David Grossman, autor de La vida entera y Más allá del tiempo, ha dado voz en Israel a una conciencia de los derechos de su propio pueblo y los palestinos a existir. Aquí cuenta dónde está la raíz de su literatura
El escritor David Grossman en un rincón de su casa en Jerusalén. /Lisbeth Salas./elpais.com |
Hay en este hombre una delicadeza extrema, como si estuviera a punto de romperse su mirada, su cara roja. Como si el niño que fue estuviera a punto otra vez de llorar solo. A veces aflora el dolor, pero el pudor lo mitiga. Es un hombre habitado por un conflicto, como su literatura. Nada en lo que escribe, ni en un cuento infantil, es ajeno al drama que contempla.
David Grossman vive en el centro de una historia terrible, Israel. Israel y Palestina. Un diálogo imposible que él afronta con una valentía moral que está en sus libros, en su voz, en su propia biografía. Él quiere el diálogo, afronta con estupor que no sea factible todavía, quiere que su país y Palestina algún día venzan la reticencia y sean vecinos normales, Estados normales en una vida normal, lejos del fuego que ahora le quema a él, y a tantos, en las entrañas.
En agosto de 2006, su hijo militar, Uri, murió en combate en Líbano. Tenía veinte años. David Grossman escribió días después (en EL PAÍS, 21 de agosto de 2006) una carta conmovedora: “En este momento no quiero decir nada de la guerra en la que has muerto. Nosotros, nuestra familia, ya la hemos perdido”.
Estuvimos con él en México, en la Feria del Libro de Guadalajara. A su alrededor pululaba gente que vigilaba su seguridad, es un israelí acostumbrado al sonido inesperado de las armas y del miedo, y quisiera acabar con ambos ruidos. En su cara se dibuja la serenidad con la que afronta la historia, pero a veces aflora el rubor de un cansancio: contarlo otra vez.
En su diálogo con Mario Vargas Llosa en ese escenario mexicano tuvo una participación vibrante, “me salió del alma”. Dijo ante un auditorio de más de mil personas: “Nací en Israel y he vivido toda mi vida en Israel, es mi lugar y no quiero estar fuera de él”. Y añadió: “Israel fue creado para que los judíos tuvieran por primera vez en dos mil años de historia un hogar en el mundo. Para mí, una definición de judío es alguien que nunca se siente en casa en el mundo; incluso en el más habitable de los lugares, nunca nos sentimos totalmente seguros ni confiados”.
Del mismo modo defiende “que los palestinos deben tener su propio país libre, independiente y soberano. Tienen que tener privilegios, no ya como palestinos, como seres humanos”.
No son palabras de palo, las ha vivido, las dice en los libros y en los estrados, en los cafés, y las dice ahora, con el mismo candor con que afronta el recuento de la primera enseñanza literaria que tuvo. ¿Qué hay detrás de esa mirada, y de esa rabia, qué hubo antes? La primera lección se la dio su padre. “Vino con un libro, sonriendo, y era raro en él que sonriera, él que solía ser tan autoritario”. Él tenía ocho años, y el libro era de Sholem Aleichem, escritor judío del siglo XIX. “Léelo, Davide”. Mi padre me habló muy poco sobre su infancia. Creo que, como muchos que emigraron a Israel, él quiso olvidarse del pasado e integrarse de inmediato en su nuevo país. Quiso darle la espalda a la diáspora y a la humillación. Pero los recuerdos son muy poderosos y creo que me dio a leer este libro porque se veía reflejado en él.
Trataba de un niño llamado Motl, hijo de un jazán (la persona que guía los cantos en la sinagoga)… El padre muere y Motl empieza a contar su vida. “Mi padre, como Motl, fue huérfano de padre y un niño muy solitario, pero también muy travieso. Recuerdo que lo empecé a leer y fue como una revelación. El libro contenía un mundo nuevo con códigos nuevos. Recuerdo que las páginas no estaban numeradas, sino que llevaban letras, como en la Biblia. Estaba seguro de que lo que me había dado mi padre era un libro sagrado. Cuando vi su sonrisa al entregármelo me pareció que mi padre era un niño”.
