El mar de John Banville ahora en cine. El genial narrador irlandés comparte sus memorias de espectador y su experiencia como guionista de su premiada novela
El mar. Dirigida por el debutante Stephen Brown, en una adaptación británica. La iniciación erótica en el cine Ritz, en un balneario irlandés en los años 50/revista Ñ |
Siempre me gustó el cine, o “las películas”, como solíamos decir en
épocas menos sofisticadas. En los años 50, cuando de chico vivía en
Wexford, en el extremo sudeste de Irlanda, la ciudad tenía tres cines.
Estaba The Abbey, que era algo señorial -o así se veía- y el lugar a
donde uno llevaba a su noviecita un sábado para besuquearse en la
oscuridad de la última fila del pullman. El Cinema Palace, en Cinema
Lane, no hacía honor a su excelso nombre. Era un antro dudoso y de mala
fama porque lo frecuentaban muchachos peleadores con sus chicas de
rostro duro. Por último estaba el Capitol, en nuestro lado de la ciudad.
Se parecía a un establo, con pisos de madera y asientos desvencijados
cuyo tapizado de terciopelo tenía manchas sospechosas y muchos parches
pelados.
Por aquellos días todo el mundo fumaba y las volutas de
humo azul plata que se dibujaban en el haz de luz del proyector eran más
bellas y a veces más disfrutables que lo que ocurría en la pantalla.
Si
un sociólogo hubiese querido estudiar el sistema de clases de una
ciudad pequeña en la década de 1950 en Irlanda, no podría haber hecho
nada mejor que pasar un par de noches de fin de semana en el Capitol.
Había mucho ruido adelante, en los asientos de seis peniques, donde los
pobres se divertían arrojándose bollitos de marquillas y chicles
masticados y donde a menudo terminaban a los puñetazos. Nosotros, que
ocupábamos los asientos de un chelín con tres peniques, nos portábamos
relativamente bien, mientras que los potentados de las filas de dos
chelines con seis peniques ubicadas atrás eran solemnes y decorosos y
compartían chocolates - Milk Tray o Black Magic eran los favoritos- que contrastaban con nuestras bolsas de papel madera de caramelos Scots Clan o Clarnico Mint Creams .
Las
películas que preferíamos eran las de suspenso de Hollywood, filmadas
en suntuosos matices de negro y plata; aventuras de vaqueros e indios,
llenas de imágenes de barrancos y rocas y héroes de color caoba; y,
naturalmente, las comedias de los Estudios Ealing, que parecían todas
protagonizadas por Margaret Rutherford, con su busto bamboleante y su
prominente maxilar inferior. Los musicales nos parecían sensibleros
hasta lo indecible. ¡Qué escalofrío de rechazo se agolpaba tras nuestro
esternón cuando la acción en Technicolor inverosímilmente se detenía y
la protagonista, de vestido a cuadros, con un moño en los moldeados
rizos dorados, daba un paso entrelazando las manos bajo el pecho y, con
la sonrisa soldada, gorjeaba una canción con una voz tan diminuta, aguda
y penetrante como el chirrido del torno de un dentista!
En la
adolescencia descubrimos el cine arte. En Dublín había una sala, el
Astor, que con gran coraje daba obras de Antonioni, Bergman, Fellini,
Godard, Alain Resnais, Truffaut, Agnes Varda... El censor del Estado
destrozaba esas películas de modo tan violento que el argumento ya
enigmático se tornaba incomprensible. Eran terriblemente serias aquellas
películas -en el caso de Fellini, existencialmente juguetonas- pero nos
deleitaba su romanticismo lúgubre e involuntario: algunos no
concebíamos destino más dichoso que ser obstinadamente infelices en
brazos de Monica Vitti.
Por serio que se hubiese vuelto el cine en aquel período glorioso y demasiado breve de la nouvelle vague
, de todos modos representaba un mundo de glamour, romanticismo y
aventura. En el siglo pasado, los viejos dioses nos fueron abandonando
y, para el cambio de milenio, habían sido desterrados por completo de
nuestro empíreo, en tanto la enseñanza de los clásicos prácticamente
desaparecía; Apolo era el nombre de una cápsula espacial y Nike, antes
la diosa de la victoria, se convirtió en una marca de zapatillas.
