La puerta condenada
A Petrone le gustó el hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto. Un conocido del momento se lo recomendó cuando cruzaba el río en el vapor de la carrera, diciéndole que estaba en la zona céntrica de Montevideo. Petrone aceptó una habitación con baño en el segundo piso, que daba directamente a la sala de recepción. Por el tablero de llaves en la portería supo que había poca gente en el hotel; las llaves estaban unidas a unos pesados discos de bronce con el número de habitación, inocente recurso de la gerencia para impedir que los clientes se las echaran al bolsillo.
El ascensor dejaba frente a la recepción, donde había un mostrador con los diarios del día y el tablero telefónico. Le bastaba caminar unos metros para llegar a la habitación. El agua salía hirviendo, y eso compensaba la falta de sol y de aire. En la habitación había una pequeña ventana que daba a la azotea del cine contiguo; a veces una paloma se paseaba por ahí. El cuarto de baño tenía una ventana más grande, que se habría tristemente a un muro y a un lejano pedazo de cielo, casi inútil. Los muebles eran buenos, había cajones y estantes de sobra. Y muchas perchas, cosa rara.
El gerente resultó ser un hombre alto y flaco, completamente calvo. Usaba anteojos con armazón de oro y hablaba con la voz fuerte y sonora de los uruguayos. Le dijo a Petrone que el segundo piso era muy tranquilo, y que en la única habitación contigua a la suya vivía una señora sola, empleada en alguna parte, que volvía al hotel a la caída de la noche. Petrone la encontró al día siguiente en el ascensor. Se dio cuenta de que era ella por el número de la llave que tenía en la palma de la mano, como si ofreciera una enorme moneda de oro. El portero tomó la llave y la de Petrone para colgarlas en el tablero, y se quedó hablando con la mujer sobre unas cartas. Petrone tuvo tiempo de ver que era todavía joven, insignificante, y que se vestía mal como todas las orientales.
El contrato con los fabricantes de mosaicos llevaría más o menos una semana. Por la tarde Petrone acomodó la ropa en el armario, ordenó sus papeles en la mesa, y después de bañarse salió a recorrer el centro mientras se hacía hora de ir al escritorio de los socios. El día se pasó en conversaciones, cortadas por un copetín en Pocitos y una cena en casa del socio principal. Cuando lo dejaron en el hotel era más de la una. Cansado, se acostó y se durmió en seguida. Al despertarse eran casi las nueve, y en esos primeros minutos en que todavía quedan las sobras de la noche y del sueño, pensó que en algún momento lo había fastidiado el llanto de una criatura.
Antes de salir charló con el empleado que atendía la recepción y que hablaba con acento alemán. Mientras se informaba sobre líneas de ómnibus y nombres de calles, miraba distraído la enorme sala en cuyo extremo estaban la puerta de su habitación y la de la señora sola. Entre las dos puertas había un pedestal con una nefasta réplica de la Venus de Milo. Otra puerta, en la pared lateral daba a una salida con los infaltables sillones y revistas. Cuando el empleado y Petrone callaban el silencio del hotel parecía coagularse, caer como cenizas sobre los muebles y las baldosas. El ascensor resultaba casi estrepitoso, y lo mismo el ruido de las hojas de un diario o el raspar de un fósforo.
Las conferencias terminaron al caer la noche y Petrone dio una vuelta por 18 de Julio antes de entrar a cenar en uno de los bodegones de la plaza Independencia. Todo iba bien, y quizá pudiera volverse a Buenos Aires antes de lo que pensaba. Compró un diario argentino, un atado de cigarrillos negros, y caminó despacio hasta el hotel. En el cine de al lado daban dos películas que ya había visto, y en realidad no tenía ganas de ir a ninguna parte. El gerente lo saludó al pasar y le preguntó si necesitaba más ropa de cama. Charlaron un momento, fumando un pitillo, y se despidieron.
