Queremos tanto a Julio
Las claves de la obra del autor de Rayuela y una hoja de ruta para revisar su universo
Julio Cortázar, en un retrato de 1981. / Chema Conesa./elpais.com |
Desconocido íntimo
Por su impacto iniciático, suele repetirse que Cortázar
es un descubrimiento de adolescencia. Esta afirmación, que contiene su
dosis de injusticia, omite cuando menos otra realidad: hay sobre todo
una manera adolescente de leer y recordar a Cortázar. Lo cual,
definitivamente, no es culpa suya.
Su aproximación al vínculo entre escritura y vida, heredada del
romanticismo pero también de las vanguardias, lo convierte en la clase
de autor que genera una imaginaria relación personal con sus lectores.
Para bien y para mal, Cortázar es contagioso. Por eso quienes fingen
desdeñarlo en realidad se están defendiendo de él.
Dos fuerzas complementarias lo mantienen en un raro equilibrio
emocional. Una fuerza centrífuga, el humor, que le permite distanciarse
de sí mismo; y otra centrípeta, la ternura, que provoca adhesión íntima.
Resultaría esnob subestimarlas.
Otras mecánicas
Los cuentos fantásticos de Cortázar han sido aislados en un canon
restrictivo que tiende a traicionar la genuina variedad de su poética.
Las piezas perfectas (uno de los epítetos más recurrentes en su prosa)
al estilo de Continuidad de los parques, escritas durante los
años cincuenta y sesenta, han eclipsado una extraordinaria periferia
que, contradiciendo la opinión oficial, incluye su obra tardía. Pese a
los sobreexplotados artefactos de inversión como Axolotl, muchos de sus cuentos memorables (La autopista del sur, Casa tomada)
no condescienden al malabarismo estructural, ni concluyen en sorpresa.
En otras palabras, la mayoría de los cuentos de Cortázar operan al
margen de la simplificadora ecuación con que suele identificarse su
narrativa breve, persiguiendo más bien lo que él alguna vez denominó
“mecánicas no investigables”.
Un ejemplo de esas afueras es Queremos tanto a Glenda,
del libro homónimo, legible como parábola de la reescritura, pero
también de la censura autoritaria; se trata de un excelente cuento
político, descargado de lastres panfletarios. Y sobre todo Diario para un cuento, del postrero Deshoras.
En este texto final y sin embargo fundacional, Cortázar declara su
intención de escribir “todo lo que no es de veras el cuento”, los
alrededores de lo narrable: el contorno de un género. Quizá por eso
repita la frase “no tiene nada que ver”, a modo de mantra digresivo.
Para éxtasis del hermeneuta universitario, en este cuento se cita y
traduce, acaso por primera vez en una obra de ficción latinoamericana,
un fragmento de Derrida.
Experimento autoficcional que se anticipa a actitudes literarias hoy percibidas como poscortazarianas, Diario para un cuento
despliega una magistral reflexión sobre la historia del estilo, sobre
cómo afecta el tiempo a las maneras de contar. El narrador nombra varias
veces a Bioy
(cuyo centenario, aunque casi nadie parezca haberlo advertido, también
se celebra este año) como alguien capaz de describir al personaje “como
yo sería incapaz de hacerlo”. Además de un homenaje, se trata del
establecimiento de una frontera: el territorio en que se está
aventurando Cortázar transgrede muchos códigos generacionales y
estéticos. Esta última gran pieza, cuento y anticuento, decreta la
senectud de una tradición que él mismo había encumbrado.
Amores duales
Quiroga tanteó una división de su propia narrativa en cuentos de
efecto y cuentos a puño limpio. Por anacrónicamente viril que hoy suene
esta nomenclatura (casi tanto como la lamentable distinción en Rayuela
entre lectores macho y hembra), el matiz era pertinente: los textos de
estructura clásica frente a los que salen sin brújula en busca de un
impacto visceral. De manera análoga, resultaría factible agrupar los
cuentos de Cortázar en función de dos conceptos mencionados por el
autor: aquellos con la milimétrica vocación de converger en un golpe
final, en un knock-out; y aquellos otros con preferencia por la improvisación, a partir de un tema dado, es decir, por el take. Entre estos últimos podrían incluirse epítomes como Carta a una señorita en París, El perseguidor, Historia de cronopios y famas, y títulos mucho menos transitados como Un tal Lucas.