Pero
a cambio de las deidades difuntas, tenemos estrellas de cine, leyendas
vivientes, criaturas de dimensiones fuera de lo común hechas de luz y
sonido atronador que ocupan nuestra febril imaginación y cuyas
aventuras, y desventuras, en la pantalla y fuera de ella, conforman la
epopeya popular de nuestros días. Y no son todas ellas epopeyas en
prosa: el cine es la poesía del pueblo. Qué epifanías de amor y añoranza
se despliegan en secreto en el corazón de un público arrobado en la
parpadeante oscuridad de los cines de todo el mundo. En las enormes
pantallas brillan sueños de colores, mostrándonos todas las cosas que
podríamos haber sido y hecho si fuésemos tan ágiles de mente y cuerpo
como esas vívidas sombras incorpóreas que pasan lánguidamente frente a
nuestros ojos extasiados. “Ah, Cary Grant”, dijo una vez Cary Grant,
“¡cómo me gustaría ser él!” Desde los primeros tiempos del cine, los
escritores se lamentan con amargura de cómo los maltrata la industria.
¿Pero qué esperan todos esos quejumbrosos Faulkner y Scott-Fitzgerald?
Es como si una madre hubiese entregado a su hijito a un gladiador y
después se quejara por los leones y tigres que el pobre chico tiene que
enfrentar. Como una vez dijo Gore Vidal, Hollywood nunca destrozó a
nadie que valiera la pena salvar.
Y, de todos modos, Hollywood no
siempre es Hollywood. Hay tantas maneras de hacer una película como de
matar un chancho, aunque la cinematografía puede ser tan intrincada,
difícil y sangrienta como el antiguo arte de faenar cerdos.
La
primera vez que me encargaron un guión para una película fue en los 80,
cuando la emisora británica Channel Four todavía estaba en etapa de
planeamiento y sus representantes buscaban material por todas partes:
una tira cómica de Marc Boxer de aquella época mostraba a dos personas
conversando en un cóctel, y una de ellas decía: “Sabe, el otro día
conocí a alguien que no está haciendo algo para Channel Four”.
Uno
de los encargados de esa tarea en el nuevo canal era Walter Donoghue, a
quien un día mi amigo Neil Jordan trajo a almorzar a casa. Al caer la
tarde, mientras bebíamos una última copa de vino, Walter, una de las
personas más amables y aparentemente más tímidas del mundo, me llevó
aparte y en voz baja me preguntó si tenía alguna idea para un
largometraje que pudiera financiar Channel Four.
Casualmente, unos meses antes yo había terminado de escribir una novela corta, La carta de Newton
, cuya publicación parecía improbable, dada su brevedad. Le envié a
Walter el texto mecanografiado y un par de días después me contestó
pidiéndome que convirtiera la novela en un guión. Nunca había intentado
algo así antes y me sorprendió descubrir que al parecer tenía aptitudes
para la tarea. Había tardado tres años con la novela: la adaptación al
cine me llevó tres días. El producto fue Reflections , con
Gabriel Byrne y Harriet Walter en los papeles principales. Se estrenó en
los cines y salió al aire en el joven Channel Four durante las
Olimpíadas de 1984. Cuando el director, Kevin Billington, se quejó del
momento elegido para su emisión, David Rose, editor de Channel Four,
señaló que la película había tenido una audiencia que equivalía a tres
estadios de fútbol repletos.
Aunque mi ingenuidad me había llevado
a creer que a este primer encargo seguirían muchos más, fue sólo a
fines de los 90 cuando se me pidió que escribiera otro guión. Era una
adaptación de la luminosa novela de Elizabeth Bowen El último septiembre
, que transcurre en 1920 en el círculo de los protestantes
anglo-irlandeses durante la Guerra de la Independencia Irlandesa. Los
actores esta vez eran Maggie Smith y Michael Gambon, Jane Birkin, David
Tennant, Fiona Shaw y una talentosa recién llegada de una belleza
radiante, Keeley Hawes. La directora era Deborah Warner, la fotografía
estaba a cargo de Slawomir Idziak -que trabajó con Kieslowski en la
trilogía Tres colores - y Zbigniew Preisner compuso la música. ¡Qué equipo! Estuve deslumbrado las ocho semanas enteras que duró el rodaje.
