Chimamanda Ngozi Adichie
Una experiencia privada
Chika entra primero por la ventana de la tienda de comestibles y
sostiene el postigo para que la mujer la siga. La tienda parece haber
sido abandonada mucho antes de que empezaran los disturbios; las
estanterías de madera están cubiertas de polvo amarillo, al igual que
los contenedores metálicos amontonados en una esquina. Es una tienda
pequeña, más pequeña que el vestidor que tiene Chika en su país. La
mujer entra y el postigo chirría cuando Chika lo suelta. Le tiemblan las
manos y le arden las pantorrillas después de correr desde el mercado
tambaleándose sobre sus sandalias de tacón. Quiere dar las gracias a la
mujer por haberse detenido al pasar por su lado para decirle «¡No corras
hacia allí!», y haberla conducido hasta esta tienda vacía en la que
esconderse. Pero antes de que pueda darle las gracias, la mujer se lleva
una mano al cuello.
-He perdido collar mientras corro.
-Yo he soltado todo —dice Chika—. Acababa de comprar unas naranjas y las he soltado junto con el bolso.
No añade que el bolso era un Burberry original que le compró su madre en un viaje reciente a Londres.
La
mujer suspira y Chika imagina que está pensando en su collar,
probablemente unas cuentas de plástico ensartadas en una cuerda. Aunque
no tuviera un fuerte acento hausa, sabría que es del norte por el rostro
estrecho y la curiosa curva de sus pómulos, y que es musulmana por el
pañuelo. Ahora le cuelga del cuello, pero poco antes debía de llevarlo
alrededor de la cara, tapándole las orejas. Un pañuelo largo y fino de
color rosa y negro, con el vistoso atractivo de lo barato. Se pregunta
si la mujer también la está examinando a ella, si sabe por su tez clara y
el anillo rosario de plata que su madre insiste en que lleve que es
igbo y cristiana. Más tarde se enterará de que, mientras las dos hablan,
hay musulmanes hausas matando a cristianos igbos a machetazos y
pedradas. Pero en este momento dice:
-Gracias por llamarme. Todo ha
ocurrido muy deprisa y la gente ha echado a correr, y de pronto me he
visto sola, sin saber qué hacer. Gracias.
-Este lugar seguro —dice la
mujer en voz tan baja que suena como un suspiro—. No van a todas las
tiendas pequeñas-pequeñas, solo a las grandes-grandes y al mercado.
-Sí —dice Chika.
Pero
no tiene motivos para estar de acuerdo o en desacuerdo, porque no sabe
nada de disturbios; lo más cerca que ha estado de uno fue hace unas
semanas en una manifestación de la universidad a favor de la democracia
en la que había sostenido una rama verde y se había unido a los cantos
de «¡Fuera el ejército! ¡Fuera Abacha! ¡Queremos democracia!». Además,
nunca habría participado si su hermana Nnedi no hubiera estado entre los
organizadores que habían ido de residencia en residencia repartiendo
panfletos y hablando a los estudiantes de la importancia de «hacernos
oír».
Le siguen temblando las manos. Hace justo una hora estaba con
Nnedi en el mercado. Se ha parado a comprar naranjas y Nnedi ha seguido
andando hasta el puesto de cacahuetes, y de pronto se han oído gritos en
inglés, en el idioma criollo, en hausa y en igbo: «¡Disturbios! ¡Han
matado a un hombre!». Y a su alrededor todos se han puesto a correr,
empujándose unos a otros, volcando carretas llenas de ñames y dejando
atrás las verduras golpeadas por las que acababan de regatear. Ha olido a
sudor y a miedo, y también se ha echado a correr por las calles anchas y
luego por ese estrecho callejón que ha temido, mejor dicho, ha intuido,
que era peligroso, hasta que ha visto a la mujer.
La mujer y ella se
quedan un rato en silencio, mirando hacia la ventana por la que acaban
de entrar, con el postigo chirriante que se balancea en el aire. Al
principio la calle está silenciosa, luego se oyen unos pies corriendo.
