William Shakespeare: un Comité de Escritores
Fuente inagotable de fertilidad literaria, el dramaturgo y poeta inglés sigue siendo el escritor que corre más por las venas de los autores del presente. Un estímulo que alimentan novelas, películas o series de televisión. Aunque su nacimiento fue registrado el 26 de abril de 1564, habría nacido entre el 19 y el 25 del mismo mes
William Shakespeare segun Agustín Sciammarella./elpais.com |
Sé de numerosos escritores que leyeron a los más grandes en su
temprana juventud —quizá cuando sólo eran lectores— y luego jamás
vuelven a ellos. En parte lo entiendo: resulta desalentador, disuasorio,
incluso deprimente, asomarse a las páginas más sublimes de la historia
de la literatura. “Existiendo esto”, se dice uno (yo el primero), “¿qué
sentido tiene que llene folios con mis tonterías? No sólo nunca
alcanzaré estas alturas o esta profundidad, sino que en realidad es
superfluo añadir ni una letra. Casi todo se ha dicho ya, y además de la
mejor manera posible”. Hay escritores, por tanto, que para sobrevivir
como tales y encontrar el ánimo para pasar meses o años ante el
ordenador o la máquina, necesitan fingir que no han existido Shakespeare
ni Cervantes ni Dante ni Proust, ni Faulkner ni Montaigne ni Conrad ni
Hölderlin ni Flaubert ni James, ni Dickens ni Baudelaire ni Eliot ni
Melville ni Rilke, ni muchos más seguramente. Lo último que se les
ocurre es regresar a sus textos, al menos mientras trabajan, porque el
pensamiento consecuente suele ser: “Mejor me quedo callado y no doy a
las exhaustas imprentas otra obra más: ya hay demasiadas, y la mayoría
están de sobra. Por cálculo de probabilidades, sin duda las mías
también”. Para quienes estamos en activo la frecuentación de los
clásicos puede ser más paralizante y esterilizadora que nuestros mayores
pánicos e inseguridades, y créanme que, excepto los muy soberbios (los
hay, los hay), no hay novelista ni poeta que no se vea asaltado por
ellos, antes, durante y después de la escritura.
Quizá por esa extendida evitación sorprende un poco —quizá por eso se
me haya solicitado esta pieza— que alguien como yo, todavía en activo y
más o menos contemporáneo, esté en permanente contacto (sería
presuntuosa la palabra “diálogo”) con el más intimidatorio de cuantos
escritores han sido, Shakespeare, hasta el punto de incorporarlo a
menudo a mis propios textos, en los que lo cito, lo comento, lo
parafraseo; está presente en muchos de ellos. De hecho le debo tanto que
seis títulos de libros míos son citas o “adaptaciones” de Shakespeare, y
aún pueden ser siete si la novela que acabo de terminar conserva
finalmente el provisional que la ronda. No es que desconozca esa
admiración desalentadora, ese estupor disuasorio que producen los más
grandes autores, al lado de los cuales uno siempre se siente un iluso o
un fatuo. Vivimos en una época en la que el deslumbramiento por los
vivos está casi descartado, porque está más vigente que nunca aquel
viejo lema, creo que medieval: “Nadie es más que nadie”. Cada vez está
más generalizada la negativa a reconocer la “superioridad” de nadie en
ningún campo (salvo en el deportivo), y hoy sería poco imaginable la
reacción del narrador de El malogrado, de Thomas Bernhard,
quien abandona su carrera pianística al coincidir con Glenn Gould y
darse cuenta de que, por competente que llegara a ser, jamás se
aproximaría al talento y al virtuosismo del intérprete canadiense.
Cualquier artista actual está obligado a suprimir —o a silenciar, al
menos— la admiración por sus colegas vivos, más aun si son compatriotas
suyos o escriben en la misma lengua. Incluso hemos llegado a un punto en
el que, para sobrevivir, también hace falta desacreditar a los muertos
—qué molestia son, qué incordio, cómo nos hacen sombra, cómo subrayan
nuestras deficiencias y nuestra mediocridad—; o, si no tanto, hacer caso
omiso de ellos y desde luego rehuirlos. No son escasos los literatos
que hoy afirman no haber leído apenas —ya les trae cuenta— y tener como
referencias únicas el cine, la televisión, los cómics o los videojuegos.
