Luis Mateo Díez
Brasas de agosto
Era don Severino. Tuve de golpe la certeza de que era él aunque algo
raro desorientaba su rostro en la fugaz aparición medida en el instante
que tardó en pasar ante el ventanal de la cafetería, a cuya vera estaba
yo sentado con el periódico en la mano derecha y la copa en la
izquierda.
La súbita emoción del reconocimiento me dejó
paralizado, pero reaccioné en seguida. De pronto se agolparon los
recuerdos y aquella inmóvil y aletargada tarde de agosto comenzaba a
remover sus estancadas aguas.
Salí a la puerta de la cafetería y
le observé caminar de espaldas, apenas unos segundos antes de llamarlo.
En ese momento iba a dar la vuelta a la esquina y giró la cabeza con un
sobresalto que llegó a paralizarlo.
Entonces supe que era
definitivamente él, y que lo que desorientaba su rostro no era otra cosa
que la calva galopante que había barrido su frente hacia las alturas,
dejando dos abultados mechones en los laterales.
-¿Cervino?
-comenzó a preguntar mientras se acercaba, tras un instante de
desconcierto-. Eres Cervino -corroboró, contagiado por la sonrisa con
que yo confirmaba su descubrimiento.
-Soy Cervino, don Seve -le
dije, tomando entre las mías su mano temblorosa, que parecía dudar en
tenderme. Y algo de aquel escurrido sudor del confesonario reverdeció en
su palma como una huella cuaresmal.
Nos sentamos en la cafetería y
hubo un largo momento en el que nos estuvimos requiriendo torpemente,
con esas atropelladas informaciones de quienes todavía no superaron la
sorpresa de un encuentro tan inesperado, incapacitados para retomar sin
mayores dilaciones la antigua confianza que acaso el tiempo diluyó.
-Diez
años -confirmaba don Severino, como si de repente hubiese tomado
conciencia exacta de su ausencia. Y yo lo observaba, respetando los
silencios en que se quedaba momentáneamente abstraído, viendo tras el
ventanal la fuente esquilmada de la plaza, la lluvia de fuego que barría
las aceras esparciendo las pavesas de polvo.
Había pedido un
coñac con hielo, que era lo que yo tomaba, y me agradecía que le hubiese
llamado: en realidad había sucumbido a la tentación de un regreso
efímero, apenas unas horas entre un tren y otro tren, convencido de que
nadie en la ciudad iba a reconocerlo, tal vez llevado por alguna de esas
amargas nostalgias que son como espinas que hay que arrancar.
-Y
ya ves -decía-, una tarde como esta que no hay quien se mueva, tantos
años después, y sólo hago que llegar y alguien me llama a la vuelta de
la primera esquina.
-Yo soy de los que la familia abandona todo el
verano. Y aquí me quedo escoltando esta ciudad vacía. Pero no se crea
que me quejo. El despacho me lo administro a mi aire.
De aquellos
diez años llevaba don Severino Caso siete en Puerto Rico, de profesor en
la Universidad de San Juan. Regresaba ahora, por primera vez, para
participar en un congreso y dispuesto a tentar alguna cosa para poder
quedarse en España. Era una información que coincidía vagamente con lo
que yo sabía, con lo que en la ciudad se había comentado en los meses
que siguieron a la huida.
-Llega un momento en que hay que
decidirse: o te quedas o vuelves. No hay nada peor que ir dejando pasar
el tiempo sin resolver. Se engaña uno a sí mismo.
Repetimos las
copas. Aquella inmediata imagen de don Severino, discreto en su atuendo
veraniego, coronado por la calva, el vientre bastante pronunciado, tan
sonriente y apacible como en tantas tardes de latín y filosofía en la
Academia Regueral, se mezclaba en el asalto del recuerdo con su figura
más espigada , juvenil, siempre con la dulleta impoluta, la teja en la
mano como un engorroso objeto que hay que transportar por obligación,
una escueta elegancia especialmente vertida en los largos y solitarios
paseos dominicales.
-Me apetece dar una vuelta por ahí -dijo al
cabo de un rato y pude entender con facilidad que me estaba pidiendo que
le acompañara.
-Todo sigue lo mismo -comenté, invadido por cierta
sensación de apuro, como si de pronto presintiese que la casualidad de
aquel encuentro me conduciría en seguida a la complicidad de las
confidencias.
