Hace una
década difícilmente un lector hubiera imaginado a Banville remedando una
"novela de Chandler"
John Banville o Benjamin Black en la novela negra y criminal./adncultura.com |
Portada de La rubia de ojos negros de Benjamin Black./ Editorial Alfaguara. |
La
posibilidad de un escritor bifronte está lejos de ser novedosa. A la
extensa lista de narradores que concibieron libros a dúo a lo largo de
la historia (desde Charles Dickens y Wilkie Collins hasta los franceses
que firmaban con el seudónimo conjunto Boileau-Narcejac y ciertos
argentinos que lo hicieron como Honorio Bustos Domecq), el último cuarto
del siglo XX sumó un nuevo hábito: el de completar por medio de un
segundo autor lo que un primero, ya fallecido, dejó eventualmente
inconcluso. Al morir Raymond Chandler (1888-1959), por ejemplo, quedaron
en su escritorio cuatro capítulos de Poodle Springs, la obra en la que
estaba trabajando. En 1989 (para celebrar el centenario de su
nacimiento), los herederos le asignaron a un experimentado creador de
policiales, Robert B. Parker, la tarea detectivesca de investigar las
notas del escritor y desarrollar el libro hasta completarlo. Más tarde y
por las suyas, Parker entregaría una novela más con Philip Marlowe, el
original private eye concebido por Chandler. Perchance to Dream se llamó
esa deliberada secuela de El sueño eterno.
El irlandés John
Banville (Wexford, Irlanda, 1945) se acaba de sumar a la nómina de
autores que aprovechan imaginarios previos y ajenos, aunque en su caso
no se trate de un texto trunco. La rubia de ojos negros, que apareció
recientemente en español, está más cerca de una tarea mediúmnica que de
una imitación o de una parodia involuntaria. Si en vez de publicarla
bajo su pseudónimo policial, Benjamin Black, Banville se hubiera
propuesto como una versión contemporánea de Chatterton o James
Macpherson (aquellos memorables falsarios, precursores del romanticismo,
que quisieron hacer pasar sus obras por las de otros escribas, en su
caso inexistentes) y la hubiera dejado estratégicamente colocada en un
arcón para que la encontrara un especialista, éste la habría considerado
prima facie una narración perdida de Chandler. La novela sigue tan de
cerca la forma de narrar y estructurar los relatos del autor de El largo
adiós, se apropia con tal imperturbabilidad del fraseo y respiración de
esa prosa poética, cáustica y desencantada, que podría definírsela como
parte de un género potencial: la literatura mimética.
Hace una
década difícilmente un lector hubiera imaginado a Banville remedando una
"novela de Chandler". Para entonces, el irlandés había publicado
novelas con toques posmodernos, sustentadas en una lengua plástica,
turbia y colorida, que lo convirtieron en uno de los pocos autores de
lengua inglesa que parecían seguir la senda inaugurada por Vladimir
Nabokov (aunque él mismo prefiera enrolarse como acólito de Henry
James). Entre ellas se destacan Mefisto (sobre un matemático déspota y
genial), El impostor (donde explora la muy real historia del espía
soviético
experto en arte/consejero de la reina Anthony Blunt), la
trilogía puzzle formada por Eclipse, Imposturas y Luz antigua y
narraciones centradas en Copérnico, Kepler y Newton. En 2006, con la
publicación de El secreto de Christine, creó un escritor subsidiario,
Benjamin Black, abocado a la novela negra. El sosías, a diferencia de la
lenta elaboración de los libros publicados bajo su nombre, fue lanzando
libros a ritmo cronometrado: con La rubia... llegan a ocho. Sólo en
estas novelas -casi todas situadas en Dublín, durante los años cincuenta
y protagonizadas por Quirke, un patólogo de la morgue- empezó a
entreverse una vaga impronta chandleriana.
