Según aplicados historiadores, desde que el hombre es hombre ha inventado más de 14.000 lenguas, de las cuales sobreviven 6.800. El español es, en términos estadísticos, el primer idioma de Occidente (con 400 millones de hablantes, 50 millones más que el inglés) y el segundo del mundo (tras el mandarín, con 885 millones). Se calcula que el 96 por ciento de la población se entiende en unas pocas decenas de lenguas, lo cual anticipa la extinción, por falta de hablantes, de más de 3.000 idiomas antes de que termine el siglo.
El castellano no figura entre las amenazadas. Por el contrario, cada día lo hablan más bocas, aunque su importancia económica resulta muy inferior a las robustas cifras demográficas y su presencia en las páginas de Internet sea apenas un raquítico 5 por ciento, mientras el inglés tiene el 50 por ciento. Este hecho y las relaciones difíciles que mantiene con ciertas lenguas nacionales (España, Paraguay, Perú) y con otras de carácter internacional en zonas fronterizas (Puerto Rico, Estados Unidos) son los principales retos políticos que debe enfrentar en los próximos años.
Pero hay otros problemas y desafíos que lo aquejan internamente, tanto en su integridad lingüística como en su capacidad de comunicación. Cinco son los principales. Primero que todo, el cambio de paradigma de la corrección. Durante siglos marcaron la norma culta -es decir, la recomendable, no necesariamente la más brillante- los profesores, escritores, estadistas, filólogos, académicos, predicadores... Con la revolución de los medios masivos de comunicación, la referencia cotidiana del buen hablar pasaron a ser los periodistas, locutores y otros profesionales de la tinta o el micrófono. Los tiempos recientes del populismo mediático han cedido la palabra, en buena medida, a deportistas, políticos de toda pelambre, estrellas de la farándula, fugaces famosos de reality shows y, en Colombia, para completar el mosaico, guerrilleros, paramilitares y, en general, delincuentes, sin contar los insultadores asiduos de los foros de Internet y las bitácoras barriobajeras. El castellano que lee u oye la mayoría de la población es ahora el que articulan personas de precario nivel cultural. No hay que extrañarse, pues, de que se haya opacado el espejo lingüístico.
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A esto se agrega el reduccionismo que pretende comprimir y neutralizar una lengua que durante mil años ha atesorado espléndida riqueza. Los mensajes por Internet y telefonía celular se limitan ya a letras y signos, y es fácil imaginar que tan improvisada taquigrafía conspira contra la ortografía y la gramática. A su turno, algunas productoras continentales de televisión pretenden realizar programas y novelas con un mínimo de vocabulario general carente de matices. Yo soy Betty la fea impartió una lección soberana sobre la seducción de la riqueza del español variado, pero no todos parecen dispuestos a aprenderla.
Otro tropiezo es que no pocos grupos de presión aspiran a modificar la lengua, sobre todo en la medida en que no consiguen el mismo resultado con el objeto que las palabras reflejan. Últimamente ha acometido a algunas colectividades femeninas el delirio de la corrección política y luchan por retorcer la morfología del español para acomodarla a su visión de un orden más equitativo. Ya se ha vuelto prurito de oradores en trance de popularidad la duplicación de sustantivos -"queridos y queridas ciudadanos y ciudadanas reunidos y reunidas hoy aquí"- y parece que en algún país vecino se ha intentado reformar la gramática por decreto. El problema es que pretenden enmendar las indudables injusticias históricas cometidas contra la mujer mediante la fórmula de estrangular el lenguaje ("miembros y miembras", "testigo y testiga", "jóvenes y jóvenas"), lo que equivale a "curar" una fractura de huesos retocando la placa de rayos X. Es que, evidentemente, resulta más fácil luchar contra el diccionario que contra una terca realidad social que, de paso, corre el riesgo de quedar enmascarada bajo la controversia idiomática.
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La invasión ex profeso de anglicismos en demérito del español ("snack" en vez de "abrebocas", "casting" por "elenco", "planning" por "agenda") es otra bomba que le ponen al castellano los intereses de lucro y los ejecutivos presuntuosos. Se ha producido en las últimas décadas una sistemática labor de demolición de castizas palabras castellanas en el mundo del comercio y la publicidad, con el fin de reemplazarlas por términos importados que pretenden tener más prestigio... y, naturalmente, mayor valor económico.
Mientras tanto, los anticuerpos se debilitan: la enseñanza del español ocupa lugar cada vez más humilde en el programa de estudios y se está perdiendo el prestigio del uso correcto de la lengua en documentos oficiales y privados.
Así las cosas, resulta forzoso reconocer que el español, vínculo esencial de más de veinte naciones y expresión de una extraordinaria cultura multiétnica, es un enfermo pujante: su expansión parece inatajable, pero su salud -salvo en los niveles literarios- se descuida y deteriora.
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