4.8.10

La escritura en fílmico

Escritor y cineasta Alexander Kluge, amigo de Adorno y Habermas, artífice del manifiesto de Oberhausen como base para el Nuevo Cine Alemán, acaba de publicarse en español su último libro de relatos: una lectura íntima sobre la historia del cine
ALEXANDER KLUGE. Un maestro del concepto, según algunas miradas.foto.fuente Revista Ñ.

Un abogado que escribe libros, trabaja en la televisión y cambió el cine alemán para siempre. Esa fórmula –hermética, que dice todo al tiempo que lo niega; boutade perfecta para una vida inclasificable– podría coronar una faja hecha a las apuradas para un libro de Alexander Kluge.

No estaría mal: es cierto que cuando sus compañeros de generación ya filmaban, él todavía pensaba que se iba a dedicar al derecho, como también es cierto que un día su amigo Theodor Adorno hizo las gestiones para que se infiltre como meritorio en un rodaje de Fritz Lang –La tumba hindú, penúltima película del realizador– y su vida cambie estrepitosamente. Dicen que ese rodaje fue tortuoso, casi insoportable. A Fritz Lang lo apuntalaban con demandas mercantiles y daba la impresión de que la película le pertenecía completamente al que disponía de la chequera. Según el escritor Alan Pauls, "la experiencia habría disuadido a cualquiera que pretendiera acercarse al cine con vagas intenciones 'artísticas'. No a Kluge. Para Kluge, que seguía siendo abogado, fue una suerte de leading case patético, pero altamente instructivo: allí descifró las reglas de juego que imperaban en el cine industrial en la Alemania de fines de los cincuenta, y allí acuñó las consignas que regirían todo su trabajo posterior: autonomía, control, reapropiación de la experiencia".

Es curioso que mientras muchos ven en Kluge a un maestro del concepto, el tipo que supo conjugar la teoría del distanciamiento brechtiano, por ejemplo, con la maquinaria de la televisión abierta, él insista una y otra vez en repetir la palabra "historia". Su primera película, de 1966, llevaba por título Una mujer sin historia, y esa preocupación por la posibilidad de una narración no lo abandonó jamás. Se podría decir que en ese título iniciático y profético se cifraba una de sus grandes obsesiones, una especie de mantra o letanía que termina de destilarse en su 120 historias de cine (Caja Negra). Agrupadas en capítulos más o menos caprichosos, que guardan una coherencia fracturada pero palpable, estas narraciones podrían empezar con "había una vez". Esa contraseña, fórmula mágica para conjurar los designios de un cuento, entra en perfecta sintonía con un proyecto de libro que se resiste a la vulgaridad de bajar línea, que no se sube a un púlpito y que confía ciegamente en la fuerza interpretativa de una historia del cine contada desde la subjetividad y el agrupamiento anárquico, alocado, de relatos y significaciones. Así, como no intenta postular un absoluto, este libro podría ser infinito y jamás agotarse. Las historias podrían ser otras, el orden también podría variar o, como dice Kluge, "la historia del cine vuelve una y otra vez. La forma que adopte el Ave Fenix, sin embargo, puede ser muy diversa".