Antes de acostarse Petrone puso en orden los papeles que había usado durante el día, y leyó el diario sin mucho interés. El silencio del hotel era casi excesivo, y el ruido de uno que otro tranvía que bajaba por la calle Soriano no hacía más que pausarlo, fortalecerlo para un nuevo intervalo. Sin inquietud pero con alguna impaciencia, tiró el diario al canasto y se desvistió mientras se miraba distraído en el espejo del armario. Era un armario ya viejo, y lo habían adosado a una puerta que daba a la habitación contigua. A Petrone lo sorprendió descubrir la puerta que se le había escapado en su primera inspección del cuarto. Al principio había supuesto que el edificio estaba destinado a hotel pero ahora se daba cuenta de que pasaba lo que en tantos hoteles modestos, instalados en antiguas casas de escritorios o de familia. Pensándolo bien, en casi todos los hoteles que había conocido en su vida —y eran muchos— las habitaciones tenían alguna puerta condenada, a veces a la vista pero casi siempre con un ropero, una mesa o un perchero delante, que como en este caso les daba una cierta ambigüedad, un avergonzado deseo de disimular su existencia como una mujer que cree taparse poniéndose las manos en el vientre o los senos. La puerta estaba ahí, de todos modos, sobresaliendo del nivel del armario. Alguna vez la gente había entrado y salido por ella, golpeándola, entornándola, dándole una vida que todavía estaba presente en su madera tan distinta de las paredes. Petrone imaginó que del otro lado habría también un ropero y que la señora de la habitación pensaría lo mismo de la puerta.
No estaba cansado pero se durmió con gusto. Llevaría tres o cuatro horas cuando lo despertó una sensación de incomodidad, como si algo ya hubiera ocurrido, algo molesto e irritante. Encendió el velador, vio que eran las dos y media, y apagó otra vez. Entonces oyó en la pieza de al lado el llanto de un niño.
En el primer momento no se dio bien cuenta. Su primer movimiento fue de satisfacción; entonces era cierto que la noche antes un chico no lo había dejado descansar. Todo explicado, era más fácil volver a dormirse. Pero después pensó en lo otro y se sentó lentamente en la cama, sin encender la luz, escuchando. No se engañaba, el llanto venía de la pieza de al lado. El sonido se oía a través de la puerta condenada, se localizaba en ese sector de la habitación al que correspondían los pies de la cama. Pero no podía ser que en la pieza de al lado hubiera un niño; el gerente había dicho claramente que la señora vivía sola, que pasaba casi todo el día en su empleo. Por un segundo se le ocurrió a Petrone que tal vez esa noche estuviera cuidando al niño de alguna parienta o amiga. Pensó en la noche anterior. Ahora estaba seguro de que ya había oído el llanto, porque no era un llanto fácil de confundir, más bien una serie irregular de gemidos muy débiles, de hipos quejosos seguidos de un lloriqueo momentáneo, todo ello inconsistente, mínimo, como si el niño estuviera muy enfermo. Debía ser una criatura de pocos meses aunque no llorara con la estridencia y los repentinos cloqueos y ahogos de un recién nacido. Petrone imaginó a un niño — un varón, no sabía por qué— débil y enfermo, de cara consumida y movimientos apagados. Eso se quejaba en la noche, llorando pudoroso, sin llamar demasiado la atención. De no estar allí la puerta condenada, el llanto no hubiera vencido las fuertes espaldas de la pared, nadie hubiera sabido que en la pieza de al lado estaba llorando un niño.
Por la mañana Petrone lo pensó un rato mientras tomaba el desayuno y fumaba un cigarrillo. Dormir mal no le convenía para su trabajo del día. Dos veces se había despertado en plena noche, y las dos veces a causa del llanto. La segunda vez fue peor, porque a más del llanto se oía la voz de la mujer que trataba de calmar al niño. La voz era muy baja pero tenía un tono ansioso que le daba una calidad teatral, un susurro que atravesaba la puerta con tanta fuerza como si hablara a gritos. El niño cedía por momentos al arrullo, a las instancias; después volvía a empezar con un leve quejido entrecortado, una inconsolable congoja. Y de nuevo la mujer murmuraba palabras incomprensibles, el encantamiento de la madre para acallar al hijo atormentado por su cuerpo o su alma, por estar vivo o amenazado de muerte.
«Todo es muy bonito, pero el gerente me macaneó» pensaba Petrone al salir de su cuarto. Lo fastidiaba la mentira y no lo disimuló. El gerente se quedó mirándolo.
—¿Un chico? Usted se habrá confundido. No hay chicos pequeños en este piso. Al lado de su pieza vive una señora sola, creo que ya se lo dije.
