En La muerte del pequeño Shug vemos cómo la pureza de espíritu o la simple bondad pierden la batalla ante la brutalidad y la fuerza, las tentaciones, la depravación o la repetición de lo que el niño ha visto hacer desde que tiene uso de razón
Daniel Woodrell. autor estadounidense de La muerte del pequeño Shug./elpais.com |
Hay obras que trascienden
clasificaciones y etiquetas, que están por encima del bien y del mal;
novelas que son negras porque la vida lo es, cantos poéticos llenos de
una violencia que no necesita ser explícita. Es el caso de La muerte del pequeño Shug, de Daniel Woodrell
que ahora edita Alba (traducción de Isabel González- Gallarza). Se
trata de una novela sobre la vida en un pueblo de las montañas Ozark
(Misuri), sobre el destino aciago de un niño de 13 años, sobre la
violencia, las adicciones, el incesto, el odio y la muerte.
Pero el autor de Los huesos del invierno (también editada por Alba y de la que ya hablamos aquí)
no necesita ser explícito. Su narración de esta tragedia, de estas
andanzas de Shug por la senda marcada del perdedor, está llena de buena
prosa, adjetivos precisos, palabras que dicen algo, diálogos
devastadores. Dos maestros, Dennis Lehane y George Pelecanos, dicen que
Woodrell es un autor esencial para entender la literatura contemporánea
en EE UU. No seré yo quien les contradiga.
Shug, en realidad Morris Atkins, tiene 13 años, está gordo,
sufre serios problemas para relacionarse con chicos de su edad y se
gana unos dólares segando la hierba del cementerio junto al que vive con
su madre, Glenda, a la que siempre llama por su nombre. El escenario
vital en el que se mueve augura el desastre: vive con su supuesto padre,
Red, un hombre violento, un politoxicómano que se mete lo que puede y
le obliga a robar medicinas en casas de médicos y enfermos. La madre de
Shug es hermosa, demasiado hermosa, “una mujer que puede hacer que un
simple ‘hola que hay’ sonara tan pecaminoso que corrieras a lavarte los
oídos después de oírlo y luego probablemente volvieras para oírlo otra
vez”. Glenda vivió mejores tiempos y ahora bebe mucho y deja que su
marido les maltrate y desaparezca largas temporadas con su compañero de
fatigas y drogas, Basil. Shug es listo, pero es un perdedor con las
cartas marcadas.
Woodrell nos lleva de la mano por esas poblaciones de las
montañas de Ozark donde nació y donde vive en la actualidad, una región
poblada en origen por su familia y otros como ellos, gente que venía de
Kentucky y Tennesse y que consideraba que esos estados eran “demasiado
civilizados y fácilmente gobernables”, como confiesa el propio autor. Un
universo que ya vimos en Los huesos del invierno, donde los
violentos son la norma, donde la pobreza, la exclusión, el narcotráfico y
el desprecio por la ley están generalizados y donde sobrevivir y
mantener la inocencia es misión imposible.
En La muerte del pequeño Shug vemos cómo la pureza
de espíritu o la simple bondad pierden la batalla ante la brutalidad y
la fuerza, las tentaciones, la depravación o la repetición de lo que el
niño ha visto hacer desde que tiene uso de razón. Woodrell, en una
constante que se repite en su obra, aborda también las difíciles
relaciones de familia en unos contextos asfixiantes, promiscuos, donde
la opresión del más fuerte juega un papel esencial.
La vida de Shug es mísera, pero sabes desde el primer
momento que va a ir peor. Y esperas el desastre, una muerte, un acto que
desencadene la tormenta. Y mientras, sufres con la destrucción de un
niño que ha dejado de serlo, con la salvaje condición de quienes le
rodean, y te estremeces cuando le ves hacer ciertas cosas mientras te
repites “No, Shug, por favor. No”. Lehane dice de Woodrell que “escribe
con una claridad poética tal que su prosa parece lavada y relavada en
un arroyo frío”. Ahí queda. No se pierdan a este gran autor. Lean y
disfruten
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