Una familia sefardí de clase media asentada en Melilla vive con temor los últimos días del Protectorado Español en Marruecos. Son los años cincuenta y un viaje de ida y vuelta está a punto de empezar. En La buena reputación Ignacio Martínez de Pisón acompaña al lector a lo largo de tres décadas de la historia reciente de España que son las de su escenario narrativo predilecto: una dictadura que no acababa de morir y una democracia que no terminaba de nacer. Una ambiciosa novela sobre la herencia
Ignacio Martínez de Pisón./ Domènec Umbert./elmundos.es |
Memoria o
herencia. La primera tiene mejor prensa pero, tantas veces, de lo que
en realidad hablamos cuando la invocamos, es de la segunda, “las cosas
buenas y malas que recibimos de nuestros padres y transmitimos a
nuestros hijos”. A Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960) le
rondaba, tras El día de mañana (2011), la idea de escribir sobre la herencia. En general. Pero la ficción acotó lo jugado en la apuesta: de la Herencia con mayúsculas pasó a escribir de una herencia en particular,
un testamento “a través del cual la persona fallecida pretendía alterar
los destinos de sus herederos: algo así como seguir rigiendo en sus
vidas desde el más allá”. El resultado es La buena reputación (Seix Barral, 2014).
En el camino, y mientras la historia definía sus contornos, Martínez de Pisón fue invitado a la Semana del cine de Melilla. La ciudad le fascinó. “Un rincón de España en África, con una historia tan rica y convulsa, con una mezcla de culturas tan diferente a las de la Península, con una arquitectura tan interesante...”. Una oportunidad demasiado buena como para desaprovecharla. Desde entonces regresó varias veces y acabó por erigir la ciudad norteafricana en escenario principal de su última novela. Allí, en los años cincuenta, en vísperas del fin del Protectorado español de Marruecos posterior a la guerra civil arranca la peripecia de una familia sefardí. “El Protectorado combina a la perfección cierto exotismo libresco y una realidad algo mugrienta que me atrae mucho”.
En el camino, y mientras la historia definía sus contornos, Martínez de Pisón fue invitado a la Semana del cine de Melilla. La ciudad le fascinó. “Un rincón de España en África, con una historia tan rica y convulsa, con una mezcla de culturas tan diferente a las de la Península, con una arquitectura tan interesante...”. Una oportunidad demasiado buena como para desaprovecharla. Desde entonces regresó varias veces y acabó por erigir la ciudad norteafricana en escenario principal de su última novela. Allí, en los años cincuenta, en vísperas del fin del Protectorado español de Marruecos posterior a la guerra civil arranca la peripecia de una familia sefardí. “El Protectorado combina a la perfección cierto exotismo libresco y una realidad algo mugrienta que me atrae mucho”.
Cinco novelas breves
-Por cierto, que le ha salido su novela más extensa con diferencia, más de 600 páginas.
-La novela es en realidad una suma de cinco novelas breves, más o menos de la misma extensión, que cuentan la historia de diferentes miembros de una familia: el cabeza de familia, su mujer, una de las dos hijas de ambos, los dos hijos de ésta... En cuanto terminé la parte correspondiente a Samuel, el cabeza de familia, las piezas se fueron ordenando por sí mismas y vi con bastante claridad lo que quería contar de unos y otros y la extensión que les iba a dedicar. Las novelas sobre familias siempre tienden a crecer y crecer. Una vez que te has metido en la vida de los miembros de una familia, ves que son muchas las cosas que puedes contar sobre ellos. Todas las familias tienen su novela, y siempre es una novela larga.
-Y una vez más, en La buena reputación, como en sus obras anteriores, el marco temporal es el del auge y declive de la dictadura franquista.
-La Transición, de la que tanto se habla últimamente, ha sido siempre una de las etapas de nuestra historia que más me han interesado. Entre otras cosas, porque, para lo bueno y para lo malo, no podemos explicarnos nuestro presente sin volver la vista a ese momento histórico decisivo. Pero el norte de Marruecos había vivido su propia transición en torno a 1956, con la desaparición del Protectorado. Y esa transición o ese proceso de descolonización afectó a Ceuta y Melilla, que Marruecos reclamó como propias y quedaron aisladas. Fue una época de gran trasiego: muchos españoles del Protectorado regresaban al que consideraban su país, la Península, aunque nunca habían vivido en ella, mientras muchos judíos se establecían en el recién fundado estado de Israel, al que también consideraban su país, aunque sus antepasados hubieran abandonado ese territorio cientos o miles de años atrás.