Petrone vaciló antes de hablar. O el otro mentía estúpidamente, o la acústica del hotel le jugaba una mala pasada. El gerente lo estaba mirando un poco de soslayo, como si a su vez lo irritara la protesta. «A lo mejor me cree tímido y que ando buscando un pretexto para mandarme mudar», pensó. Era difícil, vagamente absurdo insistir frente a una negativa tan rotunda. Se encogió de hombros y pidió el diario.
—Habré soñado —dijo, molesto por tener que decir eso, o cualquier otra cosa.
El cabaret era de un aburrimiento mortal y sus dos anfitriones no parecían demasiado entusiastas, de modo que a Petrone le resultó fácil alegar el cansancio del día y hacerse llevar al hotel. Quedaron en firmar los contratos al otro día por la tarde; el negocio estaba prácticamente terminado.
El silencio en la recepción del hotel era tan grande que Petrone se descubrió a sí mismo andando en puntillas. Le habían dejado un diario de la tarde al lado de la cama; había también una carta de Buenos Aires. Reconoció la letra de su mujer.
Antes de acostarse estuvo mirando el armario y la parte sobresaliente de la puerta. Tal vez si pusiera sus dos valijas sobre el armario, bloqueando la puerta, los ruidos de la pieza de al lado disminuirían. Como siempre a esa hora, no se oía nada. El hotel dormía las cosas y las gentes dormían. Pero a Petrone, ya malhumorado, se le ocurrió que era al revés y que todo estaba despierto, anhelosamente despierto en el centro del silencio. Su ansiedad inconfesada debía estarse comunicando a la casa, a las gentes de la casa, prestándoles una calidad de acecho, de vigilancia agazapada. Montones de pavadas.
Casi no lo tomó en serio cuando el llanto del niño lo trajo de vuelta a las tres de la mañana. Sentándose en la cama se preguntó si lo mejor sería llamar al sereno para tener un testigo de que en esa pieza no se podía dormir. El niño lloraba tan débilmente que por momentos no se lo escuchaba, aunque Petrone sentía que el llanto estaba ahí, continuo, y que no tardaría en crecer otra vez. Pasaban diez o veinte lentísimos segundos; entonces llegaba un hipo breve, un quejido apenas perceptible que se prolongaba dulcemente hasta quebrarse en el verdadero llanto.
Encendiendo un cigarrillo, se preguntó si no debería dar unos golpes discretos en la pared para que la mujer hiciera callar al chico. Recién cuando los pensó a los dos, a la mujer y al chico, se dio cuenta de que no creía en ellos, de que absurdamente no creía que el gerente le hubiera mentido. Ahora se oía la voz de la mujer, tapando por completo el llanto del niño con su arrebatado —aunque tan discreto— consuelo. La mujer estaba arrullando al niño, consolándolo, y Petrone se la imaginó sentada al pie de la cama, moviendo la cuna del niño o teniéndolo en brazos. Pero por más que lo quisiera no conseguía imaginar al niño, como si la afirmación del hotelero fuese más cierta que esa realidad que estaba escuchando. Poco a poco, a medida que pasaba el tiempo y los débiles quejidos se alternaban o crecían entre los murmullos de consuelo, Petrone empezó a sospechar que aquello era una farsa, un juego ridículo y monstruoso que no alcanzaba a explicarse. Pensó en viejos relatos de mujeres sin hijos, organizando en secreto un culto de muñecas, una inventada maternidad a escondidas, mil veces peor que los mimos a perros o gatos o sobrinos. La mujer estaba imitando el llanto de su hijo frustrado, consolando al aire entre sus manos vacías, tal vez con la cara mojada de lágrimas porque el llanto que fingía era a la vez su verdadero llanto, su grotesco dolor en la soledad de una pieza de hotel, protegida por la indiferencia y por la madrugada.
Encendiendo el velador, incapaz de volver a dormirse, Petrone se preguntó qué iba a hacer. Su malhumor era maligno, se contagiaba de ese ambiente donde de repente todo se le antojaba trucado, hueco, falso: el silencio, el llanto, el arrullo, lo único real de esa hora entre noche y día y que lo engañaba con su mentira insoportable. Golpear en la pared le pareció demasiado poco. No estaba completamente despierto aunque le hubiera sido imposible dormirse; sin saber bien cómo, se encontró moviendo poco a poco el armario hasta dejar al descubierto la puerta polvorienta y sucia. En pijama y descalzo, se pegó a ella como un ciempiés, y acercando la boca a las tablas de pino empezó a imitar en falsete, imperceptiblemente, un quejido como el que venía del otro lado. Subió de tono, gimió, sollozó. Del otro lado se hizo un silencio que habría de durar toda la noche; pero en el instante que lo precedió, Petrone pudo oír que la mujer corría por la habitación con un chicotear de pantuflas, lanzando un grito seco e instantáneo, un comienzo de alarido que se cortó de golpe como una cuerda tensa.
