Otra vez Pablo Escobar. Se cumplen por estos días
veinte años de su muerte sobre los tejados de Medellín, y todavía nos
preguntamos qué ocurrió —y por qué ocurrió, y cómo nos marcó lo
ocurrido— durante la última década de su vida. Las preguntas y sus
ambiguas respuestas comenzaron casi de inmediato: apenas meses después
de la muerte de Escobar, Fernando Vallejo publicó La virgen de los
sicarios, cuyo notorio protagonista es un asesino desempleado.
Desempleado, sí: pues acaba de morir el patrón (uno no sabe si usar la
mayúscula). Alexis, el joven asesino, enciende la televisión, y ahí está
el presidente “dando parte a la nación porque veinticinco mil soldados
habían dado de baja al presunto capo-jefe del narcotráfico, contratador
de sicarios”. El desquiciado narrador de la novela, cuyo mero tono
podría ser un síntoma de la forma en que el narcotráfico cambió a
Colombia, continúa su perorata: “Con la muerte del presunto
narcotraficante que dijo arriba nuestro primer mandatario, aquí
prácticamente la profesión de sicario se acabó. Muerto el santo se acabó
el milagro. Sin trabajo fijo, se dispersaron por la ciudad y se
pusieron a secuestrar, a atracar, a robar. Y sicario que trabaja solo
por su cuenta y riesgo ya no es sicario: es libre empresa, la iniciativa
privada. Otra institución pues nuestra que se nos va. En el naufragio
de Colombia, en esta pérdida de nuestra identidad ya no nos va quedando
nada”.
La literatura colombiana de los años siguientes ha vuelto
una y otra vez sobre aquellos años siniestros para preguntarse por ese
naufragio, por esa identidad: para explorar la huella que dejó Escobar
—su vida y hechos— en el país y sus gentes. Dos años después de que
Vallejo intentara el diagnóstico desde su mezcla particular de
misantropía celiniana y cantaleta paisa, García Márquez se manchó las
manos con el barro nada mágico de la realidad. “Una droga más dañina que
las mal llamadas heroicas”, escribió, “se introdujo en la cultura
nacional: el dinero fácil. Prosperó la idea de que la ley es el mayor
obstáculo para la felicidad, que de nada sirve aprender a leer y a
escribir, que se vive mejor y más seguro como delincuente que como gente
de bien. En síntesis: el estado de perversión social, propio de toda
guerra larvada”. Las trescientas páginas de Noticia de un secuestro
miran de frente el legado del narcotráfico, pero la presencia de Escobar
puede rastrearse también en frases dispersas que uno encuentra aquí y
allá, haciéndose notar en las páginas de nuestros libros como las
huellas de un perro de patas sucias.
Uno abre Asuntos de un
hidalgo disoluto, de Héctor Abad Faciolince, y se encuentra con “una
casona grande en El Poblado, que tumbaron hace poco para construir un
edificio para burgueses altos y mafiosos recién llegados”. En Fragmentos
de amor furtivo, los amantes huyen de la violencia de Medellín como de
la peste (o más bien descubren que la violencia, como decía Héctor Abad
Gómez, es una peste), y leemos que la Medellín de esos años es una
ciudad “amenazada por el terrorismo, asediada por mafiosos y sicarios,
enfurecida por guerrilleros, saqueada por políticos, hecha aún más
violenta por un ejército y una policía a veces cómplices, a veces
impotentes y casi siempre desquiciados”. Rosario Tijeras, una novela
imposible fuera del mundo que Escobar creó, menciona al capo una sola
vez: “En las comunas de Medellín, Rosario Tijeras se volvió un ídolo. Se
podía ver en las paredes de los barrios: ‘Rosario Tijeras, mamacita’,
‘Capame a besos, Rosario T.’, ‘Rosario Tijeras, presidente, Pablo
Escobar, vicepresidente’”. Escribe Jorge Franco: “Su historia adquirió
la misma proporción de realidad y ficción que la de sus jefes”.
