"¿Por qué no miran televisión?", reclama el autor a los lectores de bestsellers, a quienes imagina ávidos de dispersión contra la rutina aplastante
¿COMO DEBE fabricarse un libro para que vaya luego a ser adquirido por miles y miles de clientes? foto.fuente:Revista Ñ
Hoy sólo atino a imaginar, y eso cuando se me plantea el tema, qué clase de cosas le ocurren al lector de bestsellers; es decir, cómo es su vida, la fatigada vida de quien sólo puede esperar de un libro que lo entretenga sin mayores esfuerzos, que lo lleve de la mano desde el principio hasta el final, que le aligere la lectura de escollos y le asegure la velocidad crucero de las tramas lineales con situaciones previsibles, el enigma cocinado en punto justo y la resolución como postre, el lenguaje neutralizado, ni infierno ni paraíso: el limbo.
Martín Kohan
Puedo imaginar perfectamente la escena. Esta persona llega a su casa: abombada, embrutecida. Un largo y penoso día acaba de transcurrir. Un largo día de vanos ajetreos, ocupaciones agobiantes y anonadamiento mental. Llega la noche y la cabeza late como laten las pobres máquinas recalentadas. Allí dentro hay un cerebro que ya no puede más. No es que haya pensado en demasía a lo largo de la jornada, pero a esta altura, volviendo a casa, incapaz de todo esfuerzo, ya no puede pensar más. Esta persona se tira en el sillón del living, resopla, se frota los ojos. Lo único que admite en este estado es la hueca distracción.
Imagino igualmente un caso opuesto que a la vez, sin embargo, se le parece. Imagino a una persona con mucho pero mucho tiempo disponible, y ninguna cosa que hacer. Los días se le van en nada, uno tras otro. El resultado de tanto ocio no es la dicha, sino el sopor. Los largos tiempos muertos suscitan abotagamiento. La mente en blanco, casi en coma, planicie total, inercia pura. Lo único que admite en este estado es el entretenimiento ligero.
Distraerse, entretenerse: el flagelo de la rutina aplastante no les deja mejor opción, y es así que por dos vías o dos vidas muy distintas se llega hasta un mismo punto, un punto de lectura finalmente idéntico.
¿Cómo debe fabricarse un libro para que vaya luego a ser adquirido por miles y miles de clientes?
Es una inquietud empresarial bastante asidua. Hay expertos en temas comerciales que conocen relativamente bien el funcionamiento de las leyes de compra y venta y atinan a explicar "el fenómeno de los bestsellers" (los bestsellers siempre se piensan como "un fenómeno") con el áspero pero eficaz lenguaje de la economía. Los que gustan de las cifras y por ende de las estadísticas estarán en condiciones de trazar curvas con doble entrada y cotejar cuadritos con rankings de top fives y top tens y ofrecerlos con power point a los ávidos inversores que quieren asegurar rentabilidades, más bien lejos de los escritores que trabajan y se ganan el mango.
¿Y la literatura, a todo esto?
Si se deja traducir al idioma de los negocios prontos es porque el idioma de los negocios prontos funciona como un esperanto en los tiempos que van corriendo; es capaz de decirlo todo, hablar de todo, aplicarse a todo. Pero hablar de "literatura y mercado" en los términos que son propios del mercado es ya ceder el predominio al mercado.
Ocuparse de quién vende, quién compra, cuánto vende, qué vendió; no hace falta ser un purista para perder interés en el asunto, o sentirlo finalmente ajeno. Un enfoque sobre literatura y dinero, como el de Roberto Arlt, o sobre los autores en tanto que productores, como del de Bertolt Brecht, puede confundirse tan sólo con mala fe con la bulimia mercantil de la ideología del beseller.
Hace años yo leía las exitosas novelas del olvidado Alistair McLean, bajo el efecto palmario de la publicidad best-sellerista en las revistas de Editorial Atlántida. Después, con el tiempo, me fueron ganando los escritores y la escritura.
