Las palabras están sujetas al efecto plastilina. Van cambiando con el uso y dependen de las manos en las que caigan. La utilización determina si un término es común o es raro, si está de moda o tiene los días contados. Vocablos como pocholo, guateque, enagua o aviador inundaron conversaciones de otras épocas. Hoy, en cambio, agonizan
Como los dandies, las palabras también desaparecen por nuestra pereza de que ya no decirlas más.../yorokobu.es |
Son “palabras moribundas”. Términos que se dejaron de usar y que están en peligro de muerte. La especialista en geolingüística y dialectología Pilar G. Mouton lleva más de 15 años investigando y, de algún modo, rescatando vocablos que están cayendo en el olvido. No es nada trágico. Está en la propia naturaleza de la lengua. Nacer, morir, evolucionar y a veces, incluso, resucitar.
“Muchas palabras mueren porque desaparecen las cosas que representan”, explica la investigadora del CSIC. “De esto ya hablaron los lingüistas alemanes hace mucho tiempo. Estudiaban las palabras y las cosas. Es un trabajo de geografía lingüística. Esto ocurre, por ejemplo, con palabras relacionadas con la siembra, la cosecha y sus ritos. La desaparición de esta actividad supone la pérdida de los instrumentos utilizados en la siembra y sus ritos asociados”.
Quedan fuera de la lengua palabras centenarias y términos que tuvieron una vida muy breve. Tan corta que cuando las admite la RAE ya se han dejado de usar. Eso ocurrió con pocholo, por ejemplo. “Era una palabra moderna y cuando la incluyeron en el diccionario ya resultaba antigua”.
Puede que el mundo cambie y la palabra, no. Hay términos que parecen estar más allá del bien y del mal, del espacio y el tiempo. Así ocurre con el agua, el cielo, la paz o el amor. Hay otras, en cambio, que mueren y vuelven a vivir. Eso ocurrió, por ejemplo, con azafata. Pilar G. Mouton y Álex Grijelmo explican la evolución de este vocablo en su libro Palabras moribundas, de Taurus. Azafate entró en el español con la llegada de los árabes. En aquella época era una «bandeja con borde de poca altura» y de ahí surgió azafata. En 1726 los dos términos se incorporan al Diccionario de Autoridades para describir el “oficio de la Casa Real, que sirve una viuda noble, la qual guarda y tiene en su poder las alhájas y vestídos de la Réina, y entra a despertarla con la Camaréra mayor, y una señora de honór, llevando en un azafáte el vestído y demás cosas que se ha de poner la Réina, las quales vá dando à la Camaréra mayor, que es quien las sirve. Llámase Azafáta por el azafáte que lleva y tiene en las manos mientras se viste la Réina”.
Muchas palabras patrimoniales que no se mencionan en los medios ni en las ciudades están bajo sospecha y caen en descrédito
La definición se fue haciendo cada vez más breve en las siguientes ediciones del léxico de la Academia. El uso también iba cambiando al paso de los nuevos tiempos. El vocablo parecía estar condenado a su desaparición pero, de pronto, el auge de la aviación lo rescató del olvido y lo utilizó para nombrar a las «empleadas de las compañías aéreas que se encargan de atender –también con una bandeja– a los ilustres pasajeros». Azafata no solo revivió. Salió de la habitación de la reina y empezó a viajar por el mundo. No solo en aviones. También en trenes, barcos y autobuses. Y, además, admitió un compañero de viaje. El masculino: azafato.
Hay otra forma de volver al mundo. Una palabra puede ser rescatada para describir algo que nada tiene que ver con su origen. “La palabra servidor ha sido resucitada por la informática”, comenta Mouton, “pero ahora tiene un nuevo significado”.
El concepto de lo políticamente correcto y los eufemismos tienen un peso importante en el efecto plastilina de la lengua. Esto hace que unas palabras se sustituyan por otras en muy poco tiempo o que algunos términos caigan en el más absoluto descrédito. Y aquí los medios de comunicación tienen un poder abrumador. “Ya no se dice retrete, por ejemplo; y en el uso social cambiamos sobaco por axila, mear por orinar”, escriben en Palabras moribundas. “También se produce esa misma sustitución léxica en términos que afectan a la sensibilidad social, y por eso se evitan palabras como pobre, mendigo, subnormal, anormal, mongólico, negro o moro”.