Cuando pasó por el mostrador de la gerencia eran más de las diez. Entre sueños, después de las ocho, había oído la voz del empleado y la de una mujer. Alguien había andado en la pieza de al lado moviendo cosas. Vio un baúl y dos grandes valijas cerca del ascensor. El gerente tenía un aire que a Petrone se le antojó de desconcierto.
—¿Durmió bien anoche? —le preguntó con el tono profesional que apenas disimulaba la indiferencia.
Petrone se encogió de hombros. No quería insistir, cuando apenas le quedaba por pasar otra noche en el hotel.
—De todas maneras ahora va a estar más tranquilo — dijo el gerente, mirando las valijas—.La señora se nos va a mediodía.
Esperaba un comentario, y Petrone lo ayudó con los ojos.
—Llevaba aquí mucho tiempo, y se va así de golpe. Nunca se sabe con las mujeres.
—No —dijo Petrone—. Nunca se sabe.
En la calle se sintió mareado, con un mareo que no era físico. Tragando un café amargo empezó a darle vueltas al asunto, olvidándose del negocio, indiferente al espléndido sol. Él tenía la culpa de que esa mujer se fuera del hotel, enloquecida de miedo, de vergüenza o de rabia. Llevaba aquí mucho tiempo...Era una enferma, tal vez, pero inofensiva. No era ella sino él quien hubiera debido irse del Cervantes. Tenía el deber de hablarle, de excusarse y pedirle que se quedara, jurándole discreción. Dio unos pasos de vuelta y a mitad del camino se paró. Tenía miedo de hacer un papelón, de que la mujer reaccionara de alguna manera insospechada. Ya era hora de encontrarse con los dos socios y no quería tenerlos esperando. Bueno, que se embromara. No era más que una histérica, ya encontraría otro hotel donde cuidar a su hijo imaginario.
Pero a la noche volvió a sentirse mal, y el silencio de la habitación le pareció todavía más espeso. Al entrar al hotel no había podido dejar de ver el tablero de las llaves, donde faltaba ya la de la pieza de al lado. Cambió unas palabras con el empleado, que esperaba bostezando la hora de irse, y entró en su pieza con poca esperanza de poder dormir. Tenía los diarios de la tarde y una novela policial. Se entretuvo arreglando sus valijas, ordenado sus papeles. Hacía calor, y abrió de par en par la pequeña ventana. La cama estaba bien tendida, pero la encontró incómoda y dura. Por fin tenía todo el silencio necesario para dormir a pierna suelta, y le pesaba. Dando vueltas y vueltas, se sintió como vencido por ese silencio que había reclamado con astucia y que le devolvían entero y vengativo. Irónicamente pensó que extrañaba el llanto del niño, que esa calma perfecta no le bastaba para dormir y todavía menos para estar despierto. Extrañaba el llanto del niño, y cuando mucho más tarde lo oyó, débil pero inconfundible a través de la puerta condenada, por encima del miedo, por encima de la fuga en plena noche supo que estaba bien y que la mujer no había mentido, no se había mentido al arrullar al niño, al querer que el niño se callara para que ellos pudieran dormirse.
Julio Florencio Cortázar (Ixelles, Bélgica, 26 de agosto de 1914 – París, Francia, 12 de febrero de 1984). Escritor, traductor e intelectual argentino nacionalizado francés.
Se le considera uno de los autores más innovadores y originales de su tiempo, maestro del relato corto, la prosa poética y la narración breve en general, comparable a Jorge Luis Borges, Antón Chéjov o Edgar Allan Poe, y creador de importantes novelas que inauguraron una nueva forma de hacer literatura en Latinoamérica,
rompiendo los moldes clásicos mediante narraciones que escapan de la
linealidad temporal y donde los personajes adquieren una autonomía y una
profundidad psicológica, pocas veces vista hasta entonces. Debido a
que los contenidos de su obra transitan en la frontera entre lo real y
lo fantástico, suele ser puesto en relación con el Surrealismo.