Las dos se apartan instintivamente de la ventana, aunque Chika alcanza a
ver pasar a un hombre y una mujer, ella con una túnica hasta las
rodillas y un crío a la espalda. El hombre hablaba rápidamente en igbo y
todo lo que ha entendido Chika ha sido: «Puede que haya corrido a la
casa del tío».
-Cierra ventana -dice la mujer.
Chika así lo hace, y
sin el aire de la calle, el polvo que flota en la habitación es tan
espeso que puede verlo por encima de ella. El ambiente está cargado y no
huele como las calles de fuera, que apestan como el humo color cielo
que flota alrededor en Navidad cuando la gente arroja las cabras muertas
al fuego para quitar el pelo de la piel. Las calles por donde ha
corrido ciegamente, sin saber hacia dónde ha ido Nnedi, sin saber si el
hombre que corría a su lado era amigo o enemigo, sin saber si debía
parar y recoger a alguno de los niños aturdidos que con las prisas se ha
separado de su madre, sin saber quién era quién ni quién mataba a
quién.
Más tarde verá los armazones de los coches incendiados, con
huecos irregulares en lugar de ventanillas o parabrisas, e imaginará los
coches en llamas desperdigados por toda la ciudad como hogueras,
testigos silenciosos de tanta atrocidad. Averiguará que todo empezó en
el aparcamiento cuando un hombre pisó con las ruedas de su furgoneta un
ejemplar del Santo Corán que había a un lado de la carretera, un hombre
que resultó ser un igbo cristiano. Los hombres de alrededor, que se
pasaban el día jugando a las damas y que resultaron ser musulmanes, lo
hicieron bajar de la furgoneta, le cortaron la cabeza de un machetazo y
la llevaron al mercado pidiendo a los demás que los siguieran: ese
infiel había profanado el Santo Libro. Chika imaginará la cabeza del
hombre, la piel ceniza de la muerte, y tendrá arcadas y vomitará hasta
que le duela la barriga. Pero ahora pregunta a la mujer:
-¿Todavía huele a humo?
-Sí.
—La mujer se desabrocha la tela que lleva anudada a la cintura y la
extiende en el suelo polvoriento. Debajo solo lleva una blusa y una
combinación negra rasgada por las costuras—. Siéntate.
Chika mira la
tela deshilachada extendida en el suelo; probablemente es una de las dos
túnicas que tiene la mujer. Baja la vista hacia su falda tejana y su
camiseta roja estampada con una foto de una Estatua de la Libertad, las
dos compradas el verano que Nnedi y ella pasaron dos semanas en Nueva
York con unos parientes.
-Se la ensuciaré —dice.
-Siéntate —repite la mujer—. Tenemos que esperar mucho rato.
-¿Sabe cuánto...?
-Hasta esta noche o mañana por la mañana.
Chika
se lleva una mano a la frente como para comprobar si tiene fiebre. El
roce de su palma fría suele calmarla, pero esta vez la nota húmeda y
sudada.
-He dejado a mi hermana comprando cacahuetes. No sé dónde está.
-Irá a un lugar seguro.
-Nnedi.
-¿Eh?
-Mi hermana. Se llama Nnedi.
-Nnedi -repite la mujer, y su acento hausa envuelve el nombre igbo de una suavidad plumosa.
Más
tarde Chika recorrerá los depósitos de cadáveres de los hospitales
buscando a Nnedi; irá a las oficinas de los periódicos con la foto que
les hicieron a las dos en una boda hace una semana, en la que ella sale
con una sonrisa boba porque Nnedi le dio un pellizco justo antes de que
dispararan, las dos con trajes bañera de Ankara. Pegará fotos en las
paredes del mercado y en las tiendas cercanas. No encontrará a Nnedi.
