16.4.09

El retorno de Laura Restrepo

En 'Demasiados héroes', la escritora revive sus años de militancia en la Argentina de la dictadura.


La nueva novela le costó un tabajo tremendo a Laura Restrepo: la escribió seis veces. La terminaba y la volvía a empezar

Por María Paulina Ortíz

Laura Restrepo tiene en sus manos un ejemplar de 'Demasiados héroes'. Mira su carátula y dice:

-Qué libro tan luchado, Dios mío.

Quizá -solo quizá- porque en él su historia personal está más presente que nunca. La protagonista, Lorenza, es una mujer que en los años setenta optó por la militancia de izquierda y vivió la clandestinidad en la Argentina de la dictadura. Como Laura. Allá conoció a un militante, se enamoró, tuvo un hijo. Como Laura. Años después Lorenza trabajó como periodista, luego se volvió escritora. Laura. En 'Demasiados héroes', Lorenza y Mateo, su hijo, ya adolescente, van a Buenos Aires en busca de un papá que ha sido una gran ausencia. Mateo quiere saber cómo es él, no conocer al militante del que Lorenza algo le ha contado: busca al hombre de carne y hueso. Es una historia de ficción a la que Laura le hizo préstamos; un libro que le significó sudor por la forma en que decidió narrarlo. "Fue un montón de dificultades y tratar de sortearlas", dice.

¿Cómo fue la escritura del libro?

Es un poco inconfesable. Dirán que si lo escribí tantas veces por qué no salió mejor. Este libro lo escribí seis veces. Lo terminaba y lo volvía a empezar. Me costó un trabajo tremendo, tal vez porque buscaba despojar el lenguaje. Quería que fuera básicamente diálogo, que no hubiera nada que no pudieran decir dos personas en una conversación corriente. Resultó un ejercicio estilístico difícil, por lo menos en español. Para nosotros escribir es un ejercicio retórico. Obviar esa retórica no es fácil.

Buscó quedarse con lo necesario.

Era el propósito. También como un intento de hacer la literatura más íntima que la que solemos hacer los latinoamericanos. Viene por el cansancio de escribir bonito. Eso ofrece facilidades: uno se echa un párrafo sobre el atardecer y sale al otro lado. Pero ya no más. A la edad que tengo quise dejar eso de lado. Me costó sangre, porque finalmente el español es un lenguaje delicioso. Es como una montaña rusa, te sube, te baja, te da vueltas. Era bajarse del español. No meter tanta vaina en un solo verso.

¿Es la historia más íntima que ha contado?

Es una historia de ficción cercana a cosas que viví. Dejar de escribir bonito también pasaba por ahí. La literatura es una cortina que te permite alejar. Fernando Vallejo es el mago del striptease, él sale y se quita la ropa sin problema. Yo siempre he sido una escritora hipervestida. En este libro quise mirar todo desde una óptica más interior.

Aunque lo narrado atañe a muchos.

Hay temas que me atañen a mí y que atañen generacionalmente. Una madre sola que cría a un hijo único. La invención del padre. Es tal la necesidad de la madre y del hijo de crear al padre, que se lo inventan. El tema de mi generación, que fue muy militante. ¿Qué pasa hoy con lo que hicimos? No reniego de lo que se hizo, pero es interesante un balance. Para eso necesitaba la visión de la otra generación. Pensar en lo superputas que fuimos porque hicimos, en contraposición a una generación pasiva. Quería un mundo que agresiva y amorosamente pusiera a la mamá contra la pared.

También está presente esa militancia.

Ahí vamos a lo autobiográfico. Viví cuatro años de militancia clandestina en Argentina, una militancia invisible, sin armas. La armada era la vistosa, la de las torturas, las bombas. La otra era una militancia en tono menor, que ayudaba a mantener la vida andando. La dictadura lo primero que hace es callarte. Propiciar que cinco personas se encontraran y pudieran expresar su terror, así fuera solo eso, facilitaba respirar. Esa militancia fue más importante que matar a un tipo. Era el valor de la palabra.

¿Siente que aquí también estamos en días sin palabras?

