Gabo que estás en los cielos
Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez. Los dos escritores más influyentes y poderosos de nuestra región y nuestra lengua
Foto tomada por Rodrigo García a sus padres: Gabriel y Mercedes./elpais.com |
Una vez que se extingan las ceremonias fúnebres y se adormezca el
duelo, que se agoten los homenajes y las exequias, y se desdoren las
figuras públicas y se olviden las antipatías abruptas o las
declaraciones estertóreas, se volverá una convicción natural lo que
algunos han vaticinado desde hace décadas: que los dos colosos surgidos
de esa brillantísima Edad de Oro de la narrativa latinoamericana que se
prolongó durante la segunda mitad del siglo XX fueron Jorge Luis Borges y
Gabriel García Márquez. Los dos escritores más influyentes y poderosos
de nuestra región y nuestra lengua. Los dos más admirados e imitados en
el orbe. En ese juego de dualidades que tanto nos gusta, nuestro Platón y
nuestro Aristóteles. O, mejor, nuestro Apolo y nuestro Dioniso.
Sin duda fueron acompañados por una asombrosa cohorte de titanes, con
poéticas al gusto de cada uno, de Rulfo a Vargas Llosa, de Donoso a
Fuentes, de Sábato a Ibargüengoitia, de Ribeyro a Cortázar, pero las
voces más oídas, más singulares, más originales —si entendemos por
originalidad una mutación insólita entre las enseñanzas del pasado y la
serena rivalidad con sus contemporáneos— fueron las del poeta y
cuentista argentino y las del cuentista y novelista colombiano, suma de
todos los esfuerzos que los precedieron, de Machado de Assis y Jorge
Isaacs a Macedonio Fernández y Alfonso Reyes, y umbrales de todos
aquellos que los han seguido, de Roberto Bolaño a quienes hoy publican, a
su sombra, sus primeros libros.
A la distancia no podrían parecer más contrarios, más distantes. De
un lado, el escritor ciego y puntilloso, tan acerado como melancólico,
hierático hasta casi fungir como profeta, dueño de un sutilísimo humor
aún malentendido, el hombre cercano —a su pesar— a la derecha, el vate
unánimemente venerado que jamás recibiría el Nobel. Del otro, el
escritor jacarandoso y bullanguero, tan dotado para desenrollar la
sintaxis como para reconducir los mitos, sonriente hasta convertirse en
amigo de todas las familias —esas que sin conocerlo hoy sin pudor lo
llaman Gabo—, el hombre cercano a la izquierda y a Fidel Castro, el
bardo unánimemente adorado que recibió el Nobel más joven que ningún
otro en América Latina.
Sí: en lontananza encarnan vías antagónicas. Borges es,
evidentemente, el apolíneo. El escultor que pule cada arista y cada
ángulo. El prestidigitador que obsesivamente trastoca cada adjetivo y
cada adverbio. El criminal que siempre esconde la mano. El modesto
anciano que odia los espejos y la cópula y sin embargo multiplica los
Borges a puñados. El detective que en su búsqueda esconde que al mismo
tiempo es el criminal. El filósofo nominalista y el físico cuántico que
se pierde en la Enciclopedia. El autor de las paradojas y bucles más
aventajado desde Zenón. García Márquez es, en cambio, el dionisíaco. El
torrencial demiurgo de genealogías y prodigios. El audaz dispensador de
metáforas y laberintos de palabras. El cartógrafo de la jungla y el
cronista de nuestra circular cadena de infortunios. El ídolo sonriente
que trasforma la Historia —y en especial la sórdida trama colombiana— en
mil historias entrecruzadas, tan tiernas y atroces como inolvidables.
El bailarín que, al conducirnos a la pista, nos obliga a seguir su
hipnótico ritmo a rajatabla. El sagaz escriba que se burla de los
tiranuelos con los que tanto ha convivido. El desmadrado cuentero que
finge no seguir regla alguna fuera de su imaginación, excepto que las
que él mismo se —y nos— impone.
Apolo y Dioniso. Y sin embargo estas dos vías, como ya apuntaba
Nietzsche, no son excluyentes sino complementarias. Las dos mitades del
mundo. De nuestro mundo. Para empezar, García Márquez no hubiese escrito
como García Márquez sin aprender de Borges, su predecesor y su maestro.
Y Borges no habría encontrado mejor continuador que este discípulo
rejego, dispuesto no a copiar sus trucos o su doctrina sino a usarlos en
su provecho para huir de la Academia y fundar una nueva, exitosísima
escuela, el realismo mágico. Ninguno tiene la culpa, por supuesto, de su
ingente legión de copistas: sus invenciones resultaban demasiado
deslumbrantes como para que cientos de salteadores de caminos no
quisieran agenciárselas.
Los dos han sido justamente elevados a los altares. O, mejor aún, a
los altares privados que cada uno erige en su hogar: son nuestros
penates. Imposible no adorarlos y no querer, a la vez, descabezarlos.
Imposible no aspirar a reiterar —Vargas Llosa dixit— su deicidio.
Jorge Volpi es escritor mexicano.
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