Queremos tanto a Julio
Hoy se cumple el centenario de Julio Cortázar, autor de Rayuela
El escritor argentino Julio Cortázar posa con su gato en 1982. / Ulla Montan./elpais.com |
El niño. Le dijo a Elena Poniatowska,
en una de las cuatro entrevistas que tuvieron, que se sintió mal de
niño: “Sí, yo creo que fui un animalito metafísico desde los seis o
siete años. Recuerdo muy bien que mi madre y mis tías —mi padre nos dejó
muy pequeños a mi hermana y a mi—, en fin, la gente que me veía crecer,
se inquietaba por mi distracción o ensoñación. Yo estaba perpetuamente
en las nubes. La realidad que me rodeaba no tenía interés para mi. Yo
veía los huecos, digamos, el espacio que hay entre dos sillas, si puedo
usar esa imagen. Y por eso, desde muy niño, me atrajo la literatura
fantástica”.
La gente. Su primer libro importante, o ambicioso, Los premios
(1960), está lleno de gente que se va en un barco, de Buenos Aires a
Europa. Gente vulgar, todo tipo de gente. Tiene esta admonición de Dostoievski,
nada más empezar: “¿Qué hace un autor con la gente vulgar,
absolutamente vulgar, cómo ponerla ante sus lectores y cómo volverla
interesante? Es imposible dejarla siempre fuera de la ficción, pues la
gente vulgar es en todos los momentos la llave y el punto esencial en la
cadena de asuntos humanos; si la suprimimos se pierde toda probabilidad
de verdad”. Para sintetizar a Dostoievski, así empieza Los premios:
“La marquesa salió a las cinco —pensó Carlos López—. ¿Dónde diablos he
leído eso?”. Estaban en el London, la cafetería de Buenos Aires, en Perú
y Avenida, y a partir de esa pregunta en la que intervienen los
diablos, esa gente empieza a desvariar. El resultado es la locura, que
es la razón envuelta en el misterio.
La noche. Ese desvarío de Cortázar y de su gente de ficción alcanza su cima en Rayuela
(1964), que fue leída (que es leída) como un breviario de la soledad y
la noche, un monumento literario al amor, a la extrañeza y al tiempo. Lo
preside el juego, pues Cortázar quiere que lo leas como te dé la gana,
pero si le quitas a esta inmensa cebolla literaria toda esa pasión
lúdica que se le atribuye a Julio lo verás solo, despojado, hablando
solo y de noche, en París pero también en Buenos Aires. Como si Rayuela
hubiera sido escrita ante el espejo de un hombre solitario que convoca
(como dice Dostoievski) a muchísima gente que, en este caso, se pregunta
cuánto durará un niño. El niño se llama Rocamadour; los lectores de Rayuela
solíamos vernos en esa criatura indefensa. Y en el niño no era difícil
ver también la metáfora que Cortázar le atribuía a la infancia.
Momias. La recepción de Rayuela asombró a Cortázar, a su editor (y amigo) Paco Porrúa, porque entonces (son palabras de Juan Carlos Onetti) por el mundo literario había (no se han marchado) “infinitas momias”. Cuando Félix Grande
le dedicó a Julio un número especial de Cuadernos Hispanoamericanos
(octubre-diciembre de 1980) Onetti se lo dijo en una carta: “(… sin
previo aviso, apareció Rayuela. Ahí Cortázar se descolocaba y
colocaba. Se descolocaba de la tradición novelística de nuestros países,
aceptada o robada de lo que se escribía en España o Francia. Su actitud
resultó escandalosa para infinitas momias, rechazo que no lo conmovió
porque deliberadamente se trataba de provocarlo”. Quien no se asombró
fue Luis Harss, el gran escritor argentino que provocó (con Los nuestros) el conocimiento de todos los que, alrededor de Cortázar, hicieron boom.
