¿Cuál es el mejor cuento en español?, me preguntó en estos días de feria un lector bogotano
Jorge Luis Borges, autor de el mejor cuento, según Vásquez: El Sur./elespectador.com |
Era una pregunta imposible, por supuesto, y además cruel, pues ningún
lector de verdad se atreve a dar simplemente esta respuesta: que es una
pregunta imposible. Yo hablé de tres, cuatro, ocho cuentos
imprescindibles, y luego hice este racionamiento: Borges es uno de los
mejores cuentistas de nuestra lengua; “El sur” era, según Borges, su
mejor cuento; luego “El sur” debe ser uno de los mejores cuentos de
nuestra lengua. Cualquiera puede ver la cantidad de fallas que tiene
este racionamiento, pero eso no importa: los caprichos de un lector son
inescrutables.
En su nota de autor, Borges dice que el cuento
puede leerse como “mera concatenación de hechos” y también “de otro
modo”. Hay, en efecto, una segunda lectura fantástica u onírica: en
ella, Juan Dahlmann, el bibliotecario que se ha herido la cabeza con una
ventana recién pintada, nunca llega a salir del sanatorio: muere en la
mesa de operaciones y al momento de su muerte su mente construye una
historia alucinada que justifique el linaje de héroes al que pertenece.
“Si hubiera podido elegir o soñar su muerte”, dice el narrador cuando
Dahlmann está a punto de salir a batirse a cuchillo, “ésta es la muerte
que hubiera elegido o soñado”. Y eso, soñarla, es lo que hace en efecto
Dahlmann.
En esta lectura, el cuento está dividido en dos mundos:
el mundo real y el mundo de la alucinación o del sueño. La frase que los
divide, como una frontera de cristal, como el hoyo que da entrada a la
madriguera del conejo, aparece al comienzo del tercer párrafo. “A la
realidad”, leemos, “le gustan las simetrías y los leves anacronismos”. A
Borges le gustan sobre todo las simetrías: a ambos lados de esta frase
se repiten los mismos motivos, exactamente como los sueños repiten,
transformándolos y trastornándolos, los motivos de la vigilia. Uno de
estos motivos es, por supuesto, el libro de Las mil y una noches. No es
gratuito que Borges escoja la misma acción tras las dos apariciones del
libro en el cuento: al comienzo, con el libro en la mano, Dahlmann
siente que algo le “roza” la cara (es la ventana que le abre la cabeza);
al final, antes de salir a su muerte, el leve “roce” en su cara lo
produce la miga de pan que le han tirado y con la cual comienza su
muerte.
El libro como testigo del desastre. La actividad de la
lectura como enemistad con la vida, como sutil amenaza, como problema.
“El arte de narrar se funda en la lectura equivocada de los signos”,
escribe Piglia acerca de Borges, y sin duda es así: literalmente, pero
también de forma metafórica, en Borges siempre hay alguien que lee y
cuya vida depende de interpretar lo leído. Pensemos en Erik Lönrrot, el
investigador de “La muerte y la brújula”: un talentoso lector de la
realidad que se dirige a su muerte precisamente por ser tan talentoso.
Otro lector, otro intérprete, no caería en la sutil trampa que Red
Scharlach ha construido para él, el texto que ha escrito sobre el mapa
de la ciudad para capturar al único hombre capaz de leerlo.
Pero
claro, no es cualquier ciudad: es, como escribe Borges, “la ciudad de mi
cuento”. Borges también escribe la trampa en que cae Lönrrot. Borges lo
ve encaminarse a su muerte y no hace nada para evitarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario