La última revelación de las letras europeas es un escritor noruego, autor de Mi lucha, ciclo de tres mil seiscientas páginas que le ha valido comparaciones con Proust o Sebald. El autor afirma que el éxito le produjo "un problema de identidad"
El autor noruego Karl Ove Knausgård. / Leemage./elpais.com |
Durante tres años seguidos, Karl Ove Knausgård
escribió veinte páginas diarias sobre su propia existencia. El escritor
noruego pretendía superar así una larga crisis creativa, pero también
la trágica desaparición de su padre, fallecido tras ingerir cantidades
industriales de alcohol junto a una abuela senil e igualmente ebria,
pocos meses antes de que el autor cumpliera 40 años. Knausgård siguió
escribiendo hasta concluir una saga de seis volúmenes autobiográficos,
escritos con lucidez existencial y honestidad sanguinaria, a la que la
que confirió el polémico título de Mi lucha, que reconoce haber escogido como pura provocación.
Su aventura terminó en 2011, cuando ya se había convertido en un
fenómeno de masas en Escandinavia. Desde entonces, también lo es en el
mercado anglosajón, donde se le ha comparado con Proust y W.G. Sebald,
además de ser adulado por autores como Jonathan Lethem, Zadie Smith y
Jeffrey Eugenides –“ha roto la barrera de sonido de la novela
autobiográfica”, sentenció este último–, beneficiado por el respaldo del
todopoderoso agente Andrew Wylie, responsable del boom internacional de
Roberto Bolaño. Tras un primer volumen centrado en su progenitor, La muerte del padre, Anagrama publica ahora el segundo tomo de la saga, Un hombre enamorado,
que versa sobre las frustraciones de su vida diaria como padre de
familia, relatadas con todo lujo de detalles. “Yo quería dejar a Linda,
porque siempre se estaba quejando, siempre quería algo distinto, y nunca
hacía nada para conseguirlo. Se limitaba a quejarse, quejarse y
quejarse”, sostiene sobre su mujer nada más empezar.
Pasan unos minutos de los dos de la tarde. Knausgård, hombre de
rostro torturado y mirada cristalina, aguarda en el andén de la estación
de Ystad, pequeña ciudad en la costa sur de Suecia a la que se mudó
junto a su familia hace tres años, huyendo del mundanal ruido de
Estocolmo. Una vieja camioneta llena de objetos desordenados –libros de
Per Petterson, una temporada de la serie Mad Men y hasta una
muñeca Violeta, la heroína argentina de la factoría Disney– nos
conducirá hacia su hogar, una casa de campo tradicional dotada de un
espacio de trabajo independiente que huele a tabaco y cafeína, presidido
por una batería que dice tocar de vez en cuando. La entrevista tendrá
lugar en el sofá naranja de su biblioteca, donde conviven Stig Dagerman,
Virginia Woolf y los ensayos de Montaigne. “Me estudio más que ningún
otro asunto. Yo soy mi física y mi metafísica”, dejó dicho el pensador
francés. Damos por sentado que, siendo autor de 3.600 páginas sobre su
propia vida, lo comparte sin matices.
“Llevaba tiempo trabajando en el libro, pero no
encontraba la forma adecuada de tirar adelante. Un día me puse a
escribir de manera embarazosamente confesional, contando cosas íntimas
de las que nunca había hablado antes”, empieza relatando. Cuando se lo
enseñó a su editor, le dijo que le parecía digno de “un maníaco”. Ese
día entendió que lo había encontrado. “Había en el texto una energía
infrecuente. Abordaba una intimidad de la que se supone que no debe
hablar una novela”, explica.
El éxito del proyecto reside, precisamente, en la transgresión de ese
tabú. Al recorrer sus páginas, uno tiene la sensación de allanar su
morada y adentrarse sin permiso en su privacidad. De hacerse con un
diario personal escondido en un cajón y leerlo con avidez, para terminar
descubriendo secretos extrañamente familiares. Retraído pero nada
hermético, Knausgård asiente. “Existe placer en el
hecho de leer sobre vidas ajenas, pero también en el de contar la tuya.
Narrar tu propia existencia resulta casi lujurioso. Y, como toda
lujuria, viene acompañada de culpa y de vergüenza. Por lo menos, eso es
lo que he sentido yo”, asegura.
Me planteé no publicarlo, pero necesitaba el aplauso ajeno"
Su proyecto ha causado un sufrimiento
atroz a su alrededor. Su madre le intentó disuadir para que no lo
publicara, su ex mujer le ha condenado públicamente, la familia de su
padre no le habla y su actual esposa terminó deprimida. ¿Cómo consiguió
tirar adelante?
Me repetía que el libro era más
importante que mi vida. En aquel momento, lo creía de verdad. Cuando uno
crea algo así, debe quererlo con todas sus fuerzas. Si no, el proyecto
no resulta valioso. Eso no quita que fuera difícil e incluso
descorazonador. Yo siempre me había visto como una buena persona. Y este
libro no era el acto de una buena persona. Pero, por una vez en mi
vida, me dije que tenía que ser honesto.
Entonces, ¿cree que ha valido la pena?
Sí. Estoy feliz de que estos seis libros
existan. Lamento haber hecho daño a los demás, pero no puedo decir que
lo sienta. Dicho esto, dudé mucho. Cuando mandé el manuscrito a mi
entorno y todos reaccionaron tan mal, me planteé no publicarlo. Ya lo
había escrito, ¿para qué necesitaba que lo leyeran los demás? Entonces
me di cuenta de que necesitaba el aplauso ajeno. Solo lo siento por mis
hijos. El precio que pague yo no me importa, pero el que puedan pagar
ellos, sí.
