18.4.14

Momentos tras Gabo


Gabo que estás en los cielos

Gabriel García Marquez, el hijo del telegrafista.

Desde que supe leer,  Gabriel García Márquez siempre apareció en los renglones literarios de lo que leía entonces en mi formación de lector. Debo ir atrás cuando trabajé de mandadero siendo niño en una casa de huéspedes de provincia de doña Rosalba Castro de Herrera, que fungía como regenta de esa residencia de estudiantes y gentes de provincia que llegaban a residir allí en Bogotá. Había un pasajero gringo que cargaba de un lado a otro la novela Cien años desoledad. Y recordé que de esa novela ya la había visto publicada un capítulo en sus páginas centrales del Magazín Dominical cuando en Ipiales vendía los periódicos nacionales como voceador.
Muchos años después, frente a la fachada de la  iglesia de la Compañia de Jesús, había de recordar toda la obra de Gabriel García Márquez, que cronológicamente ya había leído, pues, por esas fechas se había establecido en Colombia, y dirigía la revista Alternativa. Él empezaba su  época de periodismo militante  y  publicó El otoño del patriarca. Y  yo esperaba al lado de una librería de viejo en Quito la cita que alguien me había puesto  allí que decidió dejarme plantado, y para pasar el tiempo muerto de la espera entré y pregunté si tenía Cien años de soledad. Lo compré en sesenta sucres.
Leí  la novela de un tirón durante quince días intensos en una lectura sin parar en las breves vacaciones de mitad de año. Transcurría 1975. Desde entonces lo he leído treinta y un veces. Puedo describir puntualmente episodios completos de esta novela que me transformó, pues, no habido en esta vida libro con un verbo tan embrujador y fascinante.
Y llamé una mañana a la revista Alternativa para preguntar por el maestro Gabriel García Márquez. Saludé diciendo buenos días, por favor el maestro Gabriel está. No. No ha llegado. Me respondió una voz de hombre muy tranquila. A qué horas llega. Es que quiero preguntarle cómo se escribe un cuento. Miré,  llámelo por la tarde, qué él está y le pregunta personalmente. Gracias y colgué. Después nunca volví a llamarlo.
Pero yo si seguí leyéndolo hasta agotar su obra.  Y puedo decir que sus novelas me deslumbraron con notables excepciones. Por ejemplo, considero La mala hora, una novela menor como  Noticia de un secuestro. En este texto hay mucho afán de hacer reporteria. En definitiva es un reportaje a las volandas. Y considero que hasta la novela negra Crónica de una muerte anunciada es una obra magistral porque rompe con la estructura del esquema policiaco previsible. La novela se convierte en la investigación social de un asesinato que nadie hace nada por detenerlo. Su obra posterior ya tiene la impronta y la fórmula garciamarquiana pero igual lo leí por ese verbo de embrujo que posée toda su obra.
Vivía en Caracas, en 1984 cuando me enteré que Gabriel García Márquez era invitado  del gobierno colombiano por su amigo político y poeta presidente Belisario Betancur, al homenaje que el gobierno venezolano le hacía al Libertador Simón Bolívar, donde Venezuela botó literalmente la casa por la ventana del derroche y fasto para la celebración al Padre de la Patria de cinco naciones.
Hice un detectivismo particular con Gabo, ya me había encariñado y guardaba el ejemplar de Cien años de soledad leído y releído tantas veces para que me lo autografiara. Llegué a la recepción del lujoso hotel Hilton donde se hospedaba toda la comitiva colombiana que asistía al homenaje bolivariano. Pregunté con total desenfado por si habían visto a Gabriel García Márquez, y una linda recepcionista caraqueña me respondió que ya había salido.
En los días siguientes leí una crónica publicada en El Nacional de Caracas, cómo Gabriel García Márquez estuvo en Bello Monte en una arepera comiendo arepas rellenas y hablando de todo un poco con un periodista amigo de nombre Manuel Pulido. Y ya no estaba en Caracas, se había ido junto con la comitiva presidencial colombiana.
Quedé mordido de la frustración y espere tranquilo varios años. Estando otra vez en Bogotá. Además, que yo estrenaba paternidad, le comenté a la madre de mi hija Irene Marcela, que Gabriel García Márquez asistiría al homenaje que la Casa de Poesía Silva, que dirigía la poeta María Mercedes Carranza le hacía al expresidente poeta Belisario Betancur en su  cumpleaños. Transcurría el año de 1993.
Salimos con la mamá que cargaba aún de brazos a Irene Marcela en el mismo taxi desde donde yo pude distinguir el viejo Mercedes negro de Carlos Lleras Restrepo mientras avanzaba en la Carrera Tercera que asistió también a la velada de poesía.
