Grupos de 17 países y más de 1100 funciones convierten a Bogotá en capital mundial de la escena y en centro del debate sobre el futuro de un arte escindido entre activismo y hedonismo
La compañía de teatro Mapa Teatro durante el ensayo de su obra 'Los incontados: Un tríptico'. / Leonardo Muñoz./elpais.com |
Pocas veces un golpe de peluquería cobró tanto significado escénico. Es difícil desligar al Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá, uno de los más grandes y populares del mundo, del culto a la imagen de su creadora y gestora hasta 2008, la argentina Fanny Mikey, actriz, directora y empresaria cuyo pelo rojo simbolizó durante décadas
ese “acto de fe en Colombia” que rezaba el primer eslogan del festival,
ideado en 1988 junto a Ramiro Osorio. Tras su muerte, a Mikey la
sustituyó al frente su eterna ayudante y colaboradora, Anamarta de Pizarro,
quien, al año del fallecimiento de su jefa y amiga tomó, una decisión
polémica: teñirse el pelo de azul. Un gesto a lo Eva Harrington que fue
cuestionado en su día pero que ahora, con un festival consolidado que
apela al orgullo patrio, no es más que otro ingrediente del nuevo culto a
la nueva directora de este monstruo escénico que atrae cada dos años y durante 17 días a compañías de todo el mundo. En esta edición, el número de espectáculos suma 190 y las funciones, 1100
(entre obras de sala, de calle, parques y plazas). Y el país invitado,
Brasil, una superpotencia en artes escénicas, garantiza con su metralla
carnal el éxito de la apuesta.
El festival sigue su curso con naturalidad pese a que este reinado
bicéfalo -rojo y azul, celestial y terrenal- pueda provocar cierta
esquizofrenia en el recién llegado. El programa, aunque se cimenta en el
teatro, fagocita todo: música, danza... Mientras un concierto de la Filarmónica de Bogotá
ofrecía en la plaza Simón Bolívar su homenaje a las víctimas (cuyo día
se celebró el miércoles con marchas de miles de campesinos desheredados
que reclaman recuperar sus tierras), 24 horas después abría sus puertas
en el Museo del Arte del Banco de la República una impagable
retrospectiva del artista sudafricano William Kentridge, cuyo Ubú y la comisión de la verdad para la Handspring Puppet Company recrea el lamento de otras víctimas: las del apartheid.
Considerado como un espectáculo político ya histórico, pondrá el broche
la próxima semana con su sobrecogedor diálogo entre animación,
marionetas y actores.
Entre un extremo y otro, en un viejo edificio colonial que mantiene el encanto descascarillado de las elegantes ruinas, la compañía colombiana Mapa Teatro ofrece un montaje-collage, Los incontados: un tríptico,
que nadie quiere perderse: su exuberancia plástica y su narración
desatada sobre los estragos de la violencia en este país elevan el
teatro documento a la categoría de la alta experiencia estética. A
partir del discurso político que se encontró en la camisa del
narcotraficante Pablo Escobar el día que lo mataron y que supuestamente
fue clasificado por la CIA, el grupo reflexiona sobre la legalización de
las drogas y los excesos de los reyes de una mafia fatalmente pegada al
subconsciente del país.
El narco, mago y maestro de ceremonias, observa los efectos de sus
desmanes. A su alrededor, mujeres y hombres revolcados en confeti,
disfrazados, acelerados… “hay que ser de aquí para sentir placer con el
dolor”, dice un personaje. Un cantante de hip-hop recita los
nombres de los criminales (paramilitares, narcotraficantes y
guerrilleros) y un tipo absurdo fumiga una saltarina planta de coca.
Finalmente, en un ambiente que cruza la videoinstalación con la performance, una mujer aúlla: “Que se acabe el carnaval y empiece la revolución”.
La intensa tradición del teatro político colombiano da para esto y
para mucho más. Prueba de ello es otro festival, el de Teatro
Alternativo, que corre en paralelo al Iberoamericano y que también
dirige una mujer, la actriz, poeta y dramaturga Patricia Ariza. De
Pizarro y Ariza participaron esta semana junto Faith Liddell, directora
de festivales de Edimburgo, en una de las mesas organizadas en el marco del Congreso IPSA, International Society for the Performing Arts, que se celebra también estos días en Bogotá.