Jóvenes. Seguía Onetti con su entusiasmo secreto y
veterano: “Y el autor se colocaba, sin buscarlo, sin buscar nada más o
menos que un entendimiento consigo mismo, al frente de una juventud
ansiosa de apartar de sí tantos plomos, de respirar un poco más de
oxígeno, de entregarse con felicidad a la zona lúdica y sin respuesta
satisfactoria de su propia personalidad”. Esos jóvenes se pusieron en
fila entonces. Pero luego, treinta años después, cuando Cortázar volvió a
reinar en las librerías españolas, tras un interregno que inauguró su
muerte (en 1984), otros jóvenes dieron varias veces la vuelta a la
Fundación March de Madrid para escuchar jazz y palabras en honor de
Julio Cortázar; para ese acontecimiento vino su viuda, Aurora Bernárdez,
y el pintor Eduardo Arroyo dibujó el capítulo 7 de Rayuela,
que fue como un banderín de enganche de la ternura que hay dentro de
ese libro de gente perdida en la noche. Ahora de esto hace veinte años, y
Rayuela sigue como el papel fresco.
Usted. El editor que creyó en él, que lo condujo,
fue Paco Porrúa, que desde hace rato vive en Barcelona. Estaban
trabajando en la revisión de Los premios, era marzo de 1960, y
él trataba a su editor todavía de usted. Y casi jugando llega a otro
libro, que le ofrece. “Hace un par de semanas terminé la revisión de Los premios,
que mandé ya a Sudamericana. Me acordé entonces de lo que me había
dicho usted sobre los cronopios, y me puse a buscar esos papeles que
andaban bastante desparramados por toda la casa, como corresponde a
cosas de cronopios. Pero finalmente aparecieron, algunos salpicados de
sopa y otros con evidentes huellas de taco de goma (…) Ahora que junté
todos esos pequeños textos, y los estuvimos leyendo y criticando con
Aurora, tengo la impresión de que no se excluyen de ninguna manera,
aunque reflejan distintas épocas e intenciones. (…) Si sigue usted con
ganas de publicar esas cosas, será cuestión de que primero me escriba
diciendo con su franqueza habitual (y que es la razón (una de las
razones) de mi simpatía por usted) los méritos y deméritos del
bicharraco”.
Risa. Así se iban haciendo los libros; ante Plinio
Apuleyo Mendoza (el escritor colombiano) se asombraba en París, cuando
ya tenía 64 años y seguía pareciendo un niño de dientes separados, de la
cantidad de libros que había publicado; tenía la certeza, decía, de que
eso debía constituir un error, “no son míos”. Los iba haciendo así,
como si fueran bicharracos pintados desde dentro pero con risa. Así hizo
La vuelta al día en ochenta mundos (1967); con la ayuda de su
amigo el pintor Julio Silva (que hizo la portada, los interiores) no
sólo lo escribió sino que lo construyó, como quien dibuja una rayuela.
Todo lo que tocaba o recortaba, todo lo que veía viajando o sentado,
todo lo que le inspiraba el exterior, se convirtió en literatura. Como
si el niño que siempre fue le llevara la mano y le hiciera recortables.
Así hizo también, con las fotos tremendas de Antonio Gálvez, Prosa del observatorio(1972).
En esos dos libros están sus descubrimientos y la gente, miradas para
que permanecieran aún siendo vulgares, o extraordinarias.
Fin. El fin vino después de varias tristezas, la muerte de Carol Dunlop, su propia enfermedad. Mario Muchnik,
su amigo y editor, lo invitó a su molino de Segovia. Cortázar podía ser
circunspecto o alegre, pero en ambas actitudes conservaba la mirada del
niño que fue, asustado o curioso. Aquí, sin embargo, en su último viaje
español, su mirada era esencialmente la de la tristeza. Muchnik lo
retrató en una fotografía inolvidable en la que Julio aparece
escribiendo sin decir cómo le habían sobrevenido el tiempo con su noche.
Aquel niño que fue siguió con él, un animalito metafísico buscando el
hueco
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