En 1960, Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir habían estado en Cuba. De inmediato escribieron Huracán sobre el azúcar
Mario Vargas Llosa, pro cubano hasta entonces, se movió rápido, juntó firmas de unos 80 intelectuales y logró que la carta dirigida a Castro tuviera repercusión mundialfoto.fuente:Revista Ñ
Sartre había aprendido a moverse con mayor cautela desde el principio frente a las revoluciones triunfantes y, junto con su compañera, dejó escrito en aquel libro, además de su entusiasmo, una advertencia: los intelectuales están incómodos en cualquier parte, decía, más o menos. Diez años después, impulsado por la reacción emotiva de un escritor peruano al que apenas empezaba a conocer, si lo conocía, firmó una carta indignada pero respetuosa, dirigida a Fidel Castro.
Debemos ver en este cambio de actitud de Sartre una cuestión más profunda que el simple aburguesamiento. Pero recordemos brevemente el episodio que, para la literatura latinoamericana, significó la división política de los escritores del llamado boom editorial de la narrativa: un poeta cubano, Heberto Padilla, había ganado en 1968 el premio de la unión de escritores de su país. El jurado lo encabezaba una institución: José Lezama Lima. El libro se llamaba Fuera de juego. El poema que daba título al libro decía: ¡Al poeta, despídanlo! / Ese no tiene aquí nada que hacer. / No entra en el juego. / No se entusiasma. / No pone en claro su mensaje. La unión de escritores decidió admitir la decisión del jurado y publicar la obra, como estipulaba el reglamento del premio, pero no entregar el efectivo. Desde entonces, Padilla fue sometido a todo tipo de persecución, sospechado de "conspirar" contra la revolución, y en 1971 su casa fue allanada y fue finalmente detenido. Cuando reapareció en público, hizo un patético mea culpa en la sede de la unión de escritores, que hasta incluyó un elogio al servicio secreto de su país.
Mario Vargas Llosa, pro cubano hasta entonces, se movió rápido, juntó firmas de unos 80 intelectuales y logró que la carta dirigida a Castro tuviera repercusión mundial. "Creemos un deber comunicarle nuestra vergüenza y nuestra cólera. El lastimoso texto de la confesión que ha firmado Heberto Padilla sólo puede obtenerse mediante métodos que son la negación de la legalidad y de la justicia revolucionaria", escribieron Sartre, Vargas, Beauvoir, Italo Calvino, Fellini, Susan Sontag, Alberto Moravia, Juan Goytisolo, Octavio Paz. Críticos e "incómodos" intelectuales, como Pier Paolo Pasolini, también tomaron distancia frente a Cuba. Pero lo más importante, para nuestro continente, es que revolución y nueva literatura venían, desde el nacimiento, tomadas de la mano. Con el "caso Padilla" quedó establecida la ruptura. Jorge Edwards, embajador del gobierno socialista chileno, abandonó raudamente La Habana, declarado persona no grata por su relación con Padilla. "Heberto Padilla era nervioso, eufórico, incisivo, alcanzaba en la conversación momentos de brillo insuperable", escribió. " El problema de Padilla en su famoso 'caso' consistió en que calculó mal. Creyó que su prestigio internacional, sus amistades con escritores conocidos, su falta de toda influencia política, lo protegerían de cualquier acción clara y decidida en su contra", agregó.
Vargas Llosa estaba ya "nel mezzo del cammin di nostra vita" –tenía 35 y había publicado su monumental Conversación en La Catedral– y la campana de la actitud decisiva sonó en su vida. Cortázar, García Márquez, Benedetti, oyeron tal vez el son de otra campana.
Sartre había escuchado en los 50 de boca de su amigo Camus la sentencia según la cual la verdad es la verdad, esté donde esté. En su polémica sobre los campos de prisión estalinistas, Sartre lo golpeó fuerte – "Usted condena al proletariado europeo, porque no ha reprobado públicamente a los soviets, pero también condena a los gobiernos de Europa porque admitirán a España en la Unesco; en este caso, sólo veo una solución para usted: las Galápagos" – pero ya sabía que la libertad no estaba en el campo socialista real, ni la verdad absoluta. Con todo, aquella experiencia de setenta años de revolución, guerra y represión dejó una huella histórica en el capitalismo: la derecha no podría ignorar nunca más las condiciones de vida de los pobres del mundo, y la izquierda debió hacerse cargo real de la libertad, años más tarde, cuando cayó Berlín oriental. Vargas Llosa, pese a aquel giro decisivo, no pone ya las cuestiones sociales por debajo de la libertad política. La derecha cerril retrocedió un casillero en un siglo.
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