Vivió buena parte de su vida en París, ciudad en la que se estableció en 1951, en la que ambientó algunas de sus obras, y donde finalmente murió. En 1981 se le otorgó la ciudadanía francesa. Cortázar también vivió en Argentina, España y Suiza.1
Julio Cortázar nació en Bélgica, en Ixelles, distrito de Bruselas, el 26 de agosto de 1914,
hijo de Julio José Cortázar y María Herminia Descotte. Su padre era
argentino y funcionario de la embajada de Argentina en Bélgica,
desempeñándose en esa representación diplomática como agregado
comercial. Más adelante en su vida declararía: «Mi nacimiento [en Bruselas] fue un producto del turismo y la diplomacia». En ese entonces Bruselas estaba ocupada por los alemanes.
Siempre
se afirmó cierta relación de su padre con el cuerpo diplomático
argentino. Sus padres, María Herminia Descotte y Julio José Cortázar,
eran argentinos. Hacia fines de la Primera Guerra Mundial, los Cortázar lograron pasar a Suiza gracias a la condición alemana de la abuela materna de Julio, y de allí, poco tiempo más tarde a Barcelona, donde vivieron un año y medio. A los cuatro años volvieron a Argentina y pasó el resto de su infancia en Banfield, en el sur del Gran Buenos Aires, junto a su madre, una tía y Ofelia, su única hermana (un año menor que él). Vivió en una casa con fondo (Los Venenos, Deshoras, están basados en sus recuerdos infantiles), pero no fue totalmente feliz. «Mucha servidumbre, excesiva sensibilidad, una tristeza frecuente» (Carta a Graciela M. de Sola, París, 4 de noviembre de 1963).
«Pasé mi infancia en una bruma de duendes, de elfos, con un sentido del espacio y del tiempo diferente al de los demás» (revista Plural
n°44, México 5/1975). Cortázar fue un niño enfermizo y pasó mucho
tiempo en cama, por lo que la lectura fue su gran compañera. Su madre le
seleccionaba lo que podía leer, convirtiéndose en la gran iniciadora
de su camino de lector, primero, y de escritor después. Declaró: «Mi
madre dice que empecé a escribir a los ocho años, con una novela que
guarda celosamente a pesar de mis desesperadas tentativas por quemarla» (revista Siete Días, Buenos Aires, 12/1973). Cortázar también recuerda que en cierta ocasión un pariente suyo (un tío o algo así) descubrió una serie de poemas suyos y se los dio a su madre, diciéndole que evidentemente esos poemas no eran míos, que yo los copiaba de alguna antología de poemas, por lo cual su madre llegó a preguntarle si esos poemas realmente eran suyos.2
Leía tanto que algún médico llegó a recomendarle leer menos durante
cinco o seis meses y salir más a tomar un poco de sol. Muchos de sus
cuentos son autobiográficos, como Bestiario, Final del juego, Los venenos o La Señorita Cora, entre otros.
Se forma como Maestro Normal en 1932 y Profesor Normal en Letras en 1935 en la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta, de aquellos años surgieron La Escuela de Noche (Deshoras). En aquella época, comenzó a frecuentar los estadios a ver boxeo, donde ideó una especie de filosofía del box «eliminando el aspecto sangriento y cruel que provoca tanto rechazo y cólera» (La fascinación de las palabras). Admiraba al hombre que siempre iba para adelante y a pura fuerza y coraje conseguía ganar (Torito, Final del juego).
Un día, en 1932, caminando por el centro de Buenos Aires, se topó con un libro de Jean Cocteau, un total desconocido para él hasta aquel momento, titulado Opio, Diario de una desintoxicación.
Aquella lectura lo marcaría para el resto de su vida: «Sentí que toda
una etapa de vida literaria estaba irrevocablemente en el pasado… desde
ese día leí y escribí de manera diferente, ya con otras ambiciones,
con otras visiones» (La fascinación de las palabras, 1997).
Comenzó en la Universidad de Buenos Aires sus estudios de Filosofía,
aprobó el primer año, pero comprendió que debía utilizar el título que
ya tenía para trabajar y ayudar a su madre. Dictó clases en Bolívar, Saladillo (Ciudad en cual figura en su Libreta Cívica como oficina de enrolamiento); y luego en Chivilcoy. Vivió en cuartos solitarios de pensiones aprovechando todo el tiempo libre para leer y escribir (Distante espejo).
