La escritora australiana cuenta cómo vivió la publicación y posterior éxito mundial de su primera novela, Ritos funerarios
Hannah Kent, autora austrialiana de Ritos funerarios./elcultural.es |
El caso de Hannah Kent (Adelaida, Australia, 1985) es, como poco, atípico. Su primera novela, Ritos funerarios (Alba), ha sido traducida a veinte lenguas
pero, según confiesa la autora, cuando se puso con ella, hace algo más
de tres años, "no tenía ni idea de cómo escribir un libro". Y no solo
eso: su libro es, o fue, o sirvió como una parte (una parte sustancial,
eso sí) de su tesis doctoral en Escritura Creativa. Le valió, pues, un
título y una carrera de escritor: Hannah Kent es hoy, tras su primer e
inesperado bestseller (lo ha sido, de momento, en el ámbito anglosajón),
una de las figuras más visibles de la literatura australiana. Y esta su primera novela pronto será llevada al cine con Jennifer Lawrence en el papel de la protagonista.
En un texto que escribió en killyourdarlings.com, una publicación digital australiana, la joven autora, editora a la sazón de la revista, describió cómo fue aquello de escribir un libro. Quería reconstruir unos hechos ocurridos en la muy remota Islandia del siglo XIX, pero desconocía el camino. Tenía el qué, pero ignoraba el cómo. "Mirando atrás, puede que fuera una de las decisiones más ridículas que he tomado en vida", escribe Kent, a propósito de la idea de armar con su historia un artefacto narrativo. Y así se lo hicieron saber todos los que supieron de sus intenciones: "Decían que no era consciente de la envergadura del proyecto".
En 2002, antes de su ingreso en la Universidad, la joven Hannah (entonces contaba diecisiete años) se topó con su historia. Ocurrió durante una estancia por intercambio en el país nórdico. Se fue Hannah Kent a ver la nieve y regresó a Australia "con una obsesión". La obsesión, dice, se llamaba Agnes Magnúsdóttir, la última mujer decapitada públicamente en Islandia, en 1830, condenada por el asesinato de dos hombres. La historia es relativamente conocida en el país, y lo es por dos motivos: uno de los asesinados era un hombre de letras, poeta y amigo de pensadores llamado Natan Ketilsson y, además, después de la ejecución de Magnúsdótttir, la pena capital fue abolida en Islandia para siempre.
Los padres de acogida de Kent la llevaron a conocer el lugar donde Agnes fue ejecutada. Allí, recuerda, todavía son visibles las huellas de lo sucedido. "Aquella historia me pareció un cuento trágico", relata Kent, que se identificó pronto con un personaje al que le veía ella "matices y sombras" más allá del sota caballo y rey de los informes policiales. "Creí que seguramente había más en su interior, más aparte del monstruo estereotipado que revelaban aquellos documentos". Kent viajó en más ocasiones a Finlandia, indagó en archivos y bibliotecas, leyó los diarios de los viajeros ingleses y la literatura islandesa de la época, se empapó de algo tan ignoto como el siglo XIX islandés y trajo al libro algo así como un western helado y con un poco (o un mucho) de melodrama femenino.
La historia es la siguiente: Agnes es conducida, antes de morir, a una granja en la que permanecerá recluida hasta el día de su ejecución. En ese lugar convive con una familia que recela de su presencia, pero que nada puede hacer por evitarla. A la historia de esa difícil convivencia, le añade Kent un monólogo interior de la convicta, que va entreverándose, con sus recuerdos, en el desarrollo de la historia. Quería poner en cuestión la pena interior de Agnes, dice, y de ahí que apostara por ponerse en la piel de un personaje del que no se sabe, a lo largo de gran parte de la novela, si es inocente o culpable. Por lo demás, aquella sociedad cerrada, aquel entorno de naturaleza hostil, cuenta Kent, se reveló enseguida como un excelente vivero de materiales novelescos.
En un texto que escribió en killyourdarlings.com, una publicación digital australiana, la joven autora, editora a la sazón de la revista, describió cómo fue aquello de escribir un libro. Quería reconstruir unos hechos ocurridos en la muy remota Islandia del siglo XIX, pero desconocía el camino. Tenía el qué, pero ignoraba el cómo. "Mirando atrás, puede que fuera una de las decisiones más ridículas que he tomado en vida", escribe Kent, a propósito de la idea de armar con su historia un artefacto narrativo. Y así se lo hicieron saber todos los que supieron de sus intenciones: "Decían que no era consciente de la envergadura del proyecto".
