La censura en los libros
Franz Kafka fue traicionado por su albacea al publicar toda su obra que él quizo fuera quemada./elmundo.es |
Hogueras, picotas y secciones prohibidas de bibliotecas han sido
destino de innumerables libros a lo largo de la Historia. Sin embargo,
por muy sistemática y voraz que fuera la persecución de los dictadores o
de instituciones como la Inquisición, ninguna censura ha sido nunca más
eficaz que la que algunos autores se han impuesto a sí mismos. Muchos
de los lectores conocen sin duda la voluntad de Kafka
de que al fallecer fuese quemado todo lo que había escrito -no sólo sus
textos literarios, sino cualquier testimonio suyo sobre papel-, y que si
hoy tenemos acceso a grandes obras como 'El castillo' o 'El proceso' se
debe a la 'traición' de su albacea y amigo Max Brod.
Virgilio dispuso que a su muerte no pudieran publicarse sus manuscritos
inconclusos, pero el emperador Augusto decidió pasarse la prohibición
por el arco del triunfo (estaba demasiado acostumbrado a vencer), razón
por la que hoy conocemos 'La Eneida'.
Muchos narradores llegaron a pensar que la palabra es incapaz de penetrar en la verdad
El escritor y crítico literario alemán Werner Fuld sostiene
que «en la mayoría de los casos, lo que lleva a un autor a destruir su
obra es la conciencia de su imperfección». Al parecer, el estadista
Solón entregó a las llamas sus versos porque no aguantaban la
comparación con los de Homero. Platón hizo lo propio y destruyó también
sus tragedias al conocer a Sócrates. Faltaba mucho para que triunfaran
los libros de autoayuda (cómo subir la autoestima y otras zarandajas),
pero atención, advierte Fuld, tales anécdotas no sólo son incomprobables
sino que agrandan la fama del poeta y «la consideración que merece la
obra conservada, única en pasar la criba de la autocensura».
El marketing, como vemos, asomaba ya la patita en tiempos remotos. En fechas más cercanas a las actuales, Truman Capote
se ocupó muy bien de airear que, después de la feliz acogida dispensada
a Desayuno con diamantes, había dado a la máquina de triturar una
novela que a su parecer se habría vendido muy bien pero no acababa de
funcionar. Naturalmente, nunca sabremos la verdad de esta historia.
Aparte de la autocrítica feroz, la frustración ha sido otro poderoso
motivo de censura propia. Nabokov apunto estuvo de prender fuego a los
primeros capítulos de Lolita y arrojar la toalla ante la dificultad del
proyecto y lo escabroso del tema. Proust, a quien sus contemporáneos
veían como un niño bien que escribía para pasar el rato, encajó mal las
críticas de Los placeres y los días y destruyó parcialmente el
manuscrito de Jean Santeuil, que acabó metido en una sombrerera dentro de un armario. La sobrina del escritor, que heredó el mueble, se lo enseñó al gran André Maurois 30 años después de la muerte de Proust, y así se produjo el formidable hallazgo de una obra que quizá el propio novelista había olvidado.
Los perfeccionistas como Nabokov tienen posiblemente
otra razón para no querer que se publiquen escritos póstumos suyos: la
imposibilidad de controlar el resultado. Cuando falleció en julio de
1977 estaba escribiendo en pequeñas fichas el esbozo de la novela The
Original of Laura; su viuda y su hijo Dimitri hicieron caso omiso de las
instrucciones recibidas y las fichas acabaron siendo publicadas como
facsímil a pesar de que la última de ellas no podía ser más explícita:
«Eliminar. Destruir. Quemar».
Poetas y narradores de toda laya han llegado en algún momento de su
carrera al convencimiento de que la palabra es un torpe vehículo para
penetrar en la verdad. Las razones para abandonar la escritura de estos
seres «tocados por la gracia del silencio», en expresión de Masoliver Ródenas, son infinitas, y todas caben en lo que Enrique Vila-Matas llamó el mal de Bartleby (por el escribiente del relato de Melville), el de los escritores del no.
El autor barcelonés describió el síndrome como «la pulsión negativa o
la atracción por la nada que hace que ciertos creadores, aun teniendo
una conciencia literaria muy exigente (o quizá precisamente por eso), no
lleguen a escribir nunca; o bien escriban uno o dos libros y luego
renuncien a la escritura». Jean-Yves Jouannais recopiló en 1997 varios
de esos artistas sin obra en un volumen -prologado precisamente por
Vila-Matas- que ha recuperado en fechas recientes la editorial
Acantilado.
De la espantá de Salinger para desaparecer de la vida literaria y de la otra es imposible decir a estas alturas nada que realmente no esté de más. Juan Rulfo
se pasó la vida balbuceando explicaciones a por qué no volvía a
escribir. Tras el éxito de Pedro Páramo se sumió en un mutismo que, más
que con el «preferiría no hacerlo» de Bartleby, defendía con un «no
puedo hacerlo» que recuerda a la primera formulación del síndrome. La
escribió Hugo von Hofmmansthal en su Carta de Lord Chandos, un joven aristócrata que le explica a su mentor, el filósofo Francis Bacon,
su intención de abandonar la actividad literaria por haber perdido «la
capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa».