En 1944 se traslada a Cuyo, Mendoza, y en su Universidad imparte
cursos de Literatura Francesa. Publica su primer cuento, Bruja, en la
revista Correo Literario. Participa en manifestaciones de oposición al
peronismo. En 1945, cuando Juan Domingo Perón gana las elecciones
presidenciales presenta su renuncia. "Preferí renunciar a mis cátedras
antes de verme obligado a 'sacarme el saco' como les pasó a tantos
colegas que optaron por seguir en sus puestos." Reúne un primer volumen
de cuentos, La otra orilla. Regresa a Buenos Aires, donde comienza a
trabajar en la Cámara Argentina del Libro. En 1946 publica el cuento
"Casa tomada" en la revista Los Anales de Buenos Aires, dirigida por
Jorge Luis Borges. Ese mismo año publica un trabajo sobre el poeta
inglés John Keats, "La urna griega" en la poesía de John Keats en la
Revista de Estudios Clásicos de la Universidad de Cuyo. En 1947 colabora
en varias revistas, entre ellas en Realidad. Publica un importante
trabajo teórico, "Teoría del Túnel", y en la revista Los Anales de
Buenos Aires aparece publicado su cuento Bestiario. En 1948 obtiene el
título de traductor público
de inglés y francés, tras cursar en apenas nueve meses estudios que
normalmente insumen tres años. El esfuerzo le provoca síntomas
neuróticos, uno de los cuales (la búsqueda de cucarachas en la comida)
desaparece con la escritura de un cuento, "Circe", que junto con Casa
Tomada y Bestiario (aparecidos en Los anales de Buenos Aires) será
incluido más adelante en Bestiario. En 1949 publica el poema dramático
Los Reyes, primera obra firmada con su nombre real e ignorado por la
crítica. Durante el verano escribe una primera novela, "Divertimento",
que de alguna manera prefigura Rayuela. Divertimento será publicada sólo
en 1986, después de su muerte. Colabora en revistas culturales de
Buenos Aires (Cabalgata, Realidad y Sur) En 1950 escribe otra novela, El
examen, rechazada por el asesor literario de la Editorial Losada,
Guillermo de Torre. Cortázar la presentará a un concurso convocado por
la misma editorial, sin éxito. Esta novela también será editada tras la
muerte del escritor, en 1986. En 1951 publicó Bestiario,
una colección de ocho relatos que le valieron cierto reconocimiento en
el ambiente local. Poco después, disconforme con el gobierno de Juan Domingo Perón, decide trasladarse a París, ciudad donde, salvo esporádicos viajes por Europa y América Latina, residiría durante el resto de su vida.
Se casó con Aurora Bernárdez en 1953, una traductora argentina. Vivían en París con condiciones económicas bajas y le surgió el ofrecimiento de traducir la obra completa, en prosa, de Edgar Allan Poe para la Universidad de Puerto Rico.
Dicho trabajo sería considerado luego por los críticos como la mejor
traducción de la obra del escritor estadounidense. Juntos se fueron a
vivir a Italia durante el año que duró el trabajo, luego viajaron a Buenos Aires en barco y Cortázar se pasó el trayecto escribiendo en su máquina portátil una nueva novela. «La revolución cubana…
me mostró de una manera cruel y que me dolió mucho el gran vacío
político que había en mí, mi inutilidad política… los temas políticos se
fueron metiendo en mi literatura...» (La fascinación de las palabras). En 1963 visitó Cuba invitado por Casa de las Américas
para ser jurado en un concurso. Ya nunca dejaría de interesarse por la
política latinoamericana. En ese mismo año aparece lo que sería su
mayor éxito editorial y le valdría el reconocimiento de ser parte del boom latinoamericano: Rayuela, la que se convirtió en un clásico de la literatura argentina. Según declaró en una carta a Manuel Antín en agosto de 1964, ese no iba a ser el nombre de su novela sino Mandala:
«De golpe comprendí que no hay derecho a exigirle a los lectores que
conozcan el esoterismo búdico o tibetano»; pero no estaba arrepentido
por el cambio.