Nunca la encontrará. Pero ahora dice a la mujer:
-Nnedi y yo llegamos la semana pasada para ver a nuestra tía. Estamos de vacaciones.
-¿Dónde estudiáis?
-Estamos en la Universidad de Lagos. Yo estudio medicina, y Nnedi ciencias políticas.
Chika
se pregunta si la mujer sabe lo que significa ir a la universidad. Y se
pregunta también si ha mencionado la universidad solo para alimentarse
de la realidad que ahora necesita: que Nnedi no se ha perdido en un
disturbio, que está a salvo en alguna parte, probablemente riéndose con
la boca abierta a su manera relajada o haciendo una de sus declaraciones
políticas. Sobre cómo el gobierno del general Abacha utiliza la
política exterior para legitimarse a los ojos de los demás países
africanos. O que la enorme popularidad de las extensiones de pelo rubio
era consecuencia directa del colonialismo británico.
-Solo llevamos
una semana aquí con nuestra tía, ni siquiera hemos estado en Kano —dice
Chika, y se da cuenta de lo que está pensando: su hermana y ella no
deberían verse afectadas por los disturbios. Eso era algo sobre lo que
leías en los periódicos. Algo que sucedía a otras personas.
-¿Tu tía está en mercado? —pregunta la mujer.
-No, está trabajando. Es la directora de la Secretaría.
Chika
vuelve a llevarse una mano a la frente. Se agacha hasta sentarse en el
suelo, mucho más cerca de la mujer de lo que se habría permitido en
circunstancias normales, para apoyar todo el cuerpo en la tela. Le llega
el olor de la mujer, algo intenso como la pastilla de jabón con que la
criada lava las sábanas.
-Tu tía está en lugar seguro.
-Sí —dice
Chika. La conversación parece surrealista; tiene la sensación de estar
observándose a sí misma—. Sigo sin creer que estoy en medio de un
disturbio.
La mujer mira al frente. Todo en ella es largo y esbelto,
las piernas extendidas ante sí, los dedos de las manos con las uñas
manchadas de henna, los pies.
-Es obra del diablo -dice por fin.
Chika
se pregunta si eso es lo que piensan todas las mujeres de los
disturbios, si eso es todo lo que ven: el diablo. Le gustaría que Nnedi
estuviera allí con ella. Imagina el marrón chocolate de sus ojos al
iluminarse, sus labios moviéndose deprisa al explicar que los disturbios
no ocurren en un vacío, que lo religioso y lo étnico a menudo son
politizados porque el gobernante está seguro si los gobernados
hambrientos se matan entre sí. Luego siente una punzada de
remordimientos y se pregunta si la mente de esa mujer es lo bastante
grande para entenderlo.
-¿Ya estás viendo a enfermos en la universidad? -pregunta la mujer.
Chika desvía rápidamente la mirada para que no vea su sorpresa.
-¿En mis prácticas? Sí, empezamos el año pasado. Vemos a pacientes del hospital clínico.
No
añade que a menudo le invaden las dudas, que se queda al final del
grupo de seis o siete estudiantes, rehuyendo la mirada del profesor y
rezando para que no le pida que examine un paciente y dé su diagnóstico
diferencial.
-Yo soy comerciante -dice la mujer-. Vendo cebollas.
Chika
busca en vano una nota de sarcasmo o reproche en su tono. La voz suena
baja y firme, una mujer que dice a qué se dedica sin más.
-Espero que no destruyan los puestos del mercado -responde; no sabe qué más decir.
-Cada vez que hay disturbios destrozan el mercado.
Chika
quiere preguntarle cuántos disturbios ha presenciado, pero se contiene.
Ha leído sobre los demás en el pasado: fanáticos musulmanes hausas que
atacan a cristianos igbos, y a veces cristianos igbos que emprenden
misiones de venganza asesinas. No quiere que empiecen a dar nombres.
-Me arden los pezones como si fueran pimienta.