La historia de Motl absorbió a David “como hoy un niño se sentiría leyendo Harry Potter… Era como un cuento de hadas donde las personas vivían con miedo del futuro, pero no sabían de qué exactamente. Eran personajes tan distintos de los israelíes de los años de mi infancia, gente que no quería mirar hacia atrás, sino hacia el futuro, recrearse, hacerse fuertes… Porque si miras atrás, te das cuenta de lo frágil que eres. Aquella gente en algún momento se resignaba con la pérdida”.
Se hizo tan de Sholem que se convirtió en un experto al que la radiocontrató, cuando David tenía nueve años, a partir de un concurso en el que aquel niño supo más que nadie del famoso autor que marcó su infancia. “Pude colaborar en la radio y de hecho pude entrevistar a mucha gente que admiraba: jugadores de fútbol, poetas, políticos, gente del teatro. Una niñez poco común. Yo era muy bajito, claro, y cuando hacíamos un programa o una serie, nos acercábamos al mismo micrófono. A mí me ponían debajo una caja de naranjas, para estar a la altura de los adultos”.
Un niño solitario y miedoso recordándose aún como niño. Hay un cuento suyo, El abrazo (Sexto Piso), que tiene esa delicadeza con la que cuenta el miedo Grossman, como si fuera una membrana interior que atraviesa desde la infancia hasta el mismo instante en que está ahora. “Siempre fui sociable; tenía amigos, pero al tiempo me sentía muy solo. Sabía que no podían llegar a conocerme realmente. Pero la gente no habla de esto, no quiere reconocer que un niño puede sentirse solo, indefenso y lleno de miedo. Pero sí lo están, tienen miedo. Uno de mis primeros recuerdos de niñez es una fiesta en casa de mis padres y yo debía de tener unos cuatro años. Recuerdo mirar a todos estos adultos y pensar: todos se van a morir. Y me di cuenta de que yo también me iba a morir algún día. Lo viví con tanta claridad… Pero esas certezas no las puede asimilar un niño de esa edad y empecé a llorar desconsoladamente. Mi madre me cogió en brazos y me preguntó qué me pasaba. Hacía unos minutos era feliz, ¿y ahora?… Pero no le quise decir qué me había ocurrido porque tenía miedo de que su muerte se hiciera realidad”.
Por la mañana, mientras le escuchaba hablar, vibrante o apesadumbrado, con su colega Vargas Llosa, sentí, le dije, que en su interior algo iba diciendo: “Ayúdame, estoy solo”. Me contestó Grossman:
–Creo que esa sensación ha cambiado en mí. Crecí pensando que el mundo era hostil y yo debía mantenerme siempre alerta. Debía sospechar de todo y no confiar… Así fue mi vida familiar y las de muchas otras familias que eran supervivientes. Mis padres no vivieron el Holocausto porque lograron escapar antes, pero la atmósfera era así, miedo a que se repitiese. La sensación de catástrofe siempre está allí merodeando.
Desde corta edad se dio cuenta “de que esa actitud no era buena. Si uno sospecha de todo, todo el tiempo se debilita. Así que empecé a escribir, algo que se consideraba peligroso según la generación de mis padres. Te exponías, te ponías en el punto de mira”. En la vida y en la guerra. Cuando David se fue a la mili, su padre le dijo: “Hay tres filas. Colócate siempre en medio. No te pongas nunca en la primera ni en la última. Así no levantarás sospechas…”. Ahí ríe Grossman: “Y mira dónde estoy… Poniéndome delante, escribiendo en primera persona con una voz muy clara que expresa opiniones que no son del gusto de muchos”. Por su país siente “un amor difícil y complicado, pero inequívoco”, y ahí es mirado con recelo por los que creen que solo hay una manera de amar a Israel y no es la de los que, como Grossman, comprenden los derechos de los palestinos…
Hay una obra suya, La vida entera (Lumen), en la que están presentes los miedos y los afectos. Está incluso lejana, pero palpable, su propia historia, su drama más íntimo… No es que lo cure su literatura: lo explica. “Cuando empecé a escribir y a hablar con mis lectores, me di cuenta de que el mundo era mucho mejor de lo que pensaba, que la vida podía ser positiva. Ellos me dicen que he contado sus historias, que les he ayudado… Gracias a mis libros pude ver con otros ojos. Empecé a caminar desarmado. No solo en el sentido exterior, sino también interior”.