Quizás la razón sea
forzosa: para cualquiera que se disponga a escribir dentro del género
negro, Chandler representa un polo magnético difícil de sortear. El
creador de Marlowe no inventó la figura del detective moderno que, en
contraste con los racionales y deductivos Sherlock Holmes del whodunit
inglés, debe sobrenadar un mundo oscuro donde priman la acción y la
violencia. Un predecesor venerado de Chandler fue, de hecho, Dashiell
Hammett, el hacedor de Sam Spade. Marlowe fue una figura, sin embargo,
que como se ha repetido en numerosas ocasiones, arrastra el halo
solitario del romántico. De su pasado apenas se sabe nada, bebe con
método y tiene tendencia a recibir unas palizas (cachetadas femeninas
incluidas) que lo vuelven en algún punto desvalido. El cine diseminaría
de manera viral esa estampa. La primera versión de Chandler en la
pantalla grande, Al borde del abismo (The Big Sleep), de Howard Hawks, a
pesar de su caótica puesta argumental, fue clave para que las
características de Marlowe se contagiaran a sucesivos detectives que no
necesariamente llevaban su nombre.
El poeta W. H. Auden, gran
consumidor de policiales (y uno de los primeros críticos que se los tomó
en serio), había llegado a la conclusión de que lo que caracterizaba al
género era que, una vez revelada la trama, no tenía sentido su
relectura. Aunque señaló a Chandler como el único que -cuando todavía
primaban las revistas de pulp fiction- les dio categoría literaria.
Auden consideró sus libros "estudios serios sobre el medio criminal" (a
la ciudad de las novelas la definió como el "Gran Lugar Equivocado") y
sugirió que convenía que se los leyera y juzgara "no como literatura
escapista, sino como obras de arte".
En Chandler no hay
únicamente, por lo demás, una prosa dúctil y un héroe con una ética que
parece discordar con el entorno de una Los Ángeles (y unos Estados
Unidos) donde campea la corrupción, en un despliegue de maldad
insolente. También hay una clave de bóveda espacial. Marlowe parece ir y
volver de la oficina, su Itaca personal, según lo guíen las carambolas
del caso que tiene entre manos. Su otro territorio es la grisura de la
ciudad, su cartografía fría, monocorde. "Las ciudades de verdad tiene
algo más, una estructura ósea bajo la máscara", sugiere el personaje en
La hermana menor (1949) para bajarle el pulgar a la ciudad que habita y
por la que transita.
Banville, en la senda de Chandler, no sólo es
un preciso acopiador de imágenes comparativas sorprendentes (como la
que asocia el olor del humo de un revólver con la panceta ahumada), sino
también un escrupuloso duplicador de sus escenas y ambientes. En el
inicio de La rubia de ojos negros, Clare Cavendish, una de esas femmes
fatales de falso aire distraído que pueblan los relatos de Marlowe,
visita su oficina para que busque a un ex amante al que se suponía
muerto y a quien asegura haber visto recientemente, de lejos y al pasar,
en un viaje. Esa visita pone en marcha el dispositivo a la Chandler,
que consiste en sumar, unos tras otros, sucesos y escenarios, con sus
minuciosas descripciones de cuartos, violencia y giros argumentales que
no importan tanto como el desbarajuste que configuran. Banville coloca
hábilmente al principio una escena en un invernadero (Chandler tiene en
su obra al menos dos), un club rico y sospechoso, una implacable
secuencia a la vera de una pileta de natación cubierta y una ristra de
personajes con debilidades y dobleces. Es más: la novela transcurre en
los años cincuenta, siguiendo cronológicamente las historias de
Chandler. Hay alusiones directas a Linda Loring (la mujer con la que
Marlowe aparece sorpresivamente casado en el comienzo de Poodle Springs)
y hace su aparición el personaje capital (nos reservamos el dato) de
cierta gran novela del norteamericano.
Un escritor de verdad
pierde algo de su aura cuando quien lo imita no queda en ridículo. Quizá
un punto a favor de la irreductible singularidad de Chandler es que
Banville, para emularlo y no sonar irrisorio, se haya visto obligado a
desaparecer completamente detrás de su sombra estética, como un Pierre
Menard que, en vez de volver a escribir ciertas páginas de Don Quijote,
hubiera tenido que bosquejar, palabra por palabra, la novela que su
antecesor ni siquiera imaginó.
Banville aceptó intercambiar
preguntas y respuestas sobre la escritura de "su" novela mediante otra
técnica algo espiritista: la cibernética que conecta puntos geográficos
terriblemente distantes.
-En primer lugar me gustaría saber
cómo se le ocurrió recurrir a Philip Marlowe como protagonista. Hubo,
por lo que se sabe, un requerimiento de los herederos de Chandler, pero
me preguntaba si la posibilidad no venía germinando de algún modo desde
mucho antes.