Hasta que no hizo fortuna la expresión síndrome de Bartleby, a los
escritores dimisionarios se les consideraba víctimas del síndrome de Rimbaud, el precoz poeta francés que llegando a la veintena dio por finiquitada su obra, abandonó a su amante Verlaine y puso tierra de por medio para dedicarse a tráficos tan lucrativos como alejados de la moral; decía seguir el ejemplo de Sócrates, que no dejó escrita ni una palabra y podría formar parte también del club de los silentes.
Elías Canetti sufría la variante del mal que cabría
llamar la del «preferiría no publicarlo». Cientos de sus manuscritos,
que puestos uno encima de otro alcanzan los ocho metros de altura, se
encuentran celosamente custodiados en un búnker debajo de la Biblioteca
Central de Zúrich hasta que llegue el año 2024, cuando se cumplan 30
años de su muerte.
Otros bartlebys ilustres han sido Fernando Pessoa,
para quien «el verdadero destino noble es el del escritor que no
publica»; nuestro Pepín Bello, ágrafo aglutinador de la Generación del
27, y Robert Walser, cuyo retiro prematuro -como el de
Hölderlin- se debe atribuir más bien a los desórdenes mentales que
padecía. Para renuncia, la más abrupta fue la de John Kennedy Toole si,
como se afirma habitualmente, puso fin a su vida al no encontrar editor
para La conjura de los necios.
En su Biblioteca Personal, que ha publicado la editorial El Hilo de Ariadna, J. M. Coetzee
reflexiona sobre otro escritor que, si no conscientemente sí en su
fuero interno, renuncia a concluir la obra más ambiciosa de su vida. Se
refiere a Robert Musil y El hombre sin atributos, trilogía recibida con
entusiasmo en su primera entrega, tanto que el autor fantaseaba con
ganar el Nobel; la segunda le resultó ya más difícil de escribir.
«Engatusado por su editor, si bien lleno de dudas», escribe el novelista
sudafricano, permitió que un fragmento del tercer volumen se publicara
en 1933, año del ascenso de Hitler al poder.
Musil siente que su proyecto, «concebido en el
espíritu de lo que consideraba una suave ironía» acerca de la crisis de
valores de la Europa de entreguerras, ha quedado barrido por unos
acontecimientos terribles. «Estamos produciendo la mayor aberración
moral que ha existido desde el Cristianismo (...). ¿Cómo es posible
seguir trabajando cuando uno está en semejante situación?», anota en sus
diarios, que perviven como fatal «registro de la creciente conciencia
de un gran escritor de que, en estos tiempos oscuros, había llegado a un
punto muerto», concluye Coetzee.
En un grupo aparte de los escritores que se autosilencian figuran
aquellos que, por razones de marketing y en ocasiones de acuerdo con sus
propias editoriales, consienten en mutilar una parte de su propia
carrera para alimentar la fascinación por uno de los mitos más
genuinamente literarios: el autor de una sola obra. Tras el éxito
ensordecedor de Lo que el viento se llevó, que en efecto arrasó con
todo, convenía encubrir el pasado literario de su creadora, Margaret Mitchell,
que ya tenía tras de sí una exitosa trayectoria como periodista y había
escrito novelas que circulaban de mano en mano entre sus pretendientes.
Mitchell se encargó de borrar personalmente toda huella de su actividad
literaria previa al gran bestseller americano y ordenó destruir
cualquier texto suyo que se encontrara en el futuro.
«Por supuesto, es muy probable que esta estrategia no se le ocurriera
a ella, o al menos a ella sola», escribe Werner Fuld en Breve historia
de los libros prohibidos (RBA). «La idea de una respetable ama de casa
del sur vencido que tomaba la pluma para bañar la terrible época de la
guerra civil en la luz tibia de la reconciliación, prestó a la novela un
barniz de autenticidad que resultó fundamental para su éxito».
Una estrategia comercial semejante se siguió con Erich Maria Remarque,
que aceptó eliminar de su currículo las dos novelas y más de 300
relatos, ensayos o poemas publicados antes de la edición de Sin novedad
en el frente, su relato supuestamente autobiográfico de los horrores de
la Primera Guerra Mundial. Ni el libro era autobiográfico, pues Remarque
se dedicó a recoger los testimonios de soldados que sí habían estado en
la contienda, ni lo había creado un escritor «no profesional», como se
encargó de pregonar la editorial. Demos gracias porque, en los tiempos
de internet y con la pulsión incontrolable de las redes sociales,
montajes como éste no habrían tardado ni un día en ser destapados.
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