Antes
de que Chika pueda tragar la burbuja de sorpresa que tiene en la
garganta y responder algo, la mujer se levanta la blusa y se desabrocha
el cierre delantero de un gastado sujetador negro. Saca los billetes de
diez y veinte nairas que lleva doblados en el sujetador antes de liberar
los pechos.
-Me arden como pimienta -repite, cogiéndoselos con las manos ahuecadas e inclinándose hacia Chika como si se los ofreciera.
Chika
se aparta. Recuerda la ronda en la sala de pediatría de hace una
semana: su profesor, el doctor Olunloyo, quería que todos los alumnos
oyeran el soplo al corazón en cuarta fase de un niño que los observaba
con curiosidad. El médico le pidió a Chika que empezara y ella se puso a
sudar con la mente en blanco, sin saber muy bien dónde estaba el
corazón. Al final puso una mano temblorosa en el lado izquierdo de la
tetilla del niño, y al notar bajo los dedos el vibrante zumbido de la
sangre yendo en la otra dirección, se disculpó tartamudeando ante el
niño, aunque él le sonreía.
Los pezones de la mujer no son como los
de ese niño. Son marrón oscuro, y están cuarteados y tirantes, con la
areola de color más claro. Chika los examina con atención, los toca.
-¿Tiene un bebé? -pregunta.
-Sí. De un año.
-Tiene
los pezones secos, pero no parecen infectados. Después de dar de mamar
debe aplicarse una crema. Y cuando dé de mamar, asegúrese de que el
pezón y también lo otro, la areola, encajan en la boca del niño.
La mujer mira a Chika largo rato.
-La primera vez de esto. Tengo cinco hijos.
-A
mi madre le pasó lo mismo. Se le agrietaron los pezones con el sexto
hijo y no sabía cuál era la causa, hasta que una amiga le dijo que tenía
que hidratarlos -explica Chika.
Casi nunca miente, y las pocas veces
que lo hace siempre es por alguna razón. Se pregunta qué sentido tiene
mentir, la necesidad de recurrir a un pasado ficticio parecido al de la
mujer; Nnedi y ella son las únicas hijas de su madre. Además, su madre
siempre tuvo a su disposición al doctor Iggokwe, con su formación y su
afectación británicas, con solo levantar el teléfono.
-¿Con qué se frota su madre el pezón? -pregunta la mujer.
-Manteca de coco. Las grietas se le cerraron enseguida.
-¿Eh?
-La mujer observa a Chika más rato, como si esa revelación hubiera
creado un vínculo-. Está bien, lo haré. -Juega un rato con su pañuelo
antes de añadir-: Estoy buscando a mi hija. Vamos al mercado juntas esta
mañana. Ella está vendiendo cacahuetes cerca de la parada de autobús,
porque hay mucha gente. Luego empieza el disturbio y yo voy arriba y
abajo buscándola.
-¿El bebé? -pregunta Chika, sabiendo lo estúpida que parece incluso mientras lo pregunta.
La mujer sacude la cabeza y en su mirada hay un destello de impaciencia, hasta de cólera.
-¿Tienes problema de oído? ¿No oyes lo que estoy diciendo?
-Lo siento.
-¡Bebé está en casa! Esta es mi hija mayor.
La
mujer se echa a llorar. Llora en silencio, sacudiendo los hombros, no
con la clase de sollozos fuertes de las mujeres que conoce, que parecen
decir a gritos: «Sujétame y consuélame porque no puedo soportar esto yo
sola». El llanto de esta mujer es privado, como si llevara a cabo un
ritual necesario que no involucra a nadie más.
Más tarde Chika
lamentará la decisión de haber dejado el barrio de su tía y haber ido al
mercado con Nnedi en un taxi para ver un poco del casco antiguo de
Kano; también lamentará que la hija de la mujer, Halima, no se haya
quedado en casa esta mañana por pereza, cansancio o indisposición, en
lugar de salir a vender cacahuetes.