Mi novela El mar
se publicó en 2005 y, para mi sorpresa, tuvo algún éxito. No se me
había ocurrido que tuviera los ingredientes para una película hasta que
compró sus derechos Luc Roeg, de la productora londinense Independent.
Hablamos sobre posibles guionistas y se consultó a uno o dos, antes de
que yo sugiriera que podía encargarme del guión. Luego se incorporó
Stephen Brown como director y nos pusimos en marcha.
¿Qué es más
difícil de escribir, el guión de una obra propia o el de una ajena? Es
una pregunta que nunca he podido responder con algo de convicción.
Obviamente conocía El mar en todos sus climas, flujos y reflujos, pero
para convertirlo en una película tendría que olvidar toda esa
información privilegiada y empezar de cero. Para el cine uno tiene que
escribir sin sostenidos. Recuerdo que, cuando estaba trabajando en El
secreto de Albert Nobbs, Glenn Close, protagonista del film, levantó la
vista de una primera versión del guión que le había hecho llegar y me
dijo: “John, no necesitamos todas estas acotaciones escénicas: eso lo
hacemos nosotros mismos”. Tenía razón, por supuesto, y no sólo respecto
de las redundantes indicaciones que había escrito entre los diálogos de
los personajes; el diálogo mismo debe tener transparencia, ser lo más
neutro posible sin ser algo totalmente muerto. El guión de Lolita que
escribió Nabokov para Stanley Kubrik es una elegante pieza literaria
pero nunca habría servido para una película.
Disfruté mucho de la adaptación de El mar
a la pantalla. Las dificultades técnicas fueron muchas pero las
resolví con una facilidad que parecía irreal. Eso, lógicamente, era muy
inquietante: la facilidad en la escritura, he descubierto, casi siempre
se traduce en dejadez. Felizmente, Stephen Brown y su brillante editor
Stephen O’Connell ataron los cabos sueltos y tensaron la urdimbre del
relato al máximo. Que es lo que se supone que deben hacer los directores
y los editores, aunque rara vez lo hacen.
Después llegó el momento de la elección de los actores.
Esta
es, al menos para el guionista, una de las fases más fascinantes del
proceso, cuando las palabras se hacen carne. Los personajes que uno
inventa, en un guión o una novela, tienen una nitidez espectral: están
ahí pero no lo están. Desde un principio yo tenía la esperanza de que
Ciaran Hinds, Sinead Cusack y Charlotte Rampling hicieran los papeles
principales en El mar y, para gran suerte nuestra, estaban disponibles, y
entusiasmados. Después se sumaron Natascha McElhone y Rufus Sewell y de
pronto todo se armó de la manera más fascinante y todas las relaciones
de la página escrita cobraron vida de un modo sutilmente nuevo y
complejo.
No soy aficionado a los sets. ¿Qué tiene que hacer allí
el guionista? Su trabajo terminó hace mucho y lo mejor para él es salir
del medio y dejar que lo hagan ellos mismos, como dijo Glenn Close. Sin
embargo, fui un par de veces a Wexford, donde rodaban El mar , para
conocer al reparto. Los actores, en especial los de cine, tienen un aura
tangible. Después de haber sido mirados con tanto cariño y por tanto
tiempo por las cámaras, los espejos y los admiradores, adquieren un
fuerte brillo, como las estatuas sagradas que a lo largo de los años han
sido tocadas y pulidas, con adoración y súplicas, por las manos de los
fieles. Nosotros cambiamos, ellos permanecen. Así son las cosas, con
los dioses y los mortales.
El mar se estrenará pronto. Esperamos una marea alta.
Traducción: Elisa Carnelli
Traducción: Elisa Carnelli
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