El propio, posible talento con las palabras no se ve amenazado si uno
ignora lo que otros lograron con ellas.
Supongo que, en este mundo temeroso y mezquino, mi actitud es
anacrónica. Frecuento a Shakespeare porque para mí es una fuente de
fertilidad, un autor estimulante. Lejos de desanimarme, su grandeza y su
misterio me invitan a escribir, me espolean, incluso me dan ideas: las
que él sólo esbozó y dejó de lado, las que se limitó a sugerir o a
enunciar de pasada y decidió no desarrollar ni adentrarse en ellas. Las
que no están expresas y uno debe “adivinar”. Por eso he hablado de
misterio: Shakespeare, entre tantísimas otras, posee una característica
extraña; al leérselo o escuchárselo, se lo comprende sin demasiadas
dificultades, o el encantamiento en que nos envuelve nos obliga a seguir
adelante. Pero si uno se detiene a mirar mejor, o a analizar frases que
ha comprendido en primera instancia, se percata a menudo de que no
siempre las entiende, de que resultan enigmáticas, de que contienen más
de lo que dicen, o de que, además de decir lo que dicen, dejan flotando
en el aire una niebla de sentidos y posibilidades, de resonancias y
ecos, de ambigüedades y contradicciones; de que no se agotan ni se
acaban en su propia formulación, ni por lo tanto en lo escrito.
En mis novelas he puesto ejemplos: “It is the cause, it is the cause, my soul”
(“Es la causa, es la causa, alma mía”), así inicia Otelo su famoso
monólogo antes de matar a Desdémona. El lector o el espectador leen o
escuchan eso tranquilamente por enésima vez, lo comprenden. Y sin
embargo, ¿qué demonios quiere decir? Porque Otelo no dice “She is the
cause” ni “This is the cause” (“Ella es la causa” o “Esta es la
causa”), que resultarían más claros y más fáciles de entender. O cuando
a Macbeth le comunican la muerte de Lady Macbeth, murmura: “She should have died hereafter”
(“Debería haber muerto más adelante”, más o menos). ¿Y eso qué
significa —esa célebre frase—, cuando la situación es ya desesperada y
el propio Macbeth morirá en seguida? También Lady Macbeth, tras
empaparse las manos con la sangre del Rey Duncan que su marido ha
asesinado, vuelve a este y le dice: “My hands are of your color; but I shame to wear a heart so white”
(“Mis manos son de tu color; pero me avergüenzo de llevar un corazón
tan blanco”). No se sabe bien qué significa ahí “blanco”, si inocente y
sin mácula, si pálido, asustado o cobarde. Por mucho que ella quiera
compartir el sino de Macbeth, ensangrentándose las manos, lo cierto es
que la asesina no ha sido ella, o sólo por inducción, instigación o
persuasión. Su marido es el único que se ha manchado el corazón de
veras.
Son ejemplos de los que me he valido en el pasado. Pero hay
centenares más. (“¡Ojalá fuera tan grande como mi pesar, o más pequeño
mi nombre! ¡Ojalá pudiera olvidar lo que he sido, o no recordar lo que
ahora debo ser!”, dice Ricardo II en su hora peor). Las historias de
Shakespeare rara vez son originales, rara vez de su invención. Es una
prueba más de lo secundario de los argumentos y de la importancia del
tratamiento. Es su verbo, es su estilo, el que abre brechas por las que
otros nos podemos atrever a asomarnos. Señala sendas recónditas que él
no exploró a fondo y por las que nos tienta a aventurarnos. Quizá por
eso sigue siendo el clásico más vivo, al que se adapta y representa sin cesar; el que sobrevuela películas y series de televisión oceánicas como El señor de los anillos, Los Soprano, El padrino o Juego de tronos, o más superficialmente House of Cards.
A él sí osamos volver. No sólo yo, desde luego, aunque en mi caso no
haya la menor ocultación. Lo reconozcan o no otros autores, a los
cuatrocientos cincuenta años de su nacimiento y a los trescientos
noventa y ocho de su muerte, Shakespeare sigue siendo el que corre más
por nuestras venas y el mayor inspirador de nuestros balbuceos.
Notas para un ADN
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