Hoy sólo atino a imaginar, y eso cuando se me plantea el tema, qué clase de cosas le ocurren al lector de bestsellers; es decir, cómo es su vida, la fatigada vida de quien sólo puede esperar de un libro que lo entretenga sin mayores esfuerzos, que lo lleve de la mano desde el principio hasta el final, que le aligere la lectura de escollos y le asegure la velocidad crucero de las tramas lineales con situaciones previsibles, el enigma cocinado en punto justo y la resolución como postre, el lenguaje neutralizado, ni infierno ni paraíso: el limbo.
La cosa que yo no entiendo es por qué no miran televisión. La televisión es inmejorable en estos casos: la boca abierta, el hilo de baba y el pulgar en el control remoto son la más segura garantía de la catalepsia mental tan anhelada. Pero estas personas se resisten, odian la tele, quieren Cultura (y ponen cultura con mayúscula). No quieren tele, quieren Libros (y ponen libros con mayúscula). Por eso mismo sienten remordimientos ante el bestseller como tal, les da vergüenza. No se prestan a leer con soltura los bestsellers admitidos de otra época; las novelitas románticas, los novelones de guerra, las novelitas de espías, la letra berreta asumida. Estos no: quieren Literatura, quieren Historia, quieren Filosofía, quieren Psicología (y todo lo ponen con mayúscula). Los astutos mercaderes detectan allí su nuevo negocio: los mismos libruchos de otrora, pero alzados a la mayúscula. La novelita trivial se hace pasar por profunda y sesuda, el chismerío del siglo XIX por historia, el anecdotario de diván por psicología, la glosa somera por filosofía cabal. Y aquellas personas que no quieren hacer esfuerzos, pero tampoco ver televisión porque quieren ¡Alta Cultura!, se empalagan con bestsellers que bien se cuidan de quitarse la máscara. Muy bien, no hay que lamentarlo. Al contrario, hay que entusiasmarse, y exigir a los mercaderes de la edición que destinen al menos una parte de las pingües ganancias que obtienen de los mercaderes de la redacción prontita para la publicación de escritores, filósofos, psicólogos, historiadores. No me fijo en la cuestión de ventas, porque no es mi asunto, sino en la disposición literaria: hay libros que se venden por miles y no son bestsellers, y otros que son bestsellers (porque se escribieron para vender mucho) y no superan las decenas de ejemplares facturados en los locales de despacho. No importa, a los escribidores de bestsellers hay que desearles siempre que batan récords de venta, que se compren el autito nuevo y que sigan veraneando en Cancún. Porque si no, se ponen nerviosos y hasta agresivos. Existe el caso inclusive de los que se ponen nerviosos y hasta agresivos a pesar de que baten récords, se compran el autito y pasan sus quince días en Cancún. Otro en su lugar se moriría de risa: tirado en la reposera, pensando por caso en comprarse unas llantas nuevas. Estos no: estos rabian, mascullan, se envenenan.
¿Qué les pasa?
¿Qué más quieren?
Ah, sí: les falta el Reconocimiento. Y lo ponen así, con mayúscula. ¡Cayeron en su propia trampa! La trampa de las mayúsculas con que engatusaron a sus pretensiosos lectores, ahora las pisan ellos mismos. No les bastan los top five, no les bastan los topten; lo que quieren es Reconocimiento.
Con celo de inspector o de censor, revisan programas de estudio, revisan actas de congresos de crítica, pasan el dedo índice por los sumarios de los manuales. ¿Qué buscan? Se buscan. Y no se encuentran. Furiosos denuncian: ¡envidia! ¡complot! ¡ninguneo! ¡discriminación!
En vez de salir a pistear a ciento cuarenta o ciento cincuenta con el autito nuevo, en vez de fijarse en lo transparente que es el mar algo lejos de nuestras playas, y sosegarse.
"Si lloras porque se ha ido el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas". ¿Por qué no piensan en eso? Lo escribió José Narosky, y no hay ningún escritor argentino que haya vendido más libros que él.
El idioma de los negocios prontos
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