-Fue muy simple. Mi agente, Ed Victor, que
también representa al Raymond Chandler Estate, me vino con la idea de
que debería intentar una "novela de Philip Marlowe". Parecía
interesante, de modo que me lancé a la aventura de escribirla a
comienzos del verano pasado, y para el final del mismo verano ya tenía
terminada La rubia de ojos negros. Quizá, como me sugiere, la idea había
estado germinando en mí desde mucho antes sin que yo lo supiera, puede
ser. Es lo que suele pasar en este tipo de casos. Como fuera, fue una
experiencia muy disfrutable, si de verdad se puede decir que escribir es
algo que se disfruta.
-El título, La rubia de ojos negros,
tiene algo de paradójico. Por lo general las rubias tienen ojos claros o
marrones. ¿Lo pensó como un guiño a esta especie de subgénero
posmoderno: la de escribir libros de -o como si fueran de- autores que
hoy podemos considerar clásicos?
-En realidad Chandler tenía
una lista de alrededor de veinte títulos para novelas, que mi agente me
mandó cuando ya había empezado a escribir. A los dos nos pareció que La
rubia de ojos negros era un título espléndido, así que lo adopté de
inmediato. Eso me obligó a volver para atrás y cambiarle el color de
cabello y ojos a Clare Cavendish, el personaje al que alude el título:
creo que originalmente en mi versión tenía pelo castaño-rojizo y ojos
grises. ¿Es Clare una bottle blonde, como se dice en inglés? Vale decir,
¿se tiñe el pelo? Probablemente. Hay muy pocas rubias reales fuera de
Escandinavia, y muchas menos todavía en Irlanda.
-Desde el
primer libro que publicó como Benjamin Black era bien sabido que detrás
de ese nombre se escondía John Banville. ¿Por qué se supo ya en un
comienzo y no jugó con el secreto?
-Sólo quería que a los
lectores de mis novelas, las que publico como Banville, les quedara en
claro que estaba tomando una nueva dirección, y que las novelas
policiales que me disponía a escribir no iban a ser elaborados juegos
literarios o ficciones posmodernas.
-En Writers in Hollywood,
Ian Hamilton contaba una historia sobre Chandler. Decía que William
Faulkner y Howard Hawks, cuando se estaba escribiendo el guión de El
sueño eterno, se toparon con un callejón sin salida en uno de los muchos
subargumentos de la novela. Así que llamaron a Chandler para
preguntarle quién había cometido tal o cual crimen y éste les contestó
sin mucho humor: "No tengo la menor idea".
-Sí, le
telefonearon a Chandler porque no podían sacar en limpio quién había
matado al chofer y lo había tirado con auto y todo al mar desde el
muelle del Lido. El mismo Chandler no lo sabía, o no se podía acordar.
Si se piensa bien, es algo muy significativo.
-¿Ese caos, ese desorden, es quizás una de las razones escondidas del atractivo que posee la obra de Chandler?
-Seguramente.
Como él mismo decía: "No importa un bledo de qué trata un libro", dado
que "todo lo que va a quedar de la escritura es el estilo". Son
sentimientos que comparto de manera absoluta.
-Otra de las
razones inobjetables es, claro está, el propio Marlowe. En particular,
el tono de su primera persona. ¿Cómo hizo para emular esa voz?
-Sólo
me puse a releer las novelas, y de alguna manera pude deslizarme dentro
del tono de voz de Chandler. Cuanto más fuerte es el estilo de un
escritor más fácil es imitarlo. No podría escribir nunca, por ejemplo,
como J. M. Coetzee desde el momento en que hace un esfuerzo tan grande
en no tener un estilo, en escribir de la manera más neutra y límpida que
le sea posible. Es lo contrario del estilo de Chandler y de Marlowe,
que no se puede confundir con ningún otro.
-En La rubia de ojos
negros hay una coincidencia entre el estilo de Chandler y algunas
pinceladas a la Banville, sobre todo en las comparaciones (por ejemplo,
ese humo de pistola que huele a panceta). Y también en las diversas
alusiones irlandesas. ¿Lo tuvo en cuenta?
-Hay gente que me
dice que ven la mano de Banville aquí y allá, lo que a su manera me
alarma un poco. Yo quería "ser" Chandler. Pero claro, no lo soy. Supongo
que era inevitable recaer de vez en cuando en mi propia voz. De todos
modos, no pretendía repetirlo como un loro, sólo escribir según el
espíritu de su obra.