Bajo el techo de uno de los edificios más modernos de la Universidad Javeriana,
Pizarro, Ariza y Liddell llevaron un frío encuentro sobre gestión a un
imprevisto terreno emocional que dejó mudo -o directamente entre
lágrimas- al personal. La sesión empezó con los apabullantes números que
ofreció la escocesa (“los festivales de Edimburgo generan 406 millones
de dólares [292 millones de euros] y superan al turismo del golf de toda
Escocia, pero el impacto económico solo es una parte del éxito: los
festivales han generado cohesión social, mayor educación e identidad
nacional”, dijo) para seguir con la experiencia mucho más joven, frágil y
amenazada de las colombianas. “Antes del festival Iberoamericano lo más
moderno que pasaba por Bogotá era la Zarzuela, el ballet clásico y el
español”, aseguró Anamarta de Pizarro, que recordó cómo los sectores más
conservadores (indignados con la coincidencia del certamen con la
Semana Santa) atacaron la primera edición. Un atentado con bomba en un
teatro fue la bienvenida en 1988 a una cita que hoy, según sus datos,
mueve a 380.000 personas y logra la mitad de su financiación con la
taquilla (los precios oscilan entre los 60 y 25 euros). “Bogotá es hoy
una ciudad más abierta y el festival ha jugado un papel fundamental”,
añadió la directora.
Frente a sus dos exitosas colegas, Patricia Ariza,
no pudo poner sobre la mesa un solo dato económico positivo. La suya es
una historia de pura resistencia a la sombra de los focos de su mimada
(“por las instituciones y por la prensa”, apuntó) hermana. Para Ariza
(que puso en pie la sala con sus palabras dedicadas a un país de
“antígonas errantes en busca de sus hermanos muertos”) los grandes
festivales representan hoy poder, pero poder de exclusión, y el ninguneo
estatal, la negación de la existencia del “otro”, solo es censura
refundada. “Yo no vengo a pedir, vengo a exigir”, proclamó después de
aclarar que “el tema” no son los festivales de teatro sino “la
política”. “Porque ocurren en un lugar, aquí y ahora, y por eso hablamos
de política y presupuestos del estado”, afirmó. “Se hacen en esta
ciudad donde acaba de destituirse a un alcalde elegido por voto popular,
suceden en este país donde la paz se debate entre balas y se han
expropiado 10 millones de hectáreas a los campesinos. Y a los que
reclaman, los matan”. “Pero algunos”, prosiguió, “seguimos creyendo que
en la fiesta está la resistencia y que necesitamos como ningún otro país
ocuparnos del relato nacional, porque el conflicto que se nombra como
armado también es cultural”.
Esa idea de la fiesta como el territorio de la vida y de la muerte,
como campo de la batalla cultural, es el karma de estos días. ¿Pero a
quién pertenece la fiesta? Para el Taita Santos, portavoz del pueblo
Kamëntsá, a todos. “No hay arte sin el otro”, dijo el Taita después de
arrastrar al salón de actos de la espléndida Biblioteca Virgilio Barco
a una comunión de “energías” y de “vibra artística”. “Solo hay igualdad
desde la diferencia”, concluyó. Siguieron sesiones con el dicharachero Carlos Vives, que desgranó su árbol genealógico musical con la ayuda de un power point y su banda, o con Henry Arteaga, referente juvenil y líder de la banda de Medellín de hip-hop Crew Peligrosos.
Arteaga extendió, además de una invitación a su barrio de Aranjuez
(“les aseguro que nunca será una oferta turística de este país”), cierta
esperanza. Nadie le invitó a ninguna fiesta así que se inventó la suya
propia: “Yo quería estudiar danza, tango, luego jazz, pero no. Hasta que
descubrí el hip-hop, al fin encontraba algo que sí se parecía a mi mundo”.
Pero no hay que engañarse con los poderes curativos del arte. Lo
recordó el veterano coreógrafo y maestro Álvaro Restrepo. Ni con un buen
puerto para los que nadan a contracorriente, como reconoció el actor
César Badillo Pérez, miembro del Teatro La Candelaria: “Nos resistimos a
que el teatro sea una industria. Nosotros creamos para un público
ausente”. Ni con la salvación para un pueblo que en palabras de otro
gran colombiano, el fallecido dramaturgo Enrique Buenaventura, no
consume sino que “es consumido”. Eso sí, él creía que el teatro es
revolucionario porque su naturaleza estará siempre, incluso cuando atrae
a las masas, alejada de la cultura de masas. “Mientras por el lado del
sistema los horizontes se nos cierran”, escribió, “por el lado del
hombre, de la vida y del arte se nos abren”.
La carne del teatro iberoamericano
La feliz heterodoxia de Bogotá
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