Los autores piensan que los medios de comunicación y la lengua urbana ha hecho el lenguaje más uniforme. Muchas palabras patrimoniales que no se mencionan en los medios ni en las ciudades están bajo sospecha y caen en descrédito. Las tachan de “antiguas, pueblerinas y hasta incorrectas”, dicen. “Lo nuevo tiene prestigio y, sin embargo, aquellas palabras arrinconadas son parte de la riqueza que heredamos de las generaciones anteriores y nos sirven para nombrar nuestra cultura y para leer a los clásicos”.
Pilar G. Mouton sigue buscando palabras en peligro de extinción. En su investigación participan decenas de personas de todo el país. El punto de encuentro es un espacio en RNE, cada quince días, llamado también Palabras moribundas. Muchos individuos dan pistas de términos que oyeron y usaron en su niñez, y hoy apenas se utilizan. “Este programa cumple una función social”, indica la especialista en dialectología. “Recuperamos palabras que se están perdiendo y damos prestigio a palabras antiguas”.
Estos son algunos de los vocablos que están hoy en las puertas del adiós…
Archiperres. Trastos, cosas inútiles. “Se usa en la zona de Burgos y es frecuente en la zona de la Rioja Alavesa, mientras que achiperris, acabada en –is resulta más bien madrileña. En Navalcán (Toledo), achiperres es muy normal para referirse a los adornos –collares, pulseras, abalorios– de alguien que va muy sobrecargado, y también forma parte del vocabulario cotidiano en un pueblecito de Ávila llamado La Colilla. En Melilla hay quien emplea archipirris para designar un conjunto grande de pequeños elementos accesorios o figuritas” (Palabras moribundas, Taurus).
Aviador. En 1914 la definición era así: «Dícese de la persona que gobierna un aparato de aviación o que va en él». Poco se ha revisado desde entonces, según dicen Mouton y Grijelmo en Palabras moribundas, porque la definición académica actual [«Que gobierna un aparato de aviación, especialmente si está provista de licencia para ello»] es muy similar y una “expresión imposible en un lenguaje actualizado”.
“Los hablantes tienen una idea estereotipada de lo que sería un aviador en toda regla de los primeros tiempos de la aviación, con sus gafas de mosca, su gorro y sus orejeras (…). Algunos relacionan la palabra con el presente, pero se trata de un presente que mira al pasado, como la película de Scorsese El aviador(2004), protagonizada por Leonardo di Caprio, y se encuentran ecos del pasado en el nombre del grupo Aviador Dro”.
Cuchipanda. La RAE describe esta palabra como “comida que toman juntas y regocijadamente varias personas”. La definición, como dicen los autores de Palabras moribundas, resulta “un poco cursi” y esto se debe a que no ha cambiado desde que se introdujo en el diccionario, en 1884.
Dandi. Esta palabra resuena hoy a tiempos muertos. El diccionario de la RAE atribuye este término a un «hombre que se distingue por su extremada elegancia y buen tono» (edición de 1983) pero, en la calle, ya nadie habla de dandi. El vocablo se utilizó, sobre todo, en los años centrales del XX. A principios de aquel siglo tampoco era tan común. En 1927, cuando entró en el diccionario, escribieron: “Anglicismo por petimetre”. Era así como llamaban a los hombres refinados y elegantes: Petimetres. Venía del francés, petit maître (pequeño señor, señorito), y tenía un cierto tono despectivo. Llamaban así a una “persona que se preocupa mucho de su compostura y de seguir las modas”.
En 1950 los académicos cambiaron el significado de la palabra y lo sustituyeron por “Anglicismo por lechuguino o pisaverde”. Un lechuguino es un “Muchacho imberbe que se mete a galantear aparentando ser hombre hecho” y un “Hombre joven que se compone mucho y sigue rigurosamente la moda”. Un pisaverde, según Palabras moribundas, es “Hombre presumido y afeminado, que no conoce más ocupación que la de acicalarse, perfumarse y andar vagando todo el día en busca de galanteos”.
Descocado, descocada. «El que muestra demasiada libertad y desenvoltura» (RAE). Esta definición tiene, como dicen Mouton y Grijelmo, “un tonillo de censura”. La palabra aparecía ya en el Diccionario de Autoridades, en el siglo XVIII. Entonces descocarse era: «v.r. Desvergonzarse, descararse, faltar al respeto con insolencia». Eso que hacían las mujeres con escotes profundos y faldas cortas, y los hombres que no se abrochaban la camisa.
