Gente apurada, mirando el móvil o sentada exhausta. En el gran mercado de la literatura, pararse a leer es una extravagancia
Jaime Gutiérrez, en uno de los espacios de lectura de la FIL. / Saúl Ruiz./elpais.com |
La Feria del Libro de Guadalajara
es una de las más masivas del mundo. Se celebra en una nave dividida
entre stands atiborrados de libros y amplios pasillos por los que
podrían circular camiones de carga industrial. Es un lugar ruidoso, de
constante movimiento de gente. Lo contrario a un sofá de orejeras en el
salón de tu casa en una tranquila tarde otoñal. Dadas las condiciones,
nos preguntamos: ¿Es posible leer un libro en una feria del libro?
El entusiasta Jaime Gutiérrez es el encargado de la sala de lectura
de la feria. Un rinconcito con cojines en el suelo y unas estructuras
parecidas a una nave espacial en la que empotrarse para leer. Una
familia le dejó a cargo a una señora mayor cansada de andar de aquí para
allá. En dos horas la mujer “se echó dos libros”, La Metamorfosis
de Kafka y una antología poética de Alí Chumacero, como si se hubiese
ventilado un taco de bistec y otro de pastor. “Uno no va a agarrar Harry
Potter que es así de gordototote”, contó Gutiérrez y abrió los dedos
unos quince centímetros. Su teoría es que el lector de feria los quiere
“pequeños, cortos, rápidos, ágiles”.
En una zona de paso entre dos áreas de la nave hay algunos sillones.
La gente se sienta y mira a su alrededor. O consulta su celular. O
hablan entre sí. Algunos hasta abren un libro y se ponen a leer. Por
ejemplo, Emma Torres, de 54 años, que se acababa de comprar un libro de
Deepak Chopra titulado Soluciones espirituales. Respuestas a los mayores desafíos de la vida.
Torres explicó que se encuentra en un momento de su vida lleno de
conflictos y que por eso buscaba soluciones en el libro espiritual de
Chopra. Cuando contaba esto, llevaba unos 15 minutos leyendo e iba en la
página 17. “Apenas estoy empezando”, dice. “Voy en el nivel de
conciencia I”.
Había que volver a caminar otro buen rato para toparse con un lector. Miriam Rodríguez, de 24 años, andaba enfrascada con Por qué mentimos… en especial a nosotros mismos, de Dan Ariely. Este es el cuarto libro que se va a leer en su vida. El primero fue Bibiana y su mundo,
y de los otros dos no se acuerda. Cree que uno de ellos era la Biblia
pero no está segura. No se ruboriza de su mala memoria con los libros,
decía, porque su presidente, Enrique Peña Nieto,
tuvo un lapsus parecido en esta misma feria hace dos años. “La verdad
leo muy poco. Es la primera vez que vengo a una exposición de libros.
Soy del Estado de Morelos. Sí, ya me propuse leer más libros”.
A su lado estaba sentado José Alberto, un adolescente “bien güero”,
leyendo a J. K. Rowling. Quiere ser criminalista y está harto de que le
digan que en México trabajo no le va a faltar. Entra gratis porque su
hermana es taquillera y le han dado unos pases de cortesía. Devora todos
los libros de Nicholas Sparks: Querido John, Diario de una pasión…
ha visto las películas pero le gustan más los libros. O sea, estamos
ante un clásico. “Mi mamá también lee mucho pero como tiene la vista
cansada ya no lee tanto”. Se cree que capaz de acabar cualquier título
en un día: “Esto me lo remato hoy”. José Alberto llevaba diez minutos
leyendo e iba por la página 16 del libro de bestias fantásticas de
Rowling.
Tal vez uno de los sitios más sugerentes para pararse a leer sea el complejo de cajas de madera diseñado como stand de Israel. Allí estaba sentado en un sillón un hombre llamado Pablo Hernández Arizmendi. Leía El ejército iluminado,
de David Toscana. Lo acababa de comprar. Llevaba 20 minutos leyendo e
iba por la página diez. Explicó que el tema del libro era una invasión
ficticia de Estados Unidos por parte de mexicanos. Hernández Arizmendi
precisó que se paró a leer porque el día anterior había corrido una
maratón y se encontraba agotado.
–¿Es usted maratonista?
El asistente a la feria respondió con ironía.
–Matas a un perro, eres un mataperros. Corres una maratón, eres un maratonista.
Él tenía pensando seguir leyendo un rato, pero una empleada de la
feria se acercó con una amigable sonrisa en la cara y le ordenó que se
levantase del sillón. “Le pido el favor”, dijo ella, “los necesitamos
poner en otro lado”. Pablo Hernández Arizmendi, uno de los pocos
lectores in situ de la feria del libro, tuvo que cerrar la novela de la
invasión mexicana e irse a otro parte con sus piernas cansadas de
sufrido maratoniano.
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