Don Severino vació la copa e hizo tintinear el hielo en el cristal antes de depositarla en la mesa.
-Solo
no voy a perderme, Cervino, confesó-, pero después de tantos años se
agradece que alguien te eche una mano. No sabes lo que me alegra volver a
verte.
Me había palmeado el brazo cuando salimos al resplandor
polvoriento de la hoguera, y yo sentí el gesto paralelo de su saludo en
aquellos años enterrados, y hasta pude resucitar el aroma de alguna
discreta lavanda en el tejido de la sotana.
-¿Qué es de mi hermano? -inquirió, dejando resbalar la pregunta cuando comenzábamos a caminar por la acera abrasada.
-Doro sigue con lo suyo. Apenas lo veo.
-Vamos hasta la ferretería -decidió.
Me
detuve un instante, lo justo para que él percibiese la mezcla de
indecisión y temor, lo justo también para que yo me reconociera, una vez
más, como tantas en mi vida, en esta situación de indefectible
embarcado que tan vanamente orienta mi destino.
-No quiero verle
ni hablar con él -dijo don Severino, volviendo a palmearme en el brazo-.
Sólo pretendo echarle una ojeada, aunque sea de lejos, a la ferretería.
Y a ser posible darle un beso a Luisina.
Avanzó unos pasos y
metió las manos en los bolsillos del pantalón, al tiempo que alzaba el
rostro para distinguir el perfil aéreo de las viejas casas de la plaza
entre las llamas. Recordé la torcida indignación de Doro en tantas
noches alteradas, por las cantinas donde maltrataba la úlcera. Aquellas
maldiciones al hermano huido que había sembrado de ignominia a toda la
familia. Aunque la últimas borracheras de Doro, que yo conocía, databan,
por lo menos, de hacía seis años.
-Don Seve -le llamé, sin salir de mi indecisión-, yo no sé de lo que usted está al tanto. Son diez años los que han pasado.
Me
miró con un gesto comprensivo y desolado, como dando a entender que la
medida del tiempo, y las desgracias que podían envolverlo, estaban
aceptadas con el mismo designio de la ausencia y la distancia
irremediables.
-Sé que mi madre murió al año siguiente de irme.
Doro encontró el medio de comunicármelo. No iba a privarme de la
amargura que me podía causar la sospecha de que yo la había matado de
pena.
-Luisina también falleció. Hace tres años -le informé resignado.
La
mirada de don Severino quedó suspensa en un tramo de recuerdo que
hendía el dolor como un cuchillo frío en la sorpresa de la tarde
calcinada. Presentí entonces la figura yerta de la niña anciana en los
ojos fugazmente nublados que sorteaban una lágrima inútil, aquel ser
arrumbado en el destartalado cochecito, con los brazos caídos, las manos
diminutas arrastradas por la tarima, la enorme cabeza vencida hacia
atrás, la saliva reseca en la comisura de los labios. Un latido violento
minaba el corazón de don Severino.
-Vamos a tomar otra copa -propuso.
-El Arias está cerrado -señalé con cierta inconsecuencia-. Habrá que subir hasta el Cadenas.
Apostados
en la barra del Cadenas, que preservaba una rala penumbra aprovechada
por algunos soñolientos jugadores, bebimos despacio el coñac con hielo, y
yo respeté aquel silencio apesadumbrado de don Severino, que parecía
recorrer los últimos trechos de una memoria urgente, en la que palpitaba
la inocencia y el dolor de la hermana enferma, el margen ya estéril de
la ternura aplacada amargamente por la muerte.
Dio unos pasos
hasta la puerta del Cadenas con la copa en la mano y asomó al reducto de
los soportales. Sólo el empedrado se salvaba de la mano afiebrada que
transmitía su calentura hasta el pergamino de la caliza gótica. La
catedral brillaba como una patena arrojada a la lumbre.
-¿Todavía sigue Longinos de sacristán? -me preguntó.
Le
dije que sí, que Longinos estaba contagiado del mal de la piedra que
era, como él decía, una especie de lepra que al tiempo que lo destruía
lo iba convirtiendo en estatua, una imagen fósil que serviría para
sustituir a cualquiera de los santos carcomidos del pórtico.
