Un repaso a la carrera de uno de los más grandes actores: Robert Charles Durman Mitchum o simplemente Robert Mitchum
Robert Mitchum, un malo atractivo./elpais.com |
Tenía una cara seca, recia, angulosa, con un hoyuelo en el mentón, un aspecto frío y distante y unos ojos permanentemente somnolientos fruto, según explicó en una ocasión, de las lesiones que en su día le produjo el boxeo y de un insomnio crónico. Era Robert Charles Durman Mitchum o simplemente Robert Mitchum para los millones de aficionados al cine. Un actor que siempre se río un poco de sí mismo; que despreciaba el mundo de Hollywood; una especie de outsider, un hombre que vivió toda la vida fuera de las normas establecidas.
Nació el 6 de agosto de 1917 en Bridgeport, en el estado de Connecticut y tuvo una infancia dura y difícil que marcó toda su vida. Su padre, un trabajador del ferrocarril, murió en un accidente cuando él tenía solo dos años, un hecho que le afectó profundamente.
Fue un niño rebelde y pendenciero, un verdadero trasto. En una ocasión hizo sus necesidades en el sombrero de un profesor, razón más que suficiente para que fuera expulsado del colegio. Pero a la vez que travieso, era un chaval inquieto, inteligente y un lector voraz. A los catorce años se fue de casa. Se subió a un tren de mercancías y se marchó al sur de los Estados Unidos. Era la época de la “Gran Depresión” y el joven Mitchum erró sin un rumbo fijo, fue un vagabundo más, como miles de hombres en aquella época.
Lavó platos, recolectó frutas, pasó algunos días en la cárcel por vagancia y trabajó como peón hasta que se unió a una compañía teatral. Nunca fue un actor vocacional. “El método que sigue Rin Tin Tin es suficientemente bueno para mí. Él nunca se preocupa de la motivación, de los conceptos y de toda esa basura”, llegó a decir. Se metió en este mundo por pura necesidad o, más bien, porque eso le permitía ligar con chicas. En 1940 se casó con Dorothy Clements Spence, la mujer que le acompañó el resto de su vida y con la que tuvo tres hijos.
Trabajó también en una fábrica de aviones. Un empleo que tuvo que abandonar porque, debido al estrés, se estaba quedando casi ciego. Fue entonces cuando probó fortuna seriamente en el mundo del cine.
Comenzó de extra y poco a poco fue consiguiendo pequeños papeles. Su físico le hacía el actor ideal para interpretar a tipos duros: vaqueros, soldados, detectives privados, vagabundos, unos antihéroes en los que mezclaba como nadie la rudeza de su cuerpo con unas elevadas dosis de cinismo, un cinismo que sacaba a relucir también fuera de las pantallas. “La RKO hizo la misma película conmigo durante diez años. Eran tan parecidas que llevaba el mismo traje y la misma gabardina Burberry”, recordaba.
Los estudios intentaron cambiarle el nombre porque consideraban que ese “Mitchum” no era nada comercial, pero él se negó como un pequeño homenaje a ese padre al que prácticamente nunca conoció.
En 1945 recibió una selección al Oscar como actor de reparto por una película bélica, También somos seres humanos. Debido a ese éxito intervino en grandes títulos de cine negro como Encrucijada de odios y Retorno al pasado. Pero en 1948 un hecho sacudió su vida: fue detenido por fumar marihuana y condenado por posesión de drogas, una sentencia que estuvo a punto de acabar con su carrera. Gracias al apoyo que le brindó el magnate Howard Hughes pudo salir del bache.
A Robert Mitchum le recordamos paseando junto a John Wayne por las calles de El Dorado; formando parte del desembarco de Normandía en El día más largo, haciendo del investigador Philip Marlowe en Adiós, muñeca o en títulos como Río sin retorno, El cabo del terror o La hija de Ryan, pero hay sin duda un papel por encima de todos los demás: el del falso predicador Harry Powell en La noche del cazador. Un rodaje complejo porque Charles Laughton, el director, y Robert Mitchum se enzarzaron en decenas de peleas y discusiones debido a que el actor seguía bebiendo y tomando drogas.
“Todo lo que se ha escrito sobre mí es verdad”, afirmo en una ocasión. “El alcohol, la peleas, las mujeres…todo es verdad”. Era cierto: siguió bebiendo y fumando hierba hasta el final de sus días. Murió el 1 de julio de 1997 en Santa Bárbara, California, a los 79 años. Su cuerpo fue incinerado y sus cenizas esparcidas en el mar. Por propio deseo, no se celebró ninguna ceremonia en su recuerdo. “Realmente no me merezco todo lo que he conseguido. He tenido una vida privilegiada, lo sé”, confesó poco antes de morir.
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