La mujer se seca los ojos con un extremo de la blusa.
-Que Alá proteja a tu hermana y a Halima en un lugar seguro —dice.
Y
como Chika no está segura de lo que contestan los musulmanes y no puede
decir «Amén», se limita a asentir. La mujer ha descubierto un grifo
oxidado en una esquina de la tienda, cerca de los contenedores
metálicos. Tal vez donde el dueño se lavaba las manos, dice, y explica a
Chika que las tiendas de esa calle fueron abandonadas hace meses,
después de que el gobierno ordenara su demolición por tratarse de
estructuras ilegales. Abre el grifo y las dos observan sorprendidas cómo
sale un pequeño chorro de agua. Marronosa y tan metálica que a Chika le
llega el olor. Aun así, corre.
-Lavo y rezo -dice la mujer en voz
más alta, y sonríe por primera vez, dejando ver unos dientes uniformes
con los incisivos manchados.
En las mejillas le salen unos hoyuelos
lo bastante profundos para tragarse la mitad de un dedo, algo insólito
en una cara tan delgada. Se lava torpemente las manos y la cara en el
grifo, luego se quita el pañuelo del cuello y lo pone en el suelo. Chika
aparta la mirada. Sabe que la mujer está de rodillas en dirección a La
Meca, pero no mira. Como las lágrimas, es una experiencia privada y le
gustaría salir de la tienda. O poder rezar también y creer en un dios,
una presencia omnisciente en el aire viciado de la tienda. No recuerda
cuándo su idea de Dios no ha sido borrosa como el reflejo de un espejo
empañado por el vaho, y no se recuerda intentando limpiar el espejo.
Toca
el anillo rosario que todavía lleva en el dedo, a veces en el meñique y
otras en el índice, para complacer a su madre. Nnedi se lo quitó,
diciendo con su risa gangosa: «Los rosarios son como pociones mágicas.
No las necesito, gracias».
Más tarde la familia ofrecerá una misa
tras otra para que Nnedia aparezca sana y salva, nunca por el reposo de
su alma. Y Chika pensará en esa mujer, rezando con la cabeza vuelta
hacia el suelo polvoriento, y cambiará de parecer antes de decir a su
madre que está malgastando el dinero con esas misas que solo sirven para
engrosar las arcas de la iglesia.
Cuando la mujer se levanta, Chika
se siente extrañamente vigorizada. Han pasado más de tres horas e
imagina que el disturbio se ha calmado, que los responsables ya están
lejos. Tiene que irse, tiene que volver a casa y asegurarse de que Nnedi
y su tía están bien.
-Debo irme.
De nuevo la cara de impaciencia de la mujer.
-Todavía es peligroso salir.
-Creo que se han marchado. Ya no huelo el humo.
La
mujer se sienta de nuevo sobre la tela sin decir nada. Chika la observa
un rato, sintiéndose decepcionada sin saber por qué. Tal vez esperaba
de ella una bendición.
-¿Está muy lejos tu casa? —pregunta.
-Lejos. Cojo dos autobuses.
-Entonces volveré con el chófer de mi tía para acompañarte —dice Chika.
La mujer desvía la mirada.
Chika
se acerca despacio a la ventana y la abre. Espera oír gritar a la mujer
que se detenga, que vuelva, que no hay prisa. Pero la mujer no dice
nada y Chika nota su mirada clavada en la espalda mientras sale. Las
calles están silenciosas. Se ha puesto el sol y en la media luz
crepuscular Chika mira alrededor, sin saber qué dirección tomar. Reza
para que aparezca un taxi, ya sea por arte de magia, suerte o la mano de
Dios. Luego reza para que Nnedi esté en ese taxi, preguntándole dónde
demonios se ha metido y lo preocupados que han estado por ella. No ha
llegado al final de la segunda calle en dirección al mercado cuando ve
el cadáver. Apenas lo ve pero pasa tan cerca que le llega el calor.