Dulcería. «Establecimiento donde los confiteros hacen y venden los dulces, y que a veces es también salón de té». La palabra resiste en Canarias y América. En la península se ha sustituído por pastelería o confitería.
Enagua. Este vocablo procede de un idioma antillano, el taíno. Lo hablaban en Cuba y Puerto Rico en la época en la que Cristóbal Colón llegó a América, y desde allí viajó a España, según Palabras moribundas. El origen era nagua pero con el tiempo se convirtió en enagua o enaguas y se metió entre la ropa interior femenina y el vestido para dar vuelo a la falda.
En la Mancha y otros lugares se llamó también el viso. En Almería, sayas. Después le llamaron combinación. Eran “de tela banca rematadas con puntillas y las niñas solían presumir de ellas, levantándose un poquito el vestido para enseñarlas”. Hace años que la prenda se dejó de utilizar y la palabra, en consecuencia, también.
Fetén. Esta palabra es un préstamo. Viene del caló, el lenguaje de los gitanos españoles, y significa «Bueno, estupendo, excelente» y también «Sincero, auténtico, verdadero, evidente». El uso más antiguo recogido por la Academia data de 1932. En la comedia Usted tiene ojos de mujer fatal, de Enrique Jardiel Poncela, Sergio dice a Adelaida:
–Y lo que te ha dicho Oshidori es la verdad.
–Pero, ¿la verdad fetén?
–La verdad fetenísima.
“La palabra fetén la utiliza sobre todo la generación que ahora tendría más de 90 años. La debieron de aprender en la Guerra Civil para referirse a algo bueno y de calidad en grado superlativo”, dicen en Palabras moribundas. “Debe de ser palabra de los años 30 y 40. Luego, sus hijas la usaron para describir a los chicos de la pandilla más atractivos: «Está fetén» o «Está chipén».
Gallofero. «Holgazán y vagabundo que anda pidiendo limosna» (DRAE). Y de ahí salió el verbo gallofear: «Pedir limosna, viviendo vaga y ociosamente, sin aplicarse a trabajo ni ejercicio alguno». La palabra aparece ya en El Lazarillo de Tormes (S. XVI): «Tú bellaco y gallofero eres. Busca un amo a quien sirvas». En el diccionario de 1734 la definición es: «Pobretón, holgazán y ocioso, que se da a la briva, y anda pidiendo limosna». Darse a la briva era ‘hacer vida de pícaro holgazán, de bribón’.
Ganapán. Este término, de etimología transparente, significa «Hombre que se gana la vida llevando recados o transportando bultos de un punto a otro».
Lechería. Esta palabra se utilizaba cuando aún se compraba leche del día. Cuando la leche iba en botella de cristal y se devolvía el casco. El término se fue borrando a la vez que desaparecieron estos establecimentos.
Niqui. Es una prenda de punto y el origen del vocablo procede del alemán. En España entró con una película de Nicholas Ray titulada Llamar a cualquier puerta (1949). En ella aparecía un niño llamado Nicky que vestía siempre una camiseta. Pero la moda no llegó lejos y la palabra ha tenido una vida cortísima en los diccionarios españoles.
Pardiez. El término, como dicen en Palabras moribundas, “suena a Siglo de Oro, a espadachines y caballeros”. Su origen está en la expresión ‘Par Dios’ y la fórmula de juramento ‘lo juro por Dios’. Pero después cambiaron la s por la z para evitar “decir el nombre de Dios en vano”.
Parvulito, parvulita. El DRAE le da varios sentidos. «Dicho de un niño: De muy corta edad», «Inocente, que sabe poco o es fácil de engañar».
Pololos. «Pantalones bombachos cortos que se ponen debajo de la falda y la enagua, y forman parte de algunos trajes regionales femeninos». El uso del vocablo desapareció a la vez que se dejaron de usar.
Zorrocloco. «Hombre tardo en sus acciones y que parece bobo, pero que no se descuida en su utilidad y provecho», según la Academia. El término apareció por primera vez en 1739 con una definición muy parecida y que en su acepción principal define como «Una especie de nuégados en forma de canutillos, que en el Reino de Murcia, y en la Mancha llaman assi».
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