“Cuando perdí a mi hijo… Muchos padres en Israel han perdido a sus hijos a causa de las guerras. Para poder seguir viviendo se resguardan tanto que acaban protegiéndose de la vida. Yo supe que el dolor me iba a acompañar siempre. Pero me prometí a mí mismo no protegerme de la vida”.
De ello escribió un libro poético, Más allá del tiempo (Mondadori). “La gente se preocupó por mí. Me decían: ¿Por qué te metes ahí? ¿Por qué no esperas a que se te curen las heridas? Yo les contestaba que, si acaso, el tiempo ya lo curaría. O no. Soy de los que sospechan de las recuperaciones rápidas. No quiero distraerme para lograr no estar en contacto con el dolor. Lo que me pasó fue demasiado doloroso, pero ahora es parte de quien soy. Y yo quiero ser yo”.
Llama siempre a sus padres, los va a ver con su nueva nieta. “Mi madre nunca fue lectora. Mi padre fue conductor de autobús y ni siquiera terminó el bachiller. Pero cuando empecé a escribir, él se puso a estudiar y a preguntarme cosas relacionadas con la escritura. Me decía: ‘Me han dicho que escribes en prosa. ¿Qué es la prosa?’. Se ha leído todos mis libros, se los ha leído de verdad. Él es una de las cuatro personas que leen mis libros antes de ir a la imprenta. Como tiene mal la vista, se los imprimo en un tamaño de letra 26 o 28… Cuando escribí Gramática íntima, que hablaba de una familia similar a la nuestra, se lo di a leer a los dos. Mi padre lo leyó y me dijo: ‘Muy bonito, Davide, pero ¿crees realmente que alguien que no sea de esta familia lo va a entender?’. Ahora cuando me llegan mis libros en otros idiomas se los enseño: ¿ves, padre, cómo los entienden?…”.
–¿Siente nostalgia de su país cuando está fuera?
–Cuando estoy en un país sin peligro aparente, siento que puedo respirar de otra forma. En Israel estoy en alerta permanente. Fuera siento que la gente va desarmada… Pero me resulta difícil pensar en vivir en otro lugar, porque en el fondo soy muy provinciano, me quedo con lo que conozco. Hay algo de Israel que me atrae. Estar en mi casa. No tener que hablar tanto. Echo de menos a mi hijo, a mi hija, a mi nieta. Los paseos con mi mujer cada mañana. Mis amigos. La amistad es algo muy importante en Israel. La gente sabe ser amiga allí.
El iraní Ahmadineyad “dijo que no éramos seres humanos, sino animales. Y que, por consiguiente, no había problema en exterminarnos… La gente vive con un voltaje emocional muy alto. Un miedo existencial brutal. Vivimos aterrorizados de que un día Israel deje de existir. Por eso es muy fácil manipularla, empujarla hacia un comportamiento duro y militar. Pero no es porque la gente sea mala”.
Luego firmó en el libro El abrazo, la historia de un niño que pregunta qué es la soledad, qué se siente cuando se descubre y cuando se sufre. José Hierro termina así un poema inolvidable: “No he dicho a nadie que estuve a punto de llorar”. Puede escribirse ese verso también tras escuchar a David Grossman.
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