En 1967, rompe su vínculo con Bernárdez y toma por pareja a la lituana Ugné Karvelis, con quien nunca contrajo matrimonio,[cita requerida] pero quien le inculcó un gran interés por la política.
Con su tercera pareja y segunda esposa, la escritora canadiense Carol Dunlop, realizó numerosos viajes, uno de los primeros fue a Polonia, donde participó de un congreso de solidaridad con Chile. Otro de los viajes que hizo junto a Carol Dunlop fue plasmado en el libro Los autonautas de la cosmopista
que cuenta el trayecto de la pareja por la autopista París-Marsella.
Tras la muerte de Carol Dunlop, la última esposa de Cortázar, Aurora
Bernárdez lo acompañaría durante su enfermedad. Actualmente ella es la
única heredera de su obra publicada y de sus textos.
Los derechos de autor de varias de sus obras fueron donados para ayudar a los presos políticos de varios países, entre ellos Argentina. En una carta a su amigo Francisco Porrúa de febrero de 1967, confesó: «El amor de Cuba por el Che
me hizo sentir extrañamente argentino el 2 de enero, cuando el saludo
de Fidel en la plaza de la Revolución al comandante Guevara, allí donde
esté, desató en 300.000 hombres una ovación que duró diez minutos».
En noviembre de 1970 viajó a Chile, donde se solidarizó con el gobierno de Salvador Allende y pasó unos días para visitar a su madre y amigos, «y ahí el delirio fue una especie de pesadilla diurna» contó en una carta a Gregory Rabassa.
En 1971 fue «excomulgado»[cita requerida] por Fidel Castro, junto a otros escritores, por pedir información sobre el arresto del poeta Heberto Padilla.
A pesar de su desilusión con la actitud de Castro, siguió de cerca la
situación política de Latinoamérica. En 1973, fue galadornado con el Premio Médicis por su Libro de Manuel y destinó sus derechos a la ayuda de los presos políticos en Argentina. En 1974, fue miembro del Tribunal Bertrand Russell II reunido en Roma para examinar la situación política en América Latina, en particular las violaciones de los Derechos Humanos.
A pesar de ser reconocido por su narrativa, escribió gran cantidad de poemas en prosa (en libros mixtos como Historias de cronopios y de famas, Un tal Lucas, Último round); e incluso poemas en verso (Presencia, Pameos y meopas, Salvo el crepúsculo).
Colaboró en muchas publicaciones en distintos países, grabó sus poemas
y cuentos, escribió letras de tangos (por ejemplo con el Tata Cedrón) y le puso textos a libros de fotografías e historietas.
En
1976, viaja a Costa Rica donde se encuentra con Sergio Ramírez y
Ernesto Cardenal y emprende un viaje clandestino y plagado de peripecias
hacia la localidad de Solentiname en Nicaragua. Este viaje lo marcará para siempre y será el comienzo de una serie de visitas a este país.
Justamente luego del triunfo de la revolución sandinista
viaja reiteradas veces a dicho país y conoce de cerca el proceso y la
realidad nicaragüense y latinoamericana. Estas experiencias darán como
resultado una serie de textos que serán recopilados en el libro Nicaragua, tan violentamente dulce.
En agosto de 1981 sufrió una hemorragia gástrica y salvó su vida de milagro. Nunca dejó de escribir, fue su pasión aún en los momentos más difíciles. En 1983,
vuelta la democracia en Argentina, Cortázar hace un último viaje a su
patria, donde es recibido cálidamente por sus admiradores, que lo paran
en la calle y le piden autógrafos, en contraste con la indiferencia de
las autoridades nacionales. Después de visitar a varios amigos,
regresa a París. Poco después François Mitterrand le otorga la
nacionalidad francesa.
Carol Dunlop había fallecido el 2 de noviembre de 1982, sumiendo a Cortázar en una profunda depresión. Julio murió el 12 de febrero de 1984 a causa de una leucemia. Dos días después, fue enterrado en el cementerio de Montparnasse, en la misma tumba donde yacía Carol. La lápida y la escultura que adornan la tumba fueron hechas por sus amigos, los artistas Julio Silva y Luis Tomasello [1]. Es costumbre dejar una copa o un vaso de vino y una hoja de papel o un billete de metro con una rayuela dibujada.
Semblanza biográfica:Wikipedia. Texto, bibliografía:literaberinto.com.Foto:archivo.
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