-Aquellos años fueron también, como leemos en su novela, de apertura a la modernidad. Dictadura y modernidad. ¿Funcionaba aquel extraño binomio?
-La España del franquismo era una sociedad acomplejada y provinciana. Yo nací en el año 1960 y me acuerdo muy bien del prestigio que entonces tenía todo lo extranjero. Uno de los personajes de la novela, Miriam, canta la versión en español de Downtown, de Petula Clark. Esas versiones españolas que inmediatamente se hacían de los grandes éxitos internacionales son una metáfora de esos complejos y ese provincianismo.
-La novela es en realidad una suma de cinco novelas breves, más o menos de la misma extensión, que cuentan la historia de diferentes miembros de una familia: el cabeza de familia, su mujer, una de las dos hijas de ambos, los dos hijos de ésta... En cuanto terminé la parte correspondiente a Samuel, el cabeza de familia, las piezas se fueron ordenando por sí mismas y vi con bastante claridad lo que quería contar de unos y otros y la extensión que les iba a dedicar. Las novelas sobre familias siempre tienden a crecer y crecer. Una vez que te has metido en la vida de los miembros de una familia, ves que son muchas las cosas que puedes contar sobre ellos. Todas las familias tienen su novela, y siempre es una novela larga.
-Y una vez más, en La buena reputación, como en sus obras anteriores, el marco temporal es el del auge y declive de la dictadura franquista.
-La Transición, de la que tanto se habla últimamente, ha sido siempre una de las etapas de nuestra historia que más me han interesado. Entre otras cosas, porque, para lo bueno y para lo malo, no podemos explicarnos nuestro presente sin volver la vista a ese momento histórico decisivo. Pero el norte de Marruecos había vivido su propia transición en torno a 1956, con la desaparición del Protectorado. Y esa transición o ese proceso de descolonización afectó a Ceuta y Melilla, que Marruecos reclamó como propias y quedaron aisladas. Fue una época de gran trasiego: muchos españoles del Protectorado regresaban al que consideraban su país, la Península, aunque nunca habían vivido en ella, mientras muchos judíos se establecían en el recién fundado estado de Israel, al que también consideraban su país, aunque sus antepasados hubieran abandonado ese territorio cientos o miles de años atrás.
-Aquellos años fueron también, como leemos en su novela, de apertura a la modernidad. Dictadura y modernidad. ¿Funcionaba aquel extraño binomio?
-La España del franquismo era una sociedad acomplejada y provinciana. Yo nací en el año 1960 y me acuerdo muy bien del prestigio que entonces tenía todo lo extranjero. Uno de los personajes de la novela, Miriam, canta la versión en español de Downtown, de Petula Clark. Esas versiones españolas que inmediatamente se hacían de los grandes éxitos internacionales son una metáfora de esos complejos y ese provincianismo.
La ciudad-frontera
Melilla brinda hoy un drama diario, el de los centenares de inmigrantes
que intentan, y muchas veces logran, burlar su valla y saltar de África a
Europa. Pero su estatus de ciudad-frontera no es nuevo. Martínez de
Pisón recuerda que la pequeña metrópoli ya separó en el pasado mundos y
culturas muy diferentes en una zona expuesta con frecuencia a violentas
tensiones. Despertaba el siglo XX cuando los judíos que huían de
Marruecos hallaron la paz y la prosperidad en uno de los barrios de la
ciudad. Después llegó la Guerra de África. A finales de los cincuenta,
punto de partida de La buena reputación, Melilla era una de las
vías de escape de los hebreos de Marruecos que perseguían emigrar a
Israel. En los ochenta, con la entrada de España en la Unión Europea,
los musulmanes de Melilla reivindicaron en las calles su derecho a la
nacionalidad española. “¿No habíamos quedado en que Melilla era tan
española como Valladolid?”, se pregunta el autor, “¿cómo se podía negar la nacionalidad a un español sólo por sus creencias religiosas?”.
La valla se empieza a construir a principios de los noventa. “Pero esa
valla no separa suelo español de suelo marroquí. Lo que separa está a
varios miles de kilómetros de la propia Melilla: separa la opulencia
europea de la miseria del África negra”, recuerda Martínez de Pisón.
-¿La presencia judía en nuestro país es la parte más desconocida de nuestra reciente historia? ¿Cómo le interesó?