Quizás la historia más conmovedora del libro sea la del relato subterráneo y que viene desde siempre, que es el de la relación de Kluge con Godard. Como en un espejo deformante, invertido, ya el título del libro proyecta un juego de ecos con Historia(s) del cine (también editado por Caja Negra) del realizador francés. Kluge y Godard son estrictamente contemporáneos. Para Kluge, autor intelectual y material del manifiesto de Oberhausen, de donde nació el Nuevo Cine Alemán, la política de los autores que se venía agitando desde las páginas amarillas de los Cahiers de cinema fue decisiva. En algún punto, lo de Godard y sus secuaces fue como un virus que fue haciendo metástasis en distintos cines nacionales y que siempre tenía que ver con releer la propia tradición buscando las huellas de un director, las de un autor. A la manera circular del "Kafka y sus precursores" de Jorge Luis Borges, fue posible empezar a ver en Truffaut el espectro de Hitchcock, la rémora de esa autorialidad, pero también a la inversa poder leer a Hitchcock en clave truffautiana. La tradición se reescribe hacia atrás y opera, modificada, en el futuro. Para Kluge la idea fue explosiva, y le permitió pensar la historia del cine en términos de filmografías y proyectos culturales. Fue el momento también en el que la categoría de autor, heredera del romantiscismo y peligrosamente devota de la mistifación de "genio", se instaló definitivamente como marca de fábrica de la producción cinematográfica. El concepto es tramposo, desde luego, porque el cine es el más colectivo de los productos artísticos, y la impronta del "director-autor" en el corte final es muchas veces difusa, engañosa. Sin embargo, la política de lo autoral se puede leer como un gesto tremendamente liberador, un deshielo profundo, un golpe al imperio del cine como entretenimiento y al star system y la marquesina como propuesta central de la industria cultural. Sobre esas y otras cuestiones discutieron los 26 directores jóvenes que se juntaron un febrero helado de 1962 en la ciudad obrera de Oberhausen, en el festival de cine más fervoroso de la década alemana. Esos chicos viajaron hasta ahí con algunas certezas y con muchas incertidumbres, como se va a las veladas que realmente importan. (Kluge escribe: "Los oberhausianos hablábamos con desenfado. Apenas si conocíamos la historia del cine. Cada uno seguía el consejo del otro. Nos tratábamos de usted"). Lo que se habló ahí, y toda esa impronta cahierista que se metabolizó con fuerza, pegó en Kluge de un modo particular, como si ese manifiesto que rasgó la epidermis del cine europeo le hubiera hecho un tajo en el centro de su sistema nervioso. Y como sucede muchas veces, los que fueron jóvenes y contestatarios terminaron en algunos casos pasteurizando su discurso; Kluge, en cambio, se radicalizó. A sus setenta y pico de años, acometió una empresa titánica: filmar un documental sobre cómo Eisenstein quiso y no pudo filmar El capital de Marx. El resultado es una cinta de diez horas, Noticias de antigüedad ideológica: Marx-Eisenstein-El Capital, que conjuga narración, investigación, la relectura de un texto emblemático y varios otros formatos.

Por lo demás, un relato de la vida y la obra mestiza de Kluge podría hacer suponer que su estilo es altivo y grandilocuente (¡9 horas y media de El capital!, nada mas cercano a la utopía de la Obra Total). Todo lo contrario. Las 120 historias de cine parecen escritas bajo el ideal deleuziano de "lo menor", esa categoría con la que se pueden leer poéticas como la de Kafka o la de Borges, deudoras del ascetismo y la disolución del ego. La frase corta, la prosa transparente y una voluntaria erosión del estilo hacen de este libro una contracara del de Godard. ¿Cómo erigiría cada director contemporáneo su propia historia escrita del cine? La respuesta es imposible de aventurar, porque son contados los cineastas con esa vocación de historiador que, por ejemplo, ha mostrado siempre Martin Scorsese. Lo cierto es que en cada historia del cine está cifrado el lugar que le ha tocado ocupar al director que la construye. En última instancia, y para ponernos un poco sentenciosos, se podría decir que un director revisa la tradición para entender cuál es su lugar en ella. Si la crítica es la forma moderna de la autobiografía, en 120 historias de cine (que no es crítica, pero se podría leer como tal, y esa lectura desviada le haría honor al conjunto) está la vida de Kluge, volcada en breves esquirlas de sentido, en historias desperdigadas que puestas una al lado de la otra arman el mapa de su subjetividad. Un director es todo el cine que vio, afirmación obvia pero necesaria. Pero un director como Kluge es también todos los libros que escribió, que no son pocos y que dibujan una constelación aparte. Se podría decir, finalmente, que un director es también las películas que no vio. Para citar de nuevo a Godard, "los de la nouvelle vague amaron el cine incluso antes de conocerlo".

"El cine crea imágenes invisibles"
-¿Qué se puede alcanzar por medio de la literatura que no se puede alcanzar a través de una película?

-En la literatura las palabras son muy precisas y en media página se puede narrar algo para lo que se necesitarían siete horas de película. A la inversa, hay instantáneas en el cine que resulta imposible describir con palabras. Tales instantes cristalizados son la gran virtud del cine. No es que haya que filmar 90 minutos de instantes cristalizados, pero si una película incluye doce de esos instantes en los que la cámara realmente logra cristalizar algo nuevo, algo que nos sorprenda, ésa será una buena película. Ahora bien, el cine es en general más complicado que la literatura porque se requiere mucho despliegue para lograr describir algo visualmente... Le doy un ejemplo: usted conoce la palabra "laconismo"; pues bien, Tácito es lacónico, habla con pocas oraciones, sin siquiera atender mucho a la gramática, y eso es literatura, lo contrario del discurso de Cicerón. A veces el laconismo puede incluso quebrar el lenguaje, maltratarlo. Pero esto se puede hacer porque el lenguaje es robusto, diverso y preciso. Por otro lado, una película tiene la habilidad de encontrar cosas que ninguna palabra puede expresar, y de crear imágenes invisibles, terceras imágenes [...]. Esa es una habilidad del cine. Eventualmente esto también se puede hacer en la literatura pero se requiere de muy buenos lectores. Yo podría mostrarle algún fragmento de ese tipo, pero de ahí a que alguien lo descifre...