Acaban de quemarlo. El olor que desprende es repulsivo, a carne asada,
no se parece a nada que haya olido antes.
Más tarde, cuando Chika y
su tía recorran todo Kano con un policía en el asiento delantero del
coche con aire acondicionado de su tía, verá otros cadáveres, muchos
carbonizados, tendidos a lo largo de las calles como si alguien los
hubiera arrastrado y colocado cuidadosamente allí. Mirará solo uno de
los cadáveres, desnudo, rígido, boca abajo, y se dará cuenta de que solo
viendo esa carne chamuscada no puede saber si el hombre parcialmente
quemado es igbo o hausa, cristiano o musulmán. Escuchará por la radio la
BBC y oirá las descripciones de las muertes y del disturbio («religioso
con un trasfondo de tensiones étnicas», dirá la voz). Y la arrojará
contra la pared y una feroz cólera la inundará ante cómo han
empaquetado, saneado y comprimido todos esos cadáveres en unas pocas
palabras. Pero ahora, el calor que desprende el cadáver carbonizado está
tan cerca, tan presente, que se vuelve y regresa corriendo a la tienda.
Siente un dolor agudo en la parte inferior de la pierna mientras corre.
Llega a la tienda y golpea la ventana, y no para de golpearla hasta que
la mujer abre.
Se sienta en el suelo y, a la luz cada vez más tenue,
observa el hilo de sangre que le baja por la pierna. Los ojos le bailan
inquietos en la cabeza. Esa sangre parece ajena a ella, como si alguien
le hubiera embadurnado la pierna con puré de tomate.
-Tu pierna. Tienes sangre -dice la mujer con cierta cautela.
Moja un extremo de su pañuelo en el grifo y le lava el corte de la pierna, luego se lo enrolla alrededor y hace un nudo.
-Gracias -dice Chika.
-¿Necesitas ir al baño?
-¿Al baño? No.
-Los contenedores de allí los estamos utilizando como baños -explica la mujer.
La
lleva al fondo de la tienda y en cuanto llega a la nariz de Chika el
olor, mezclado con el del polvo y el agua metálica, siente náuseas.
Cierra los ojos.
-Lo siento. Tengo el estómago revuelto. Por todo lo que está pasando hoy -se disculpa la mujer a sus espaldas.
Luego
abre la ventana, deja el contenedor fuera y se lava las manos en el
grifo. Cuando vuelve, Chika y ella se quedan sentadas una al lado de la
otra en silencio; al cabo de un rato oyen el canto ronco a lo lejos,
palabras que Chika no entiende. La tienda está casi totalmente oscura
cuando la mujer se tiende en el suelo, con solo la parte superior del
cuerpo sobre la tela.
Más tarde Chika leerá en The Guardián que «hay
antecedentes de violencia por parte de los musulmanes reaccionarios
hausaparlantes del norte contra los no musulmanes», y en medio de su
dolor recordará que examinó los pezones y conoció la amabilidad de una
musulmana hausa. Chika apenas duerme en toda la noche. La ventana está
cerrada, el ambiente cargado, y el polvo, grueso y granulado, se le mete
por las fosas nasales. No logra dejar de ver el cadáver ennegrecido
flotando en un halo junto a la ventana, señalándola acusador. Al final
oye a la mujer levantarse y abrir la ventana, dejando entrar el azul
apagado del amanecer. Se queda un rato allí de pie antes de salir. Chika
oye las pisadas de la gente que pasa por la acera. Oye a la mujer
llamar a alguien, y una voz que se alza al reconocerla seguida de una
parrafada en hausa rápido que no entiende.
La mujer entra de nuevo en la tienda.
-Ha
terminado el peligro. Es Abu. Está vendiendo provisiones. Va a ver su
tienda. Por todas partes hay policía con gas lacrimógeno. El soldado
viene para aquí. Me voy antes de que el soldado empiece a acosar a todo
el mundo.