-En mi primer viaje a Melilla conocí a Moisés Salama, que ahora es buen amigo mío y que pertenece a una de las clásicas familias judías de la ciudad. Hasta entonces, mis pocos amigos judíos habían llegado a España desde México, Argentina, etcétera. En los sefardíes de Melilla y el Protectorado se daba una interesante mezcla de sentimientos de pertenencia: por un lado formaban parte de una comunidad expulsada de España y por otro lado se sentían españoles. La mezcla de identidades era más llevadera que en la España peninsular. En ésta la libertad de culto estuvo prohibida durante muchos años.
-La actitud de Franco hacia los judíos fue siempre ambigua.
-Franco tuvo buenos amigos judíos mientras estuvo destinado en África, y fueron banqueros judíos los que financiaron el paso de las tropas por el Estrecho en el verano del 36. Sin embargo, poco después se adhirió oficialmente al antisemitismo de sus aliados alemanes, un antisemitismo que mantuvo hasta el final, y no sólo retóricamente: recordemos que Franco nunca reconoció el estado de Israel. Y, sin embargo, las operaciones de rescate de los judíos de Marruecos a finales de los cincuenta contaron con la aprobación del régimen, que permitió operar en suelo español a los servicios secretos de ese nunca reconocido estado de Israel.
-¿La presencia judía en nuestro país es la parte más desconocida de nuestra reciente historia? ¿Cómo le interesó?
-En mi primer viaje a Melilla conocí a Moisés Salama, que ahora es buen amigo mío y que pertenece a una de las clásicas familias judías de la ciudad. Hasta entonces, mis pocos amigos judíos habían llegado a España desde México, Argentina, etcétera. En los sefardíes de Melilla y el Protectorado se daba una interesante mezcla de sentimientos de pertenencia: por un lado formaban parte de una comunidad expulsada de España y por otro lado se sentían españoles. La mezcla de identidades era más llevadera que en la España peninsular. En ésta la libertad de culto estuvo prohibida durante muchos años.
-La actitud de Franco hacia los judíos fue siempre ambigua.
-Franco tuvo buenos amigos judíos mientras estuvo destinado en África, y fueron banqueros judíos los que financiaron el paso de las tropas por el Estrecho en el verano del 36. Sin embargo, poco después se adhirió oficialmente al antisemitismo de sus aliados alemanes, un antisemitismo que mantuvo hasta el final, y no sólo retóricamente: recordemos que Franco nunca reconoció el estado de Israel. Y, sin embargo, las operaciones de rescate de los judíos de Marruecos a finales de los cincuenta contaron con la aprobación del régimen, que permitió operar en suelo español a los servicios secretos de ese nunca reconocido estado de Israel.
Itinerario de una historia
La situación se complica, la independencia es inminente, los judíos se
ven de nuevo amenazados y la familia se traslada a Málaga. Y luego a
Zaragoza, Barcelona... La peripecia familiar se despliega en un
itinerario de ida y vuelta que concluye de nuevo en Melilla.Una
circularidad que tiene que ver con las trayectorias opuestas de Mercedes
y de Miriam, su hija. “Mercedes, hija de militar, nace en Zaragoza pero
forma su familia en Melilla. Miriam, por el contrario, nace en Melilla
pero se casa y tiene a sus hijos en Zaragoza. Las dos, en un momento
dado de sus vidas, se enfrentan a una crisis matrimonial que aviva sus
respectivos sentimientos de pertenencia: si la madre trata de recuperar
sus raíces zaragozanas, la hija hará lo mismo con sus raíces
melillenses”.
Para Martínez de Pisón, “el mito del regreso a los orígenes tiene la fuerza atávica de lo irracional. Es algo que no me resulta atractivo pero que no podemos negar que existe. Salvando todas las distancias que haya que salvar, es un proceso semejante al que ahora está viviendo Cataluña: la búsqueda de algún tipo de identidad ilusoria como respuesta a una crisis”.
Para Martínez de Pisón, “el mito del regreso a los orígenes tiene la fuerza atávica de lo irracional. Es algo que no me resulta atractivo pero que no podemos negar que existe. Salvando todas las distancias que haya que salvar, es un proceso semejante al que ahora está viviendo Cataluña: la búsqueda de algún tipo de identidad ilusoria como respuesta a una crisis”.
El ascenso de la clase media
-Una familia de clase media protagoniza la novela. Un estatus, a priori, poco interesante.
