balbuceo: Sos
grande, che, decime cómo hacés.
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