-Hazme
un favor, Cervino -me pidió-. Dile que nos abra la catedral y que nos
deje la llave del coro. Sabiendo que es para mí, no va a negarse.
Rescatar
a Longinos de la siesta fue una tarea bastante complicada. Explicarle
que don Seve había vuelto y quería entrar en la catedral resultó casi
imposible. La pétrea sordera de Longinos era, por el momento, el dato
más elocuente de su transformación en estatua. Pero cuando, rezongando y
arrastrando las zapatillas y haciendo sonar el manojo de llaves, llegó
conmigo donde don Severino nos esperaba, se detuvo un momento, inquieto,
y luego, medio lloroso, avanzó hacia él, sin que don Severino pudiese
evitarlo, buscó su mano y la besó repitiendo alguna ininteligible
jaculatoria.
Seguí a don Severino, que había cogido la llave del
coro, por la nave lateral, después de dejar a Longinos entretenido en
los armarios de la sacristía, mentando el peligro de que don Sesma, el
deán, pudiera enterarse.
Un frescor luminoso inundaba el abismo.
El silencio se agarraba en el vacío sagrado. Tuve la sensación de que de
pronto me encontraba perdido en un bosque submarino de arcos vegetales,
de frondas cristalinas, y me percaté de que el coñac comenzaba a hacer
efecto, acaso porque el ritmo de mis copas cotidianas se había
acrecentado y anticipaba algún grado de mayor irrealidad.
Entonces
me di cuenta de que don Severino había desaparecido. Fui a la nave
central y miré hacia el coro. El silencio se rompió con un estrépito de
música ronca, como si desde los desfiladeros manase de repente un arroyo
desprendido como una cascada.
El órgano alzó en seguida la
suavidad casi hiriente de las tubas, un sostenido clarinazo que parecía
jugar con sus propios ecos en el interior de la caverna. Y rápidamente
la melodía apasionada me hizo localizar la figura de don Severino,
tendida sobre los teclados, como la de un pájaro que de nuevo encontrase
el amparo en el nido que abandonó.
Entré en el coro y me acerqué
despacio. La música crecía como un vendaval, se abría en salvas por los
arcos enhiestos, invadía la sombra votiva de las capillas. Me senté
cerca de don Severino, que parecía concentrarse cada vez con mayor
intensidad en el arrebatado concierto. Le observé alzar el rostro con
los ojos cerrados, permanecer quieto, como perdido en la inspiración o
en el recuerdo, mientras sus manos se movían tensas sobre las teclas. Y
en un instante, cuando la música recobraba una huidiza suavidad de
delicados murmullos, vi cómo su barbilla se hundía y de los ojos
entrecerrados brotaba una lágrima apenas perceptible.
En los
aéreos vitrales, teñidos por el dibujo de las florestas, reverberaron
las brasas de agosto, y yo sentí cómo la cabeza me daba vueltas,
acompasada a un vértigo fugaz de lluvia sonora.
-No había vuelto a tocar desde entonces -me dijo don Severino al cabo de un rato-. Las manos ya no responden lo mismo.
Regresamos
al Cadenas. Pedimos otra copa. Don Severino bebió un largo trago, como
si necesitara ahogar algo con urgencia. Yo miraba el hielo flotando en
el coñac, convencido de que la tarde iría desapareciendo, tras el rastro
del alcohol, hasta algún punto perdido del oscurecer y el sueño, porque
todo estaba cada vez más desvanecido a mi alrededor. Bebí a su lado y
repetimos las copas y lo seguí a la mesa más cercana de la puerta, donde
llegaba el aliento quemado de la calle.
-Tengo que ver a Elvira -musitó de pronto, como si hablara exclusivamente para sí mismo.
La copa me tembló en la mano.
-¿Está bien? -quiso saber, y yo fui incapaz de alzar los ojos, de atender lo que enseguida se convertiría en una súplica.
-Tienes que ayudarme, Cervino.
El
recuerdo minaba ahora mi corazón, porque yo había vivido muy
intensamente aquella historia, como todos los que estábamos socorridos
por el amparo de su figura, la amistad y la inteligencia que don
Severino compaginaba para nosotros y ofrecía generoso, más allá de las
clases de latín y filosofía en la Academia Regueral, más allá de las
benévolas bendiciones del confesonario.