La
realidad y la ficción: su relación, siempre conflictiva, lo es
doblemente en el caso de esa hipérbole de la vida real que fue la década
en que Pablo Escobar le declaró la guerra al Estado. Personaje de sí
mismo, Escobar se convirtió tras su muerte en carne de relatos,
fascinando no sólo a los novelistas, sino a los personajes de esos
novelistas. El narrador de Era lunes cuando cayó del cielo, de Juan
Diego Mejía, cuenta dos historias: la de la modelo Lucía, que crece en
Medellín durante los años del narcoterrorismo, y la de su amigo Marcelo,
empeñado en “hacer la película sobre la vida del mafioso más importante
del mundo”. Laura Restrepo, cuyo Leopardo al sol se había asomado al
universo narco en 1993, habla en Delirio del país desmadrado que
podíamos ver diez años más tarde: la locura general del narcotráfico es
el agente remoto de la locura privada de la pobre Agustina. Pero también
lo es de las desmesuras del Midas McAlister, el hombre que le habla a
la loca y cuyos amigos se enriquecen gracias a sus buenos oficios: cada
uno le da al Midas cheques en pesos colombianos que él “le hacía llegar a
Escobar, y cuando Escobar coronaba su embarque de coca en los USA, les
devolvía su inversión a través del Midas, pero ¡oh, magia, magia!, esta
vez venía en dólares y con una ganancia espectacular”. Oh, magia, magia:
el sarcasmo del narrador está en mi memoria unido a uno de los grandes
cuentos que se han escrito sobre el fenómeno social que fue el
narcotráfico: La magia del Joe Domínguez, de Pedro Badrán Padauí,
parábola impecable sobre un pequeño narco caribeño y sus ansias de
ascensión social. El “presunto narcotraficante José Domínguez Lambis”
pasa en veinte páginas del infierno a la gloria y de la gloria a la DEA.
Su destino, mil veces repetido en esos años (y que acaso se sigue
repitiendo), nunca ha sido contado mejor.
Siempre me ha parecido
curioso que la literatura colombiana, al contrario de lo que ha sucedido
en México o en la frontera norteamericana (pienso en Élmer Mendoza o en
Don Winslow), no se ha apoyado con tanta frecuencia en los mecanismos
de la novela negra. En Saide o Destinos intermedios, de Octavio Escobar,
el narcotráfico se ve a lo lejos, como las montañas en un cuadro de
Ariza; en otras novelas cuya intriga bebe directamente del negocio (o
del estado moral que el negocio produjo), apenas si se le menciona. Pero
en El eskimal y la mariposa, Nahum Montt pone en boca de Don Luis,
temible titiritero de la violencia, un monólogo tan inolvidable como
cínico sobre la figura de Escobar: “Al comienzo le disgustaba su papel,
pero después cedió a las tentaciones de la fama. Nosotros lo convertimos
en una leyenda. Es cierto que está librando una guerra contra los
políticos, pero también es cierto que no ha tenido velas en muchos
entierros que le han adjudicado. La gente del común cree más en sus
comunicados que en las versiones oficiales. Todos saben que algo huele
mal en este país. Sospechan, pero nadie dice nada, porque no saben de
dónde provienen las balas; ni siquiera Pablo Escobar lo sabe”. Después
de media página de diagnósticos, concluye: “Pablo Escobar no es más que
un fusible; cuando suba mucho la temperatura y la tensión, cuando las
sobrecargas de voltaje sean inmanejables, el fusible saltará y se
quemará, y nos salvaremos todos los que hemos estado con esto hasta el
cuello”.
Este inventario es sin duda imperfecto e incompleto. El
lector tendrá en mente otros libros; yo lamento que los rigores del
espacio no me permitan mencionar todos los que me parecen valiosos. Pero
el resultado es el mismo: toda una familia —o quizá podamos hablar ya
de una pequeña tradición— se ha empecinado en los últimos veinte años en
echar un poco de luz sobre las oscuridades que dejó el “mafioso más
importante del mundo”. Ninguna ficción, sin embargo, se ha acercado al
personaje de manera tan obsesiva como Happy birthday, capo. La novela de
José Libardo Porras es una osada defensa de la ficción literaria: ha
tomado esa materia cansina y traqueteada que es la biografía de Escobar y
la ha convertido, mediante las artes de la literatura, en algo nuevo.
En ella, Escobar es un hombre destrozado por dentro y a punto de ser
destrozado por fuera, “agobiado por la gloria de ser uno de los asesinos
más fecundos del siglo en un país donde los asesinos, de tantos, se
estorban entre sí”. Porras va allá donde sólo la ficción puede ir, y nos
cuenta lo que sólo la ficción puede contar. Es lo que hacen las mejores
novelas de esta pequeña tradición —o quizá podamos hablar de una
familia—; el que se sigan escribiendo es testimonio de que todavía,
aunque haya pasado el tiempo y nos hayan abrumado las estadísticas, nos
falta mucho por entender.
Fuente:elespectador.com
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