-Es una familia de clase media en una España en la que la clase media era aún minoritaria. La clase media no suele interesar a los novelistas, al menos aquí, lo que me resulta bastante llamativo. Al fin y al cabo, el ascenso de las clases medias fue lo que propició muchos de los principales valores que compartimos: la democracia, la defensa de los derechos individuales... Hasta la novela como género literario tiene que ver con ese ascenso. A mí me gustan las novelas en las que el lector puede reconocer algo de sí mismo. Y en esas novelas la protagonista, con todas sus contradicciones, con sus glorias y sus miserias, sólo puede ser la clase media.
-Hace poco explicaba Roth que no hay que buscar al novelista en la voz de sus personajes sino en sus dilemas.
-No hay literatura si no hay conflicto. Y en todo conflicto son siempre varios los caminos entre los que tenemos que elegir.
-Y qué decir de su estilo, tan natural, tan disimulado... ¿Obedece a un proyecto consciente o es algo más intuitivo?
-La sencillez estilística es lo más alejado de la simplicidad. Y la complejidad está en las antípodas de la complicación. Intento que mi prosa sea sencilla y que mis personajes sean complejos. Cuando veo que un novelista opta por oscurecer deliberadamente su prosa, siempre sospecho que no tiene muy claro lo que quiere contar.
-La literatura española ha parecido moverse en los últimos años entre la fragmentación y una reacción narrativa de largo recorrido. ¿Se reconoce usted en este segundo grupo?
-Llevo treinta años publicando libros. Al principio escribía novelas breves y relatos. Ahora, cada novela mía tiene cien páginas más que la anterior... No puedo evitarlo. Me gusta mucho contar y, por tanto, me gusta contar mucho.
-¿Y el futuro? ¿Se lanzará a probar suerte con esa aspiración actual que tantos parecen buscar, la “novela de la crisis”?
-Las novelas de la crisis tendrán que escribirlas los que ahora tienen veinte años. El material con el que trabajamos los novelistas es en buena medida nuestro propio repertorio de recuerdos, nuestra memoria, y a mí me resulta más sencillo contar cómo era la vida y cómo era el mundo cuando yo tenía veinte años. Por lo demás, las historias que me gustan a mí, las historias de padres e hijos, las de maridos y mujeres, son todas muy parecidas desde el principio de los tiempos
-Es una familia de clase media en una España en la que la clase media era aún minoritaria. La clase media no suele interesar a los novelistas, al menos aquí, lo que me resulta bastante llamativo. Al fin y al cabo, el ascenso de las clases medias fue lo que propició muchos de los principales valores que compartimos: la democracia, la defensa de los derechos individuales... Hasta la novela como género literario tiene que ver con ese ascenso. A mí me gustan las novelas en las que el lector puede reconocer algo de sí mismo. Y en esas novelas la protagonista, con todas sus contradicciones, con sus glorias y sus miserias, sólo puede ser la clase media.
-Hace poco explicaba Roth que no hay que buscar al novelista en la voz de sus personajes sino en sus dilemas.
-No hay literatura si no hay conflicto. Y en todo conflicto son siempre varios los caminos entre los que tenemos que elegir.
-Y qué decir de su estilo, tan natural, tan disimulado... ¿Obedece a un proyecto consciente o es algo más intuitivo?
-La sencillez estilística es lo más alejado de la simplicidad. Y la complejidad está en las antípodas de la complicación. Intento que mi prosa sea sencilla y que mis personajes sean complejos. Cuando veo que un novelista opta por oscurecer deliberadamente su prosa, siempre sospecho que no tiene muy claro lo que quiere contar.
-La literatura española ha parecido moverse en los últimos años entre la fragmentación y una reacción narrativa de largo recorrido. ¿Se reconoce usted en este segundo grupo?
-Llevo treinta años publicando libros. Al principio escribía novelas breves y relatos. Ahora, cada novela mía tiene cien páginas más que la anterior... No puedo evitarlo. Me gusta mucho contar y, por tanto, me gusta contar mucho.
-¿Y el futuro? ¿Se lanzará a probar suerte con esa aspiración actual que tantos parecen buscar, la “novela de la crisis”?
-Las novelas de la crisis tendrán que escribirlas los que ahora tienen veinte años. El material con el que trabajamos los novelistas es en buena medida nuestro propio repertorio de recuerdos, nuestra memoria, y a mí me resulta más sencillo contar cómo era la vida y cómo era el mundo cuando yo tenía veinte años. Por lo demás, las historias que me gustan a mí, las historias de padres e hijos, las de maridos y mujeres, son todas muy parecidas desde el principio de los tiempos
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