La era de Uribe ha sido de silencio, falsas palabras, tergiversación del lenguaje, tanto que a las víctimas se les considera victimarios y a los victimarios, víctimas. De aquí vamos a salir como de un desierto. En democracia ha sido un salto atrás por lo menos de cincuenta años. En vez de construir nación, Uribe ha construido nacionalismo, uno de los impulsos más atrasados e irracionales. ¿Cómo reponernos del hueco negro en que caímos? Bush fue el artífice de hacerle creer al mundo que las armas y la agresión eran la forma de defender unos valores. Uribe es una reproducción en chiquito.

El libro trata también otro drama nuestro, los desaparecidos.

Esa ausencia que se vuelve un fantasma permanente. Un desaparecido puede estar más presente que la gente que tienes alrededor. Me interesaba tratarlo como drama humanitario y como proceso psicológico. Que maten a un familiar es una tragedia, pero es una tragedia que tiene nombre. Que lo desaparezcan es asumirlo en el limbo. El ser humano no está hecho para lidiar con eso. Tenemos cierta preparación para el dolor, una desaparición está por fuera de esas defensas. La cabeza no puede con eso.

Pasado que no ha sido amansado con palabras es acechanza, dice en el libro. ¿Este era un pasado que tenía callado?

Ahí había un pasado sin palabras, sí. En general, por mi oficio, y tú lo sabrás por el tuyo, uno le va poniendo palabras a lo que hace. Deja cosas escritas. Esta era la única época de mi vida donde no había nada. La clandestinidad pesa como una plancha de hierro. No puedes hablar y a veces sientes que no puedes pensar. Antes de ir a la militancia daba clases de cultura griega en Bogotá; cuando volví, no me acordaba ni de un autor. El esfuerzo mental para mantener el secreto, la tensión, niega la palabra.

¿Fue como un ajuste de cuentas de Laura con Laura?

Claro. Las épocas que no tienen palabra son tremendas. Los episodios que pasan enteros son una acechanza hasta tanto no se aclaran, no los dices, no te los dices a ti misma. Lo fantasmagórico es duro para la cabeza.

¿Volvió a Buenos Aires durante la escritura del libro?

Varias veces. Busqué a mucha de la gente que conocí en ese tiempo. Fue una experiencia bonita porque hasta los pocos amigos se te pierden. La clandestinidad es una situación de pérdida. También es muy teatral. Cambias tu nombre y tienes una historia inventada. Esta vez nos encontramos con nombres propios.

Suele hacer un trabajo de investigación para sus novelas. ¿Esta vez también?

Mucho. Había que reconstruir una época. Además, la situación de los personajes requería preguntar. En el libro hay dos puntos de vista contrapuestos, a veces imposibles y desesperantes, que me exigían investigación. La contravoz -el hijo- no podía sacármela de la cabeza, necesitaba salir a hablar con esa otra generación. Y es fácil decir yo me comunico con los jóvenes, pero a la hora de la verdad ellos te pisan los callos. Fue un esfuerzo por sintonizar con otro lenguaje. La primera persona desbocada tiene la ventaja de ser unívoca. Dividirla en dos es un ejercicio complejo.

¿Qué escritores ve como maestros en lo que buscó para esta novela?

Coetzee. Un libro como Infancia es de una capacidad para dar en la clave de lo que es el ADN humano. Después de leer ese libro, escribir bonito sí que rechina. Philip Roth es un revolucionario, se mete en el corazón de la familia y lo dinamita. Vallejo es un maestro del lenguaje y de la primera persona todopoderosa. Ahora, novelas en diálogo casi no hay. El beso de la mujer araña, de Puig, me encanta.

¿Por qué el título, 'Demasiados héroes?

Es una diatriba que tengo con la literatura latinoamericana, dentro de la cual me incluyo. Por alguna razón la épica se nos quedó pegada. En esta era de puntos de vista cruzados, incertidumbre, multiplicidad de interpretaciones, seguimos escribiendo historias de buenos y malos. Aquí pasan cosas, y es como si para ese esquema de acción tuviéramos que recurrir a viejas fórmulas del villano, la princesa y el dragón. Nuestras historias están demasiado llenas de héroes. Eso tira para abajo la literatura.

Después del trabajo que le dio, ¿qué siente por este libro?

Digo como Hemingway, que era cazador: un libro escrito es como un león muerto. Una vez que uno lo termina, lo que más desea es olvidarse de él. Todavía me gusta mirar la carátula, compartirlo con la gente. Pero el libro, como cosa adentro, ya chao.



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