Chika se levanta despacio y se estira; le duelen las
articulaciones. Caminará hasta la casa con verja de su tía porque no hay
taxis por las calles, solo jeeps militares y coches patrulla
destartalados. Encontrará a su tía yendo de una habitación a otra con un
vaso de agua en la mano, murmurando en igbo una y otra vez: ¿Por qué os
pedí a Nnedi y a ti que vinierais a verme? ¿Por qué me engañó de este
modo mi chi? Y Chika agarrará a su tía con fuerza por los hombros y la
llevará a un sofá.
De momento se desata el pañuelo de la pierna, lo sacude como para quitar las manchas de sangre y se lo devuelve a la mujer.
-Gracias.
-Lávate bien-bien la pierna. Saluda a tu hermana, saluda a los tuyos -dice la mujer, enrollándose la tela a la cintura.
-Saluda tú también a los tuyos. Saluda a tu bebé y a Halima.
Más
tarde, cuando vuelva andando a la casa de su tía, cogerá una piedra
manchada de sangre seca y la sostendrá contra el pecho como un macabro
souvenir. Y ya entonces, con una extraña intuición, sabrá que nunca
encontrará a Nnedi, que su hermana ha desaparecido. Pero en ese momento
se vuelve hacia la mujer y añade:
-¿Puedo quedarme con su pañuelo? Está sangrando otra vez.
La
mujer la mira un momento sin comprender; luego asiente. Tal vez se
percibe en su rostro el principio del futuro dolor, pero esboza una
sonrisa distraída antes de devolverle el pañuelo y darse la vuelta para
salir por la ventana.
Chimamanda Ngozi Adichie (Abba, Enugu, 15 de septiembre, de 1977). Novelista nigeriana.
Nació en la aldea de Abba, quinta hija del matrimonio de etnia igbo formado por Grace Ifeoma y James Nwoye Adichie. Pasó su infancia en la ciudad de Nsukka, sede de la Universidad de Nigeria, en una casa que anteriormente había sido habitada por el célebre escritor nigeriano Chinua Achebe.
Su padre era profesor de estadística, y su madre trabajaba también en
la universidad, como secretaria. A la edad de diecinueve años se
trasladó a Estados Unidos con una beca por dos años para estudiar comunicación y ciencias políticas en la Universidad de Drexel, en Filadelfia.
Posteriormente continuó sus estudios en la Universidad Estatal del Este
de Connecticut, en la que se graduó en 2001. Más adelante ha llevado a
cabo estudios de escritura creativa en la Universidad John Hopkins de Baltimore, y un máster de estudios africanos en la Universidad de Yale.
En 2003, mientras se encontraba estudiando en Connecticut, publicó su primera novela, La flor púrpura (Purple Hibiscus), que fue muy bien recibida por la crítica y recibió el Commonwealth Writers' Prize for Best First Book (2005).
La acción de su segunda novela, Medio sol amarillo (Half of a Yellow Sun, 2006), así titulada en referencia al diseño de la bandera de la efímera nación de Biafra, se desarrolla durante la Guerra Civil nigeriana. En 2007 esta obra, alabada, entre otros, por el escritor nigeriano Chinua Achebe, fue galardonada con el Orange Prize for Fiction.1.
En 2009 publicó una colección de relatos breves, titulada The Thing Around Your Neck.2. Obras. La flor púrpura (Purple Hibiscus, 2003). Barcelona: Grijalbo, 2004 (Edición de Bolsillo, Barcelona: Debolsillo, 2005). Medio sol amarillo (Half of a Yellow Sun, 2006). Barcelona: Mondadori, 2007. Algo alrededor de tu cuello (The Thing Around Your Neck, 2009). Barcelona: Mondadori, 2010.Premios.2005: Commonwealth Writers' Prize (La flor púrpura). 2007: Orange Prize for Fiction (Medio sol amarillo).
Semblanza biográfica y foto: Wikipedia. Texto: El cuento del día.
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