Tampoco los personajes femeninos de Cortázar escapan a esta suerte de
amor dual. A un lado pululan diversas magas y figuras más o menos
contagiadas por la nouvelle vague. Pienso en la Alana de Orientación de los gatos,
atrozmente alabada como “una maravillosa estatua mutilada”, y cuyos
encantos parecieran transcurrir “sin ella saberlo”, gracias a su
becqueriano exégeta. Al otro lado sobresalen, por su capacidad de
contradicción, retratos más complejos de personajes femeninos
tradicionales. Así sucede con la madre de La salud de los enfermos o la prostituta de Diario para un cuento, cuya foto aparece como inquietante (¿y acaso irónico?) marcapáginas de una novela de Onetti.
El tono y el túnel
Siempre me ha intrigado el conflicto entre las imágenes populares de Cortázar y Borges
y sus respectivos tonos como ensayistas. Borges suele ser considerado
(sobre todo por quienes no lo han leído) un clásico de sesuda seriedad.
Pero su escritura, en particular la ensayística, está plagada de
provocaciones, ironías risueñas y bromas hilarantes. Cortázar es tenido
por un autor lúdico, de esencial amenidad. Sus ensayos, sin embargo,
mantienen una sorprendente corrección profesoral.
Tal es el caso de Teoría del túnel, cuyo arduo
empeño en trascender la razón positivista y pensar históricamente el
surrealismo resulta curioso, si consideramos que dichos objetivos son
gozosamente alcanzados en los relatos de Bestiario,
escritos al mismo tiempo. Cuando Cortázar afirma que la narrativa de
ideas no existe, ya que “las ideas son elementos científicos que se
incorporan a una narración cuyo motor es siempre de orden sentimental”, y
que es preciso “hacer el lenguaje para cada situación”, uno no puede
evitar pensar que a menudo sus cuentos confirman lo que sus ensayos
desdicen.
Algo parecido podría observarse sobre Imagen de John Keats,
minuciosa indagación en el más grande poeta romántico en lengua
inglesa, que habría dejado al anglófilo Borges con ganas de diversión.
Si bien en ese ensayo hay momentos aforísticos capaces de sintetizar al
mismísimo Funes: “Toda hoja es una lenta y minuciosa creación del
árbol”. De mayor vivacidad, quizá por la urgencia de su pulso
periodístico, resultan los textos recopilados en el volumen Argentina: años de alambradas culturales,
libro en el que Cortázar trabajó justo antes de morir y de fundamental
revisita para aquellos lectores interesados en sus ideas políticas, más
matizadas y dialécticas de lo que a veces se ha querido difundir.
‘Traduttore trovatore’
Uno de los aspectos más significativos y menos estudiados de Cortázar
es su trabajo como traductor. No sólo porque lo retrata como lector y
viajero, sino también porque ayuda a definir su relación forastera con
la propia lengua materna. El Cortázar que traduce a Poe, Yourcenar o
Defoe es estéticamente el mismo que lucha con hipnótica dificultad por
pronunciar la erre, que se tambalea en Rayuela al reproducir su lejana habla porteña o que deconstruye el género novelístico (y la certeza del idioma autorial) en 62 Modelo para armar.
Dejó escrito en francés el poeta ecuatoriano Alfredo Gangotena,
recompensado por una rima intraducible: “J’apprends la grammaire / de ma
pensée solitaire”. En sus incursiones como poeta menor, Cortázar
adquirió la ambición lingüística de los prosistas mayores. Alguien podrá
pensar que algo similar ocurre con Bolaño. Pero la poesía de Bolaño
discurre siempre en diálogo con su narrativa, como parte de un mismo
proyecto. Si en él o en Borges su relegado corpus poético resulta por
completo reconocible junto a sus grandes obras, en el caso de Cortázar
los poemas fueron más bien un adiestramiento, el testimonio inquieto de
un narrador distinto. En una carta de 1968, recogida en el fascinante
volumen Cartas a los Jonquières,
le adjunta a su amigo Eduardo un soneto eneasílabo con el siguiente
comentario: “Es absolutamente lo contrario de lo que pienso y hago en
prosa, y por eso es muy útil como polarización de fuerzas”.
Precisamente en ‘Los amigos’, incluido en Preludios y sonetos,
encontramos un verso capaz de definir esa sensación de cercanía con que
hoy tantos lectores celebran sus primeros cien cumpleaños: “los muertos
hablan más, pero al oído”. Muchos gritaron más que Cortázar. Pocos
supieron, como él, levantar una voz.
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