El escritor Guillermo Solarte Lindo presenta su novela Quiero pegar un grito y no me dejan, narrada a través de dos mujeres que viven en medio del dolor. Aquí les presentamos los primeros capítulos de la obra, editada por Ediciones Libertaria
Portada Quiero pegar un grito y no me dejan de Guillermo Solarte Lindo./elespectador.com |
UNO
Eran las tres de la tarde de
un domingo de mayo. Llegaron a caballo y se levantó una inmensa
polvareda. Después, una calma peligrosa, el miedo, el espanto de haber
cometido alguna imprudencia que me costara la vida. Las imágenes se
con¬fundían con el pasado. El pasado se convertía en presente y la
nostalgia de pequeños momentos de felicidad era opacada, transformada en
escenas de dolor. Nunca dejé de pensar en las cosas buenas que me
habían pasado, era una forma de vivir. Iba y venía del pasado, caminaba
suavemente entre recuerdos y muy pocas veces, casi nunca, trataba de ir
al futuro. Tenía miedo de descubrir lo que pudiese pasar.
Decían
algunos que yo era en exceso pesimista. Que siempre andaba pensando en
la tragedia, en el drama, pero no era así. Al contrario, siempre busqué
optimismo donde no lo había. En una guerra el optimismo está escondido
en las armas. Ellas te dan la vida o te la quitan. Por eso cuando uno
está hablando con alguno de los armados ellos se creen dioses. Ellos
saben que tienen en sus manos la vida de los demás. Esa vida tiene algo
de vallenato: nostalgia de pobreza, de amores perdidos, de melancolías
que atraviesan un paisaje de llantos contenidos, de famas que conforman
un Olimpo local de dioses y diosas sin corona. Atrapados todos en
violencias sin salidas, violencias incrustadas en la tierra por gentes
ajenas que llegan, se emborrachan y saquean. Asesinan la alegría con
promesas incumplidas y ambiciones extrañas que venden como ideales
falsos.
Vimos su llegada por las ventanas como si fuese una
película. Había sucedido muchas veces. Entraban, saqueaban y salían. No
parecía lo mismo. No sé qué me hizo pensar eso. Estábamos cansados de
tener miedo y sin embargo este miedo era distinto. Era un miedo confuso.
Un miedo, que supimos después, era también producto de nuestro propio
engaño.
La vida había cambiado para ese entonces y el pueblo se
convirtió, sin darnos cuenta, en un lugar al que entraban y salían
personas de todo tipo. Todos buscaban lo mismo. Dinero que parecía
estar escondido en todas partes. Levantaban la tierra, los tapetes,
rompían paredes, escarbaban dejando una estela larga de dolor. No somos
nada. El miedo hacía con nosotros lo que bien le daba la gana. Un
asesinato convertía al muerto en sospechoso de haber cometido algún
crimen. Una violación hacía de la víctima una provocadora. Una osadía
hacía del rebelde una amenaza.
¿Qué harán aquí? Son diez. Sus
caballos sudan y parecen muy cansados. El polvo que levantan es denso.
En la radio suena un vallenato. No sabemos qué pasa. Tampoco qué pasará
de allí en adelante. Se bajan de sus caballos, hablan todos al mismo
tiempo. Unos visten como militares y otros como paisanos. Algunos se
sitúan a la entrada del pueblo y otros a la salida. De una de las
camionetas baja un hombre, todos están atentos. Hay dos mujeres, ambas
visten ropa militar y una de ellas tiene un altavoz en la mano, el
hombre le hace una señal y ella le alcanza el altavoz.
—No se
preocupen que nada les pasará. La vida de todos los civiles será
respetada. Queremos reunirnos con todos en la plaza del pueblo en dos
horas.
Eso fue años antes del bombardeo.
