Quizás la misión de los escritores no es arreglar el mundo. Ni siquiera los que la asumen como propia han logrado llevarla a cabo.
Por Fernando Quiroz
Dice Juan Marsé, autor de Últimas tardes con Teresa y Si te dicen que caí, entre otros textos espléndidos, que “en tiempos de crisis un escritor debe hacer lo mismo que en tiempos de bonanza: procurar escribir bien”. Lo dijo a comienzos de esta semana en Madrid, interrogado sobre el papel que deben asumir los creadores en momentos tan difíciles como los que actualmente se viven. Y, como ñapa, recordó al norteamericano Ezra Pound, quien decía que “el esmero en el trabajo con el lenguaje es la única condición moral del escritor”.
Las palabras del Premio Cervantes, máximo galardón de la lengua española, nos animan a quienes pasamos varias horas al día frente al computador —o, con lápiz en mano, frente a la libreta de hojas en blanco: hay muchos que todavía ejercen de esta manera— inventando historias y creando personajes que muchas veces —que casi siempre— no tienen una relación directa con las noticias escandalosas de los últimos meses. Creando textos que tal vez no servirán como punto de partida para foros y debates de aquellos en los que se pretende arreglar un mundo que en todo caso está desarreglado hace mucho tiempo. Que no ofrecerán fórmulas ni revelarán secretos para salir del atolladero. Pero que, quizás, entretengan durante un par de horas a quienes se interesen en leerlos. Que, quizás, alivien el desvelo de algún insomne, provoquen una sonrisa en algún lector que anda aburrido, ayuden a hacer menos tensa la espera de quien aguarda al odontólogo y ha decidido llevar un libro en la mano.
O textos que tal vez vayan más allá y alboroten los recuerdos de infancia de un lector que hacía muchos años no daba marcha atrás en el tiempo. O que lo lleven a recorrer caminos que no se ha atrevido a transitar. Que lo hagan soñar. Que le presenten otros mundos posibles. Que lo rescaten de la rutina. Textos que, antes que echar vinagre en las heridas que ha dejado la crisis, propongan un alto en el camino, un cambio de tercio, una oportuna distracción.
Salto el Atlántico para traer a colación una opinión del escritor Marcelo Birmajer que leí en una entrevista recientemente publicada. Decía el argentino, a propósito de su generación, que notaba en ella “un respeto por la ficción como un modo de brindar entretenimiento y misterio, y no de mejorar sociopolíticamente el mundo”.
Estoy con Birmajer. Y con sus palabras y con la de Marsé les respondo a tantos que a veces se quejan porque no tomamos partido en nuestras novelas. Porque no nos ocupamos de las noticias de primera página. Porque no procuramos ofrecer soluciones en momentos de crisis. Y me pregunto si acaso no han sido casi todos los momentos de la humanidad especialmente difíciles. Que ahora lo sean para los banqueros y para los industriales no significa que no lo hayan sido para tantos cientos de millones que solo han aspirado a tener resuelto el pan del día siguiente o la escuela de los hijos.
Escribimos porque nos gusta y, en muchos casos, porque nos obsesiona. Porque somos incapaces de vivir sin hacerlo. Porque al escribir estamos hurgando en nuestra memoria y en nuestras razones más profundas para tratar de entendernos. Pero, aunque nos dediquemos a la ficción, aunque no nos ocupemos de la noticia que esta mañana dio la vuelta por todas las emisoras, en todo caso hacemos referencia a un lugar, a un momento y a una sociedad. Y más allá de divertirnos con nuestro oficio —aunque tantas veces nos persiga y nos azote el fantasma de la página en blanco— cumplimos una función. Pero quizás no sea la de arreglar el mundo. Una misión que, por cierto, ni siquiera los que la asumen como propia han logrado llevar a cabo por los siglos de los siglos.
Con su fidelidad a un oficio solitario pero encantador, Juan Marsé le rinde homenaje a Cervantes y a la lengua española. Y sus opiniones, en el día del idioma, invitan a renovar los votos de quienes nos hemos empeñado en trabajar con la hermosa materia prima de las palabras.
cambio.com.co
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