La mamá de mi hija Irene Marcela siguió hacia la casa de una amiga que entonces residía en el viejo e histórico barrio colonial de La Candelaria. Yo me bajé en las inmediaciones de La Casa de Poesía Silva, donde habían sacado unos altavoces y en los alrededores de la calle estaba atestado de curiosos y lagartos a montón entre los cuales me integraba yo. Eran les seis de la tarde. El tiempo pasaba. Releía páginas de Cien años de soledad para entretenerme por la espera. La madre de mi hija Irene Marcela llegó  a las horas con la niña que dormía. Y vimos llegar el Mercedes negro de Carlos Lleras Restrepo. Lo cual no me equivocaba que asistía también al homenaje del poeta y colega expresidente Belisario Betancur. El frio hacía estragos por la espera en la calle llena de curiosos y nada. Pero hacia las diez de la noche dos motorizados asomaron sus luces de escolta y apareció detrás un Mercedes blindado color café de donde bajó Gabriel García Márquez junto con Mercedes, su esposas que fueron recibidos por María Marcedes Carranza. La madre de mi hija Irene Marcela se puso a un lado de la puerta de entrada, y Gabriel García Márquez al verla dijo es una niña. Mientras tanto yo me acerqué a doña María Mercedes Carranza con el libro Cien años de soledad en la mano y le pedí el favor de ser posible decirle al maestro García Márquez de un autógrafo. La poeta captó rápidamente que nosotros dos éramos los padres de la criatura y  escoltados por dos guardias corpulentos a los que les hizo señas de dejarnos seguir entramos al patio de la casa. Irene Marcela, la bebé se despertó, y había una joven bastante gomela que al ver a la bebé despertarse,  empezó a  decir una y otra vez, es que es perfecta, es perfecta. María Mercedes Carranza buscó a Gabriel García Márquez. Yo miré que los asistentes era la crema y nata de la mentada oligarquía colombiana, poetas de la alcurnia, renombrados políticos y gente del montón como mi mujer y yo pero Irene Marcela, la bebé, causaba cierta curiosidad entre tantos adultos. Entonces Gabriel García Márquez llevado por María Mercedes  Carranza me pidió el libro, al abrirlo vio que le había pegado una estampilla que le sacó Adpostal en Homenaje al Premio Nobel de 1982.  Yo nunca pude tener una de estas estampillas, dijo  al ver pegada la estampilla. Yo pensé en mis adentros que yo no iba a despegar la estampilla para dañar el libro para darle gusto al Nobel. Preguntó que cómo se llamaba la niña, Irene Marcela, le dijo la mamá. Entonces escribió “Para Irene(la paz) Marcela de su padres felices” Gabo. Le recibí el libro y pude verlo que estaba algo ebrio. Mercedes, su esposa, se acercó y se lo llevó hacia otro grupo. María Mercedes Carranza, nos dio a entender que ya habíamos obtenido el autógrafo, así que abandonáramos. Salimos contentos con el autógrafo. La madre de la niña, decía una y una vez cómo supo él que era una niña. Cómo lo supo.
Por esa misma época la embajada de México montó un local de librería, restaurante y almacén de artesanías en la denominada Zona Rosa que se llamó Casa de México, en Bogotá.. De tanto en tanto iba allí a curiosear. Por esos días sabía que Carlos Fuentes, amigote y compadre de Gabriel García Márquez acababa de publicar uno de sus tantos libros y andaba de gira internacional promocionándolo. Un par de periodistas del diario El Espectador le hacían una entrevista. Prevenido busqué entre los libros de mi personal biblioteca y busqué Aura, una novela breve magistral de Fuentes para el consabido autógrafo. En una mesa el novelista mexicano daba su opiniones de esto y lo otro, que yo recuerdo que decía una y otra vez que el tiempo es cabrón. Cuando los periodistas terminaron la entrevista, le pedí que me regalara el autógrafo, se sorprendió de hallar una edición tan vieja de editorial Era, y de cariño me regaló dos libros de sus discursos. Yo me quedé contento y seguí allí en la librería viendo libros de sicología infantil. De pronto sentí al lado  una sombra, al regresar a ver, observé que era el maestro Gabriel García Márquez, y al descubrirlo le dije, Usté por aquí Maestro. El dijo, No ve que estamos en Macondo. Yo le iba a decir que si, por supuesto que estamos en Macondo. Y un chaperón  sapo con la cabeza totalmente rapada se acercó y se lo llevo del  brazo hacia el interior de la casa. Esos fueron mis momentos tras Gabo.
El libro de Cien años de soledad, alguien se lo alzó entre tanta trashumancia de desarraigo urbano metido en esta ciudad de los espejismos: Bogotá, el páramo alucinado.

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