Se calcula que uno de cada cinco noruegos ha leído alguno de sus
libros. Algunas empresas tuvieron que prohibir sus novelas para evitar
que los trabajadores se desconcentraran en horario laboral. Lejos de
alegrarle, el éxito le perturbó.
“Yo procedía del mundo académico y me
consideraba un tipo serio que hablaba de cosas importantes. No me veía
como un autor de best sellers”, reconoce. “¿Cómo era posible
que me sucediera esto? ¿En qué había fallado? El éxito me provocó un
problema de identidad. Afectó a la imagen que tenía de mí mismo”.
Es
cierto que sus novelas anteriores tenían un perfil más erudito. Su
segundo libro, Un tiempo para todo, versaba sobre la conexión entre lo humano y lo divino, además de reinterpretar pasajes de la Biblia. En cambio, Un hombre enamorado
habla de calentar biberones y preparar papillas, de sortear desdichas
domésticas y ganar batallas conyugales a riesgo de perder la guerra.
¿Cómo pasa uno de las sagradas escrituras a los pañales de sus hijos en menos de media década?
Nunca me lo planteé racionalmente – responde,
soltando su primera y última carcajada. – Sentía una gran frustración,
provocada por mi vida familiar. Me decía que mi vida no tenía sentido y
soñaba con marcharme. Hoy me sigo sintiendo así, pero menos. Este libro
resolvió algo en mi interior. Antes veía a mi familia como el enemigo.
Ahora los veo como aliados. La recepción del libro fue tan extrema que
agradecí que estuvieran a mi alrededor para protegerme.
¿Ahora ya no cree que sería mejor escritor si no tuviera familia?
No, porque estaría totalmente aislado. Tener
mujer e hijos me obliga a la interacción social, a enfrentarme al otro. Y
de esa confrontación surge algo indudablemente bueno. Cuando era joven
me marchaba largas temporadas a islas semidesiertas, porque creía que
así era como uno debía escribir. Con el tiempo he entendido que hay que
aprovechar lo que tienes delante. Sin ese conflicto familiar, mi libro
no existiría.
¿En algún momento lamentó haber escogido un título tan connotado y polémico como Mi lucha?
No. Siempre me ha parecido un buen título. Al
final del sexto libro hablo sobre Hitler, aunque no fue premeditado. Me
interesa la diferencia entre individuo y masa.
En el primer volumen, define esa lucha como un
enfrentamiento “contra una fuerza superior”, pese a no ser religioso.
¿En qué consiste entonces esa fuerza?
Me resulta imposible responder con precisión.
Existe un gran anhelo en el libro por vivir en el momento presente. Es
algo que solo me sucede con la lectura, la escritura y el arte. Es un
sentimiento parecido al que debía de ofrecer la religión: una conexión
con el mundo, un esplendor de la existencia. Mis hijos no estudian la
Biblia en el colegio y lo siento por ellos. Se está perdiendo un
lenguaje, una mitología, una manera de experimentar el mundo. ¿Dónde ha
quedado el éxtasis? ¿Ha adoptado otra forma o ya no lo necesitamos?
Dígamelo usted.
Diría que la cultura del entretenimiento ha
sustituido a la religión en solo un par de generaciones. Mis hijos
crecerán en un mundo muy distinto al de mis padres. Me da pena, pero
tampoco me opongo a ello. ¿Qué puedo hacer si a mi hija le gusta
Violeta? Cada generación tiene las llaves de su tiempo.
Suecia, Noruega y Dinamarca encabezan la lista de
naciones con mayores índices de felicidad, según datos recientes de la
Universidad de Columbia. ¿Intensifica eso su desapego?
Tal vez tenga envidia de esa gente, porque yo
nunca he sido feliz. Ya sabe que existe una larga tradición de
intelectuales escandinavos depresivos, de Ingmar Bergman a Lars Von
Trier [sonríe]. Ser escandinavo significa formar parte de una sociedad
que, desde que eres niño, te repite que no eres más importante que tu
vecino. En la fotografía más conocida del Rey de Noruega, aparece en un
tranvía vestido de calle y enseñando su billete. Ese proyecto social
igualitario me parece bueno. El problema es que implica un consenso
excesivo. En Escandinavia, todo el mundo piensa lo mismo. Y, cuando te
atreves a decir cosas opuestas al consenso, eres considerado un ser
malvado.
Pues en el libro dice unas cuantas. Por ejemplo,
pone matices a la igualdad entre géneros y dice sentirse “emasculado”
como hombre.
Eso responde a una gran inseguridad respecto a mi
propia masculinidad. Un hombre de verdad no tendría problemas en criar a
sus hijos. Ahora he cambiado un poco. He encontrado una manera de ser
padre sin sentirme amenazado, tal vez porque vivo en el campo, donde los
roles de género son más tradicionales que en la ciudad. Cuando vivía en
Estocolmo presencié una conversación entre dos hombres que discutían
sobre si era mejor llevar al niño de cara o de espaldas en la mochila
porta-bebé. Me produjo un intenso sentimiento de claustrofobia. Odio que
seamos cada vez más parecidos. Es mi definición del infierno.
¿Qué escribe uno después de un proyecto como este?
De momento, muy poco. Tengo que superar lo que me
ha pasado para ser capaz de seguir adelante. Necesito escapar a lo que
soy y sentirme libre. Me he puesto a leer sobre física, disciplina de la
que no sé nada, para ver si logro reinventarme. De momento no ha dado
resultado. El año pasado intenté empezar una novela. Escribí cuarenta
páginas abominables. Sé que es posible que no vuelva a escribir nada que
merezca la pena publicar.
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