DOS
Bololó
es tierra caliente de pequeños mineros y agricultores. Tierra de
muerte. Allá el silencio no tiene precio y solo cuando uno ha vivido en
una situación como esta sabe con certeza cuánto vale quedarse callado:
vale el peso en oro del pueblo de donde me tocó salir como si fuera una
rata. Sin decir por qué, como si la vida de uno allí, por cerca de
veinte años, no le diera ningún derecho. Pero eso de los derechos es un
lujo que solo se dan los de la ciudad.
El día de mi último
cumpleaños en el lugar lo llevo en la memoria como un recuerdo alegre.
Matamos a un cerdo que gritó como salvaje, lo abrimos, hicimos
butifarra, tomamos tanta cerveza que llegamos a pensar que estábamos en
el paraíso. Una parranda repleta de deseos contenidos, de historias
cantadas, de juglares asesinados, de romances truncos. Así es un pueblo
pobre. Te aferras a las pequeñas cosas como a un salvavidas.
Este es el amor amor, el amor que me divierte, cuando estoy en la parranda no me acuerdo de la muerte.
Esa
fue la última fiesta. Fue unas semanas antes de que me pusieran en la
fila del miedo. La parranda la iniciamos a las dos de la tarde, llegó
casi todo el mundo y uno por uno me dieron el feliz cumpleaños.
—Cante
doña María, cante —me pedían todos en coro y la piel se me ponía de
gallina. Yo que, más que cantar, clamaba a escondidas. Atravesada por el
terror me decía a mí misma:
—No te dejes, María Palenque, silenciar por la cobardía.
Canta. Me repetían mil veces: canta. Canta. Canta. Canta… Y canté.
Yo
quiero pegar un grito y no me dejan, yo quiero pegar un grito
vagabundo, yo quiero decirte adiós, adiós mi vida, y quiero decirte
adiós desde este mundo… Cómo me compongo yo, me duele el alma.
En
Bololó no había cultivos de los que ahora llaman ilícitos. No había nada
de eso. Solo años después y en medio de las bonanzas coquera y
marimbera fue creciendo el fervor por el dinero que la droga producía y
la gente se fue metiendo poco a poco en una trampa sin salida, como al
infierno profundo de las ambiciones, a eso se llegó a través de la
coca, la guerra y toda la asquerosa suciedad que eso produce. Muerte,
muerte y amor a la muerte.
TRES
Nuestra
vida en el lugar era una ficción: parecíamos alegres. Parecíamos
tristes. Parecíamos vivos. Todo lo parecíamos, pero nada, nada era real.
Es extraño pero uno sin saberlo se va volviendo cómplice de la
situación. La vida se vuelve un canje permanente: cambias tranquilidad
por sumisión. Canjeas toda la memoria por paz y construyes un mundo
falso pero tranquilo. Un mundo en paz. Una paz militar. Así estuvimos
desde el día en que llegó la guerrilla a caballo. Casi todos los días
eran una advertencia y los años pasaron en medio de esa zozobra.
Bajaba
al río en búsqueda de libertad. El agua me hacía sentir que era libre.
Un día bajé y el río me pareció que corría negro. Profundo. Remolinos de
agua y corrientes rápidas que chocaban contra la orilla derecha y
hacían saltar chorros de un metro de alto. Iba a tirarme y salir de
allí. Quería que el río me sacara de allí pero la imagen de los niños me
detuvo.
Al regreso escuché un rumor a motor y hélices. Pasaron
unos minutos antes de que lo viera. Era un helicóptero que parecía
detenido en el aire. Era blanco, grande. Caminé mirando para arriba.
Corrí hacia la casa y vi que la gente corría a esconderse. Subí por la
calle principal, llegué a la puerta de la casa, fatigada y jadeante
abrí el portón y allí estaban todos.
Me tranquilicé por segundos
hasta el momento en que los escuché: el ruido de las hélices y las balas
y los gritos de la gente y una sensación de que otra vez iba a empezar
esta maldita guerra. Nuestra vida había cambiado con el dominio de la
guerrilla durante esos años. Vivíamos, parece ser, en otro país.
—¿Qué pasa mamá?