-¿Como cineasta puede prever esos momentos invisibles?

-No, no. Pero puedo percibirlos y hacerles lugar... De cualquier forma, hoy además existe Internet que ofrece otros recursos. Se pueden transformar en imágenes contextos de música, lenguaje, relatos. Claro que la impresión que esto causa, la huella no es tan profunda como en el cine ni tan intensa como cuando se lee un libro. Pero sí se pueden crear constelaciones, contextos, redes. En este sentido el modelo es Aracné, como lo cuenta Ovidio en sus Metamorfosis... Esa araña con su red es un indicio de que debemos tomar Internet en forma literal: está hecha para crear redes, redes que son más ricas que la literatura por sí sola. Ya lo dice Balzac en el prólogo de La comedia humana cuando sostiene que Walter Scott no había pensado en unir sus composiciones una con otra de modo de coordinar una historia completa de la cual cada capítulo habría sido una novela y cada novela una época. La red puede hacerlo, puede lidiar con el exceso de información y contexto.

-¿Qué influencias conserva de la tradición crítica de Horkheimer y Adorno?

-Digámoslo así: llegué al Instituto de Investigación Social de Frankfurt en calidad de jurista. Cursé algunos seminarios con Adorno pero no estudié allí. Soy abogado. Entré como síndico y trabé amistad con Adorno y Horkheimer. Desde luego que soy seguidor de la teoría crítica, y todo lo que hago, mis películas, mis libros, están marcados por ella. Pero no vaya a pensar que ellos en Frankfurt apostaban demasiado por la literatura. Para ellos la literatura era más bien un portero, el ama de llaves o el jardinero [...]. Le cuento algo, en mi último libro El laberinto de la fuerza amorosa dedico ocho relatos a Niklas Luhmann. El último narra lo siguiente: en el semestre de invierno de 1968/69, en medio de la revuelta estudiantil en Frankfurt, Luhmann da en la cátedra de Adorno un seminario sobre el amor como pasión. Afuera, la protesta estudiantil; a su lado Adorno, la única vez que ve en persona Luhmann; pero Adorno no está muy atento porque está preocupado: teme que su amante lo vaya a dejar justo ahora, en medio del conflicto con los estudiantes. Los estudiantes toman el Instituto de Investigación Social, Adorno hace llamar a la policía. En él, un laberinto de fuerzas afectivas que lo tironean de todos lados. Y esta historia, por ejemplo, yo me puedo permitir contarla porque no tengo un alto estatus en la teoría crítica, pero sí una gran perseverancia. [...]

-¿Usted intenta reconstruir la historia del cine a través de sus relatos?

-Sí, o mejor dicho: yo creo que la historia del cine es algo que aconteció todo el tiempo y nunca dejó de acontecer. Más aún, sostengo que ahora viene a nosotros desde el futuro... La historia del cine es algo que los hombres hacen en sus mentes desde la Edad de Piedra. Lo que sucedió es que de repente se la pudo proyectar con ayuda de la cámara y los proyectores.[...]

Fragmento de la entrevista que Carla Imbrogno le realizo y que se incluye en "120 historias del cine" (caja negra, pag. 291).

Kluge Básico
Alemania, 1932.
Cineasta, escritor.

Se doctoró en derecho en 1956. Como consultor jurídico del mítico Instituto Social de Frankfurt conoció a Theodor Adorno y a Habermas, que serían fundamentales en su carrera y su pensamiento crítico. Trabó rapidamente vinculos con el mundo del cine, y en 1962 redactó el manifiesto de Oberhausen, donde rezaba que "el cine de papá está muerto" y proponía una renovación para la filmoteca alemana. A partir de entonces lanzó sin descanso películas, libros y construyó una prolífica actividad en la televisión abierta de su país. Recibió premios por todos los campos de intervención.

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