El centenario del creador de Trenes rigurosamente vigilados sirve al autor del artículo para regresar a su vida y a su obra
Bohumil Hrabal, en una taberna de Praga en los años 80./elpais.com |
Cuando alguien logra que personajes inauditos nos sean hermanos, es
que sabe mucho de nosotros. Hrabal escuchaba mucho y fue a vivir entre
la gente, a operar maquinarias y vicisitudes; crio un oído muy fino, por
encima del jaleo del sistema y del trasiego de las cervecerías.
Había sido un burgués a reeducar, gustaba de su mejor traje. Pero bajo el aparato comunista, como el pobre Hantá de Una soledad demasiado ruidosa,
se reeducó vengándose, diluyéndose en el pueblo de verdad, no el del
partido: el de la bulla descomplicada y los pequeños deseos incumplidos.
Se dice que Hrabal nace en Brno, meses antes de la Gran Guerra; pero
en realidad abre sus ojos décadas después en Libeñ, un suburbio de
Praga. También, que nació hace 100 años, pero más fue cuando,
adolescente, irrumpe en su vida su tío Pepin: su disparatado
caleidoscopio ya no abandonará su mirada.
Como su tío, Bohumil Hrabal cuenta con una verborrea inexorable, de
vivencias e impresiones: distinto del ideólogo que va a confirmar, él ve
en la vida un jardín de sorpresas (“Cada día, un milagro”) y su cabeza
las escribe automáticamente, como un surrealista.
Aunque recordamos como un río, por escrito ponemos puntuación, pues
nuestro flujo no es el del lector: el de Hrabal, sí lo es. Fluye alegre y
soleado como la cerveza de la caña.
Él ritualiza el absurdo con normalidad, como se hace cada tarde en
una hostería checa; como al aire pleno del bosque bohemio y al sol que,
como una muchacha, peina sus cabellos sobre Praga; pero sus giros
chasquean con la maravilla cruel de una bofetada femenina: “Adoraba a
las mujeres, pero amaba a la suya”, decía Arnošt Lustig; “Veía el amor
como un regalo”.
Hrabal no te lanza palabras a la cara, su número de páginas no
impresiona, escribe en primera persona pero él no está en la historia; y
sin embargo es su historia. En un centenar de folios logra lo que
tantos intentan en tomos de medio kilo: hacerse valer entre la más bella
literatura europea.
Escribir, decía, sólo requiere un poco de cara para las primeras
líneas y luego “todo se deshila como un viejo jersey enganchado”. Y, de
repente, la nariz huele ya la cebolla, y el oído, la risotada a su vera,
y el pensamiento se desliza por una mujer.
Rondé a Hrabal por sus lugares, hasta que una mañana me sorprendió su
muerte; te arrepientes de no haberte acercado a su mesa en el Tigre
Dorado, bajo la cornamenta de venado.
Coincidí con Clara Janés en que nos daba aprehensión: su irascible
don de la ebriedad entre amigotes. Planeamos mejor ir a su bosque, en
Kersko, con sus gatos; sin atrevernos. No daba entrevistas, no concebía
hablar con segundo propósito.
Nos asustaba la complicación de su simplicidad. No era campechano,
pues eso es una actitud. Era un hombre que te pasaba su plato y su
tenedor, me ha contado Monika Zgustova: ella sí se atrevió y puso un
pequeño pie en su vida.
En la estirpe de Kafka y de Hašek, anota su biógrafa, y frente a la
rebelión por el absurdo de un Havel, o más racional de un Kundera,
Hrabal se defiende del mundo por el amor y el arte: aquel es una gran
taberna, a la que él arrebata un poco de horror.
Para ello, va de la bufonada al pathos y a la erótica y a la violencia y a la ternura, en una confesión excéntrica y sofisticadamente en capas, que le es liberadora.
Un día dice: “Yo en realidad soy ya los demás”, de tanto escuchar y
tan bien. Se ha convertido en su propia literatura; una sensual, bufa y
melancólica, que para el mundo es ya el sello de lo checo.
También entre los españoles, que lo acogen como un clásico. ¿Qué
vital sensualidad les enseña un checo? Bohemia ha sido agreste al
español, desde Guillem de San Clemente, el embajador barcelonés del
emperador hispano, a los exiliados. Pero esa es la universalidad de los
personajes inverosímiles de Hrabal.
Le ayuda a aterrizar en España el Nobel a Seifert, el Oscar a Menzel por Trenes rigurosamente vigilados, el descubrimiento de La insoportable levedad del ser de Kundera, y la épica subida de Havel al castillo, al caer del comunismo.
Pero la gratitud ha de ir a Mlejnková y Ortiz con su detonante traducción de Yo he servido al rey...
y, sin duda, a Zgustova con sus posteriores, amén de lazarillo de
Hrabal por las Españas de Miró y Tapiès; y por esa biografía entrecosida
de charlas.
Los nuevos checos celebran su centenario, entre sellos, monedas,
exposiciones y charlas; también el Cervantes de Praga. Y se rescata la
crítica: acató la triste Normalización; no se fue. De irse, se habría
perdido: “Lo que se cocina en casa ha de comerse en casa”.
Se autocensuró, pero fue impermeable; habiendo nacido bajo Francisco
José y vivido cinco regímenes, creía que en Centroeuropa es mejor “no
estar nunca muy sobrio y aguardar pacientemente el final de la
película”.
Bohumil Hrabal es posiblemente el rey no coronado de la literatura
centroeuropea; pero hace siglos que los reyes de Bohemia ya no se
coronan. La duda que deja recorrer su raro mundo es que, si fuéramos
verdaderos de verdad ¿no seríamos todos personajes de Hrabal?
Conmemoraciones
La Casa del Lector acoge en Matadero Madrid hasta el 21 de septiembre una exposición preparada conjuntamente con el Centro Checo sobre Bohumil Hrabal a partir de fotografías, textos, libros o carteles de las películas inspiradas en sus novelas.
Galaxia Gutenberg se ha sumado a la celebración del centenario del nacimiento de Hrabal con la publicación de Tierno bárbaro, una novela de 1973, traducida por Kepa Huarte, y Los frutos amargos del jardín de las delicias, una biografía realizada por su traductora Monika Zgustova.
En la misma editorial pueden encontrarse Yo serví al rey de Inglaterra, Una soledad demasiado ruidosa y La pequeña ciudad donde se detuvo el tiempo. Anuncio una casa donde ya no quiero vivir y Trenes rigurosamente vigilados fueron publicados recientemente por El Aleph Editores.
Ramiro Villapadierna es director del Instituto Cervantes de Praga
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