-Se casó con Evencio -dije-. Lleva la farmacia de su padre.
-A ella también le apetecerá verme -aseguró don Severino-. Nunca pude olvidarla –confesó después apurando la copa.
Elvira
Solve tenía mi edad. Había frecuentado nuestra pandilla, aunque
nuestras verdaderas amigas eran sus primas Cari y Mavela. El amor
secreto del padre espiritual y de su dirigida había estallado entre la
indignación y la vergüenza, complicado por la huida y el largo tiempo en
que nada se supo del paradero de la pareja. Elvira regresó y los años
fueron echando tierra sobre aquella desventura juvenil.
-Me dijiste que estabas solo, que tu familia te abandona por el verano -comentó don Severino.
-Así es.
-Tienes que ir a avisar a Elvira, tienes que dejar que nos veamos en tu casa. Por nada del mundo querría comprometerla.
Su
voz contagiaba la súplica y la desesperación, como guiada por una
necesidad acuciante que nadie podía desatender. Su mano me palmeaba el
brazo, y yo seguía mirando el fondo, de nuevo vacío, de la copa, todavía
lejos de comprender lo que estaba proponiendo.
Conduje a don
Severino a mi casa. La tarde iba cediendo hundida en el polvo, y la
atmósfera de las calles parecía enrarecerse, como dominada por un humo
de gases y hervores. Flotaba en el camino incierto de las aceras,
persuadido ahora de la inaplazable necesidad de tomar otra copa, porque
la encomienda de don Severino me llenaba de recelo, y la dirección de la
farmacia, donde iba a encontrar a Elvira Solve, orientaba mis pasos con
mayor seguridad y rapidez de lo que me hubiese gustado.
-Esto
jamás podré pagártelo, Cervino -me había dicho don Severino, y yo había
recordado las vigilias cuaresmales, el aroma de un cirio cuya cera
derretida me abrasaba la yema de los dedos.
Cuando pude hablar con
Elvira Solve tuve la sensación de que las palabras iban a fallarme,
pero ese esfuerzo envarado de quien necesita disimular el alcohol,
componer dignamente el gesto propicio, me fue suficiente, y hasta me
sentí dotado de una escueta elocuencia.
-¿Está allí? -recuerdo que
me preguntó incrédula. Y vi en sus ojos el reguero sentimental de los
años por donde nuestra juventud había discurrido, y percibí una amarga
melancolía, casi capaz de desterrar por un momento la nube de alcohol,
de rescatarme en la emoción viva y espesa de la derrota del tiempo y de
la vida, del dolor de todo lo que no pudo ser.
Fui a cobijarme en la cantina más cercana, casi enfrente de mi casa. Elvira me había acompañado sin hablar apenas.
-Gracias, Cervino -me dijo cuando la dejé en el portal.
En
aquella larga espera, más de dos horas estiradas sobre el borde la
tarde y el oscurecer inmóvil, la memoria y el sueño me fueron
envolviendo y logré demorar las copas lo más posible, aunque nada
quedaba de real en aquel estrecho refugio de ventanas mugrientas, cascos
apolillados y barriles de escabeche.
Tuve la aletargada
conciencia del centinela perdido en la guardia como un objeto oculto,
pero luego comencé a preocuparme, a considerar mi absurda situación en
aquel asunto, el repetido trance de verme embarcado siempre en algo
ajeno que me acabe involucrando más allá de lo debido.
Entonces volví a acelerar las copas y cuando el tiempo se me hacía ya insufrible decidí subir a buscarlos.
En
el fondo oscuro del portal, Elvira y don Severino estaban abrazados. A
pesar del ritmo vacilante, de la difusa percepción, del sentido
desorientado que me haría navegar, ya sin remedio, como gabarra a la
deriva, pude esconderme discretamente, porque entendí que aquellas
sombras estrechadas, a las que escuchaba sollozar, alargaban la
despedida.
Fui a la zaga de don Severino, incapaz siquiera de
mantener el gesto envarado que disimulara mi situación. Tropecé en algún
bordillo, sorteé con dificultad una motocicleta. La noche se aposentaba
como una ruina lenta. El hombre parecía un huido de esos que se
consumen extraviados, que no saben reposar más allá de su obsesión.