-¿Cómo definiría finalmente el tono de Marlowe?
-Diría que es equilibrado, elegante, agudo e ingenioso, flexible y, a su manera, extrañamente poético.
-Hacia
el final del libro, el detective sugiere que la historia por la que
acaba de pasar parece "un juego de alta sociedad que había terminado
horriblemente mal". Aunque Chandler es estadounidense, estudió y se
formó en Inglaterra. Uno podría preguntarse si la mirada social del
personaje, esa conciencia tan británica de clase, no se está colando en
la mirada de Marlowe. Como si sus libros tuvieran inoculado algo foráneo
al frenesí de la sociedad norteamericana.
-Sí, hay mucho del
dandi inglés en Chandler y, por cierto, también en Marlowe. ¿Sabía que
los antepasados de Chandler eran irlandeses? Su madre había nacido en
Wateford -que está, dicho sea de paso, a unos cincuenta kilómetros de la
ciudad en que nací yo- mientras que la familia de su padre era de la
misma ciudad. Lo educaron en Dulwich College, al sur de Londres, donde
fue el clásico colegial de escuela privada, con blazer y sombrero de
paja. Trabajó en Londres como periodista y empleado público, después en
Nueva York y en el Medio Oeste americano. Así que hay todo tipo de
influencias implicadas. Pero nunca perdió ese toque inglés, y es
evidente en sus libros, por todas partes. Es una de las cosas que los
hacen tan especiales y los colocan en un estante aparte del trabajo de
tantos otros escritores de policiales estadounidenses.
-¿Tiene planeado seguir con una serie Marlowe?
-Podría. Me pidieron que escriba otra, y lo estoy pensando. Pero quizá no debería tentar a la suerte, ¿no?
-¿No
extraña a sus propios personajes, al doctor Quirke y los escenarios
dublineses de las otras novelas que firma como Benjamin Blake?
-Quirke
está en su cripta, durmiendo serenamente en el lecho de su tierra
natal, con la tapa del féretro bien firme en su sitio. Supongo que algún
día voy a abrir el cajón y sacarlo otra vez a la luz. Y sí, lo extraño,
pero sólo un poco.
-¿Le parece pertinente la idea (muy
difundida entre nosotros después de Borges y de Ricardo Piglia) de que
en cierto modo todo libro es en el fondo un policial donde el lector es
una especie de detective?
-Sí, por supuesto, pienso que todas
las novelas son novelas de detección. Veamos, por caso, algo que en el
contexto de esta conversación parecería un ejemplo altamente improbable:
Samuel Beckett. Era un ávido lector de la série noire, la colección de
policiales de la editorial Gallimard, que tuvieron influencia en él. En
su novela Molloy, el detective Moran es enviado a seguirle el rastro a
un tal Molloy. Al comienzo de la narración, Moran escribe: "Es
medianoche. La lluvia azota los cristales", pero al final, produciendo
un increíble giro, admite: 'Entonces entré en casa y escribí, es
medianoche. La lluvia azota los cristales. No era medianoche. No
llovía". Lo mismo ocurre en muchos de sus otros trabajos, incluso en los
más tardíos: siempre tienen una vuelta de tuerca al final.
-Se lo pregunto porque muchos de sus libros pueden leerse de esa manera intrigante.
-Sí, son novelas de detección.
-¿Cuál
es la diferencia, en pocas palabras, entre Banville y Black? Al fin y
al cabo a los dos se los puede considerar, cada uno a su manera, un
estilista.
-La comparación que siempre utilizo para ilustrar
las diferencias entre Black y Banville es la siguiente. Black es un
funámbulo, una de esas personas que caminan por la cuerda floja: no mira
hacia abajo ni hacia atrás, no duda, sigue siempre hacia delante hasta
alcanzar el final de la cuerda. Banville, en cambio, es una especie de
topo, alguien que permanece años y años en la oscuridad de su
madriguera, a la espera de poder salir y ver la luz.
La rubia de ojos negros
Benjamin Black
Alfaguara
En
esta resurrección de Philip Marlowe de la mano de John Banville, una
mujer adinerada le encarga al detective que averigüe qué ocurrió con un
examante al que creía muerto. En la tradición de Chandler, el escritor
irlandés elabora un intrincado tejido de dobleces y corrupción que tiene
su clímax en la llegada de una figura inesperada, que los lectores del estadounidense conocen bien.
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