—¡Métanse debajo de la cama!—, grité, cogí a los niños y los empujé fuerte.
Abandonados
al azar de las balas no éramos mucho, casi nada. No estábamos
viviendo, estábamos muriendo, y allí radica la diferencia. La diferencia
entre un día y el siguiente es solo lo que la imaginación nos permite.
La realidad es igual para todos. Ni más ni menos. Hoy estamos vivos,
mañana habremos muerto un poco. Hacía días que venía pensando en la
muerte cercana, la muerte de alguno de los míos. La verdad es que
prefería no hacerlo, prefería convivir con la muerte de otros, lejana y
dolorosa pero no propia, no pensar en que cuando ella nos toca y hace
de nuestro pequeño círculo un drama, la angustia se apodera de nosotros.
Después
de una media hora ya no se escuchaban disparos, ni estallidos de
bombas, ni granadas. Pasamos del ruido estruendoso al silencio total.
La calma después de los bombardeos da tanto miedo como el mismo
bombardeo. Estábamos en silencio cuando de pronto se escucharon unos
pasos y unas voces y el motor de unos carros. Las voces se hicieron cada
vez más fuertes, la oscuridad en la casa era total.
—Queda prohibida la circulación de personal hasta nueva orden.
CUATRO
Eran las nueve de la mañana cuando entró Juana.
—Tengo que contarle una cosa.
Hablaba
en voz muy baja, como si la fueran a oír, casi en susurros
imperceptibles. No abría casi la boca. Sus dientes, de vez en cuando,
chocaban unos contra otros. Se sentó.
—Las paredes están llenas de
avisos y la gente dice que están escritos con sangre —dijo—. No se ve
ningún hombre del pueblo, dicen que si se asoman los van a matar. Estaba
en la puerta de mi casa y se acercó uno de los uniformados. Tenía en un
brazalete escrito AUC y dijo que venían a salvarnos, que era por el
bien de todos, que solo habían matado a cinco personas y que todas
tenían que ver con las FARC.
—¿Puedo pasar? —dijo el hombre.
—Vivo sola y no me gustaría que hablen de mí.
—Lo sé.
—¿Sabe qué?
—Que
vive sola. ¿Me puedo sentar? ¿No me va a ofrecer un cafecito? —durante
unos diez minutos estuvo en silencio. La ametralladora encima de la
mesa. Las piernas abiertas. Miraba fijamente hacia la puerta.
—Los sacaremos de aquí. Esas ratas deben morir.
—Tenía
pintada la cara con trazos negros. El uniforme de camuflaje y sus
botas de caucho, pantaneras. Olía a sudor, muy fuerte.
—No tiene que temer nada Juana, esta guerra no es contra ustedes.
—¿Cómo sabe mi nombre?
—No
le miento cuando le digo que lo sabemos todo. Más tarde volvemos a
vernos, más tarde vol¬vemos a vernos. —Casi me orino, María, no me hizo
nada pero casi me orino. Salí a respirar y en el camino hacia aquí fue
que escuché que el helicóptero se los había prestado el Ejército. Que
ellos lo habían pintado de blanco para que no fuera identificado por
nosotros y los periodistas. Que una de las condiciones era no bombardear
las casas y que no querían que murieran mujeres ni niños. Tengo la
sensación de que lo conozco. No sé. Su mirada o su voz o si fue cuando
lo vi de espaldas que caí en cuenta de que no era desconocido… ¿Usted
sabe quiénes fueron los muertos? ¿Los cinco que dijo el tipo que habían
matado?
Juana tenía los ojos más grandes que nunca pero su brillo
era distinto. Mostraban el miedo de haber tenido cerca al asesino. De
estar segura por segundos de que su vida dependía de la voluntad de
otro. Esa mañana tuvo la muerte tan cerca que entendió que la vida, la
vida estaba en sus manos. También entendió que tendríamos que hacer
algo, fuese lo que fuese.
—Nos vamos o nos van a matar.
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