-Tú
me entiendes, Cervino -me decía, temblándole la copa en la mano derecha
y golpeando con la izquierda la barra del bar-. Sabes lo que fue mi
vida.
Y yo asentía, casi a punto de derrumbarme.
-Sabes de sombra que de mi vida no queda nada -confesaba, vaciando la copa y pidiendo otra-. Sólo ella, Elvira.
No
sé lo que duró aquel recorrido que nos metía en la noche con el azogue
de las sombras caldeadas. De algún bar nos echaron porque don Severino
comenzó a romper copas. Yo iba por un túnel del que únicamente tenía
certeza de que no se podía regresar, y escuchaba la reiterada confesión
de un amor desgraciado, de un amor en el que se comparte el perdón y la
culpa, el prohibido sentimiento del espíritu y la carne que aquel hombre
evocaba golpeándome la espalda, haciéndome tambalear penosamente.
-Tantas
miserias como yo absolví, Cervino -me decía, con ese gesto de quien
recuerda un pasado inadvertido del que sólo él tiene el secreto, e
intentaba guiñarme un ojo como para ampliar la complicidad y la
suspicacia.
Arribamos a la estación y todavía con cierto
equilibrio don Severino recuperó su maleta en consigna. Yo no distinguía
la esfera luminosa del reloj, que campeaba sobre el andén vacío, sólo
un borroso y movedizo fogonazo blanco y redondo.
-Quedan cinco
minutos, Cervino –me indicó–. Lo justo para tomar la última en la
cantina -pero la cantina estaba cerrada y los esfuerzos de don Severino
por abrir la puerta resultaron inútiles.
-Nos conformaremos con lo que llevamos puesto –afirmó resignado–. ¿O crees que todavía no tenemos bastante?
-Yo sí, don Seve -dije convencido.
-Te veo borracho, Cervino. Del alcohol hay que cuidarse casi tanto como de las mujeres.
Llegó
el tren. Don Severino cogió la maleta, me miró, volvió a dejarla en el
suelo y se abalanzó sobre mí para darme un abrazo. Nos sujetamos con
dificultad, a punto de caer desplomados.
-La quiero, Cervino, la quiero -me dijo entonces al oído con la voz tomada por la emoción.
Le
ayudé a subir la maleta después de dos o tres intentos fallidos. Le vi
caminar por el pasillo. El tren iba a arrancar. En seguida volvió a la
ventanilla. Di unos pasos para acercarme. Don Severino intentaba abrirla
pero no lo conseguía. El tren se puso en marcha. Entonces logró bajar
el cristal y se asomó sacando las manos. No pude distinguir ya el gesto
de su rostro, acaso el resplandor de una lágrima desgajada de la emoción
alcohólica.
Alzó la mano derecha mientras el tren se iba, y me
bendijo haciendo la señal de la cruz. Yo acababa de caer de rodillas en
el suelo y me santigüé con el mayor recogimiento.
Luis Mateo Díez Rodríguez (Villablino, León, 21 de septiembre de 1942). Escritor y académico español.
Luis Mateo Díez nació en Villablino, pueblo minero de las montañas del noroeste de León situado en el centro de la comarca de Laciana.
Su padre, Florentino Díez, era secretario del Ayuntamiento de este
municipio leonés y nació precisamente "en la vieja casona consistorial,
asentada en el corazón del valle sobre el antiguo solar donde un día se
alzó la Torre que erguía el recuerdo de los concejos ancestrales".
Su familia vivió en Villablino hasta que en 1954, a los 12 años, se
trasladó a León donde su padre había sido nombrado secretario de la
Diputación. Luis Mateo estudió el bachillerato en el colegio leonés
Nuestra Señora del Buen Consejo y en 1961 ingresó a Derecho en la Universidad Complutense de Madrid; finalizó la carrera en Oviedo.
Entre 1963 y 1968, participó en la redacción de la revista poética Claraboya junto a Agustín Delgado, Antonio Llamas y Ángel Fierro. Por ese entonces publicó sus primeros poemas, seguidos, en 1972, de Señales de humo.
