Esta es una de las notas del semanario Crónica, del Grupo de Barranquilla
Debo confesar que si soy quizás el único hombre que ha leído, letra por letra, setenta tomos de la Enciclopedia Espasa , no fue debido a un desbordado afán de conocimientos, tampoco halagado por la posibilidad de un título, sino, sencillamente, como consecuencia de una equivocación.
La jornada empezó en 1929 y terminó hace apenas cuatro meses. Es decir, veintiún años después. Había sido secretario de un juzgado durante cinco años en Cartagena, de donde fui ascendido a juez municipal de un lejano pueblecito de Bolívar, recientemente erigido en municipio. Iba a ser, pues, el primer funcionario judicial de aquel lugar.
A fines de 1928, antes de dirigirme al lugar de mi nuevo destino, vine a Barranquilla con el propósito de visitar unos parientes. Aquí me encontré con mi inolvidable amigo, José María Zambrano, quien acababa de llegar de España y traía (pues era el hombre más dado a la lectura que he conocido) varias cajas de libros, entre las cuales, según me dijo, se encontraba una que contenía las obras completas de Dumas y la mayor parte de las de Balzac.
Cuando le hablé a Zambrano de mi nombramiento se mostró extrañadamente entusiasmado. Un puesto de esos, me dijo, era lo que había deseado siempre para dedicarse por entero a la lectura. Me habló de Dumas, cuyos Tres mosqueteros me apasionaban, y terminamos una buena tenida en el Café Roma de acuerdo en que yo llevaría, a mi remoto juzgado, las obras completas de Alejandro Dumas.
Al principio del año siguiente me dispuse a viajar. Zambrano me llevó al puerto, personalmente, la caja de libros, cerrada aún, y una edición española de La Galatea de Cervantes que, para ser franco, me aburrió sobremanera durante el viaje.
Ya en los últimos días de enero, tenía organizado el despacho, pero fue en febrero cuando me dispuse a abrir la caja de libros para dedicarme a la lectura de Dumas. A mi llegada había conocido a los personajes sobresalientes del pueblo, entre ellos al alcalde -un señor de apellido Fonseca, si mal no recuerdo- y a algunos agricultores acomodados.
Como había calculado permanecer cuatro años en el pueblo, supuse que era ese un lapso suficiente para leer en orden las obras completas, de tal suerte que, en lugar de ponerme a buscar el índice, empecé rigurosamente por la primera línea del tomo primero.
Debo confesar que me sorprendió, de entrada, la desconcertante erudición de Dumas, pues se decía allí que, para la realización de esa obra, había tenido en cuenta las raíces de casi todos los idiomas conocidos, entre otros la de uno que me era absolutamente desconocido: el esperanto.
Dumas empezaba hablando de la letra A ("Alpha" de los griegos; "Aar" de los rúnicos, etc.) y proseguía con curiosos datos acerca del alfabeto, la alfalfa y creo que hasta acerca de los alfandoques y los alfeñiques. Fue necesario que llegara a la página veinte o treinta para que empezara a tener mis dudas, pues lo que estaba leyendo tenía un estilo completamente distinto del de Los tres mosqueteros y, sobre todo, me sorprendía que un autor como Dumas demorara tanto para entrar en materia.
Cuál sería mi sorpresa cuando, investigando aquel misterio, extraje todos los libros de la caja y descubrí que no era tal Dumas ni tal Balzac lo que allí venía, sino setenta y dos tomos de la Enciclopedia Espasa , obra de la cual nunca había oído hablar, pero que era, según me parecía, una de las más voluminosas que había podido escribirse. Como es natural, desistí de la lectura.
Frecuenté durante esa semana las tertulias del alcalde y éste, que era admirador de Vargas Vila, me facilitó la novelita Aura o las violetas , que leí en pocas horas. Después vino el desconcierto. No sabía qué hacer. En el pueblo no había muchachas alegres, no había luz eléctrica, no había nada. Lo mejor que podía hacerse era leer. Y, como no había más remedio, regresé nuevamente al primer tomo de la Enciclopedia Espasa . No me interesó al principio, pero luego, observando los grabados, ojeando distraídamente, caí en la cuenta de que estaba más allá de la página cincuenta.
El juzgado era una canonjía, pues se presentaban casos de reyertas sin importancia que el alcalde Fonseca resolvía a su manera. No podría decir en qué momento decidí seguir adelante con el primer tomo, pero lo cierto es que, a fines de mayo, leyendo todo el día y parte de la noche, lo tenía concluido. Sólo entonces empezó a interesarme, pues yo creía que, en esos tres meses, había adquirido una serie de conocimientos que me iban entusiasmando poco a poco.
El tomo primero tenía un apéndice casi tan voluminoso como el mismo libro principal. Leí el apéndice, casi con mayor rapidez, pues en el pueblo se habían acostumbrado a mi encierro. En agosto había puesto fin al apéndice y a fines de año había leído, letra por letra, cuatro de los mamotretos.
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