En 2002, antes de su ingreso en la Universidad, la joven Hannah (entonces contaba diecisiete años) se topó con su historia. Ocurrió durante una estancia por intercambio en el país nórdico. Se fue Hannah Kent a ver la nieve y regresó a Australia "con una obsesión". La obsesión, dice, se llamaba Agnes Magnúsdóttir, la última mujer decapitada públicamente en Islandia, en 1830, condenada por el asesinato de dos hombres. La historia es relativamente conocida en el país, y lo es por dos motivos: uno de los asesinados era un hombre de letras, poeta y amigo de pensadores llamado Natan Ketilsson y, además, después de la ejecución de Magnúsdótttir, la pena capital fue abolida en Islandia para siempre.
Los padres de acogida de Kent la llevaron a conocer el lugar donde Agnes fue ejecutada. Allí, recuerda, todavía son visibles las huellas de lo sucedido. "Aquella historia me pareció un cuento trágico", relata Kent, que se identificó pronto con un personaje al que le veía ella "matices y sombras" más allá del sota caballo y rey de los informes policiales. "Creí que seguramente había más en su interior, más aparte del monstruo estereotipado que revelaban aquellos documentos". Kent viajó en más ocasiones a Finlandia, indagó en archivos y bibliotecas, leyó los diarios de los viajeros ingleses y la literatura islandesa de la época, se empapó de algo tan ignoto como el siglo XIX islandés y trajo al libro algo así como un western helado y con un poco (o un mucho) de melodrama femenino.
La historia es la siguiente: Agnes es conducida, antes de morir, a una granja en la que permanecerá recluida hasta el día de su ejecución. En ese lugar convive con una familia que recela de su presencia, pero que nada puede hacer por evitarla. A la historia de esa difícil convivencia, le añade Kent un monólogo interior de la convicta, que va entreverándose, con sus recuerdos, en el desarrollo de la historia. Quería poner en cuestión la pena interior de Agnes, dice, y de ahí que apostara por ponerse en la piel de un personaje del que no se sabe, a lo largo de gran parte de la novela, si es inocente o culpable. Por lo demás, aquella sociedad cerrada, aquel entorno de naturaleza hostil, cuenta Kent, se reveló enseguida como un excelente vivero de materiales novelescos.
"Escribir pese a la incertidumbre"
Más allá del ingente trabajo de documentación previo, la empresa colisionaba, sobre todo, con la bisoñez de la escritora. A ella, admite, lo que más le preocupaba era pasar toda la información obtenida por las escurridizas armas de la narrativa: "Después de averiguar todo lo que me hacía falta, llegó la hora de escribir el libro", recuerda... y sintió "terror" ante semejante desafío. Hasta entonces, tirar del hilo había sido relativamente fácil; trabajoso, pero fácil: Kent conocía el país (había quedado "enamorada" tras su primera visita) y, más importante todavía, se manejaba bien en el idioma. "Cuando llegó el momento de escribir, convertí mi vestidor en una oficina, clavé mis mapas de Islandia y las fotos de la ejecución en las paredes, quité cinco años de porquería de mi teclado y coloqué una cafetera estratégicamente sobre el escritorio". Afirma que escribió el primer manuscrito en tan solo tres meses, y que fue un proceso duro y sacrificado que afrontó con disciplina: se impuso un mínimo de mil palabras al día. "Tuve que romper mi hábito de corregir todo lo del día anterior", dice.Olvidó sus dudas y cayó la escritora en una feliz rutina durante la cual, asegura, "a través de la experimentación" pudo responder a sus propias preguntas sobre cómo ha de escribirse un libro. Pero nunca, o casi nunca, estuvo segura de los terrenos que pisaba: "Fue como caminar a ciegas en la oscuridad, y solo reconocía los callejones sin salida cuando me golpeaba contra ellos". Y añade: "Descubrí que hay que seguir escribiendo, a pesar de la incertidumbre". El relato termina con Kent llorando sobre su teclado tras escribir la última escena del libro.
Podría pensarse que, a partir de ahí, el resto vino rodado: vendió el manuscrito y, a instancias de sus editores, lo revisó durante meses; estos mismos editores le ofrecieron a la autora un importante adelanto que llamó la atención del público y de los medios. No era habitual todo aquel despliegue para alguien tan alejada de los núcleos literarios en lengua inglesa (Nueva York o Londres), así que, se pensó, una gran historia estaba por venir...
Tras su éxito, Hannah Kent lanza un consejo a los escritores, tanto a los jóvenes como a los que se hallan en una encrucijada creativa: Keep Calm and carry on. Y cita, para terminar, a la novelista irlandesa Anne Enrigh: "Solo los malos escritores piensan que su trabajo es realmente bueno".
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