Sin embargo, su creación lírica es efímera y deja paso definitivamente a la ficción narrativa. Su primer libro de cuentos, Memorial de hierbas, apareció en 1973. Publicó luego las novelas Las estaciones provinciales (1982), La Fuente de la Edad (1986), con la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica, Apócrifo del clavel y la espina (1988), Las horas completas (1990), El expediente del náufrago (1992), Camino de perdición (1995), La mirada del alma (1997), El paraíso de los mortales (1998), Días del Desván (1999), Fantasmas del invierno (2004) y las fábulas reunidas en El diablo meridiano (2001) y en El eco de las bodas (2003), así como los libros de relatos Brasas de agosto (1989) y Los males menores (1993). Con La ruina del cielo (2000) obtuvo el Premio Nacional de Narrativa y el Premio de la Crítica.
Ingresó en 1969, por oposición, en el cuerpo de Técnicos de Administración General del Ayuntamiento de Madrid, convirtiéndose en jefe de su servicio de documentación jurídica.
Es miembro de la Real Academia Española: elegido el 22 de junio de 2000, tomó posesión el 20 de mayo de 2001, sillón "I", y patrono de honor de la Fundación de la Lengua Española.
En España es un escritor bastante conocido por ser miembro habitual
de un gran número de jurados de concursos de cuento y de novela.Premios. Premio de la Crítica 1986 por La fuente de la edad. Premio Nacional de Narrativa 1987 por La fuente de la edad. Premio de la Crítica 1999 por La ruina del cielo. Premio Nacional de Narrativa 2000 por La ruina del cielo.Premio Francisco Umbral al mejor libro del año 2012 por La cabeza en llamas. Obra. Narrativa. Memorial de hierbas (1971). Apócrifo del clavel y la espina (1977). Relato de Babia [novela] (1981). Las estaciones provinciales [novela] (1982). La fuente de la edad [novela] (1986). El sueño y la herida (1987). Brasas de agosto, Alfaguara, 1989. Contiene 13 cuentos, nueve de ellos rescatados por el propio autor de "Memorial de hierbas": El difunto Ezequiel Montes, Los grajos del Sochantre, Albanito, amigo mío, La familia de Villar, Concierto sentimental, Cenizas (Premio Ignacio Aldecoa 1976), El sueño y la herida, Mister Delmas, La llamada, El viaje de doña Saturnina, Carta de amor y batalla, Brasas de agosto y Mi tío César,. Las horas completas [novela] (1990). El expediente del náufrago [novela] (1992). Los males menores [cuentos y microrrelatos] (1993). Valles de leyenda (1994). Camino de perdición [novela] (1995). El espíritu del páramo [novela] (1996). La mirada del alma [novela] (1997). Días del desván [relatos] (1997). El paraíso de los mortales [novela] (1998). La ruina del cielo [novela] (1999). Las estaciones de la memoria: antología (1999). Las palabras de la vida (2000). El pasado legendario (2000). Laciana: suelo y sueño (2000). Balcón de piedra (2001). El diablo meridiano (2001). Contiene tres novelas cortas: El diablo meridiano, La sombra de Anubis y Pensión Lucerna. El oscurecer (Un encuentro) [novela] (2002). Fantasmas del invierno [novela] (2004). El fulgor de la pobreza [novela] (2005).La piedra en el corazón [novela] (2006). El árbol de los cuentos [relatos reunidos desde 1973 a 2004] (2006). La gloria de los niños [novela] (2007). El sol de la nieve o el día que desaparecieron los niños de Celama (2008). Los frutos de la niebla (2008). El expediente náufrago (2008). El animal piadoso [novela] (2009).La cabeza en llamas, Galaxia Gutenberg, 2012. Contiene cuatro novelas cortas: La cabeza en llamas, Luz del Amberes, Contemplación de la desgracia y Vidas de insecto. Poesía.Señales de humo (1972). Parnasillo provincial de poetas apócrifos (1975). En colaboración con Agustín Delgado y José María Merino. Contiene también texto narrativo. El porvenir de la ficción (1992). Teatro. Celama (2008). Adaptación realizada junto a Fernando Urdiales para Teatro Corsario. Cine. Viene una chica (2010). Coguionista junto a Chema Sarmiento. Adaptación de relato de Los males menores [cuentos y microrrelatos] (1993). En proceso de casting y rodaje.2. Autobiografía. Azul serenidad o la muerte de los seres queridos (2010).
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: El cuento del día.Foto:internet
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