Los bicentenarios de las independencias han llevado a que estemos asistiendo a importantes debates historiográficos sobre el pasado nacional
Se cumplen doscientos años de la independencia de la América española, acontecimiento capital que abrió el acceso a la modernidad de una galaxia de nuevas naciones. Una brillante Junta Autónoma de historiadores y americanistas ilumina hoy en las páginas de El Cultural aquel proceso insurreccional cuajado de guerras y violencias, así como su resonante eco en el presente: Carlos Malamud apunta el carácter político de la revoluciones americanas; Ramón María Serrera analiza su configuración territorial; Luis Ribot da cuenta de su contexto temporal; Carlos Martínez Shaw destaca su perfile ilustrado, y Javier Fernández Sebastián revisita sus mitos y metáforas. Y tres momentos fugaces para la creación: los microrrelatos de Alberto Ruy Sánchez, Óscar Collazos y Alonso Cueto.
En la terminología utilizada por los contemporáneos era frecuente referirse a los procesos de independencia como "revoluciones". Fue tal el impacto del nombre que tanto los histo- riadores del siglo XIX, aquéllos que forjaron la identidad nacional de sus respectivos países, como los del XX siguieron hablando de revoluciones, como fue el caso de John Lynch o Alberto Flores Galindo, entre otros. Sin embargo, de tanto hablarse de revoluciones nadie se paraba a definir qué era lo que se quería decir. A la vista de lo ocurrido en los primeros años del siglo XIX en lo que habían sido las distintas colonias españolas de América está claro que no se produjeron ni revoluciones sociales ni económicas. Desde un punto de vista social no se encuentran rupturas importantes del orden establecido, por más que en las guerras de independencia y en las guerras civiles posteriores nos hubiéramos enfrentado con sucesos de inversión social. Es verdad que con el ánimo de reclutar soldados para los ejércitos los dirigentes de los bandos en lucha prometieron y otorgaron beneficios para los indígenas, esclavos negros y campesinos, pero nada de todo ello afectó los cimientos sociales.
Desde un punto de vista económico, las estructuras productivas se mantuvieron inalteradas, aunque en numerosos lugares del continente los enfrentamientos bélicos hubieran producido importantes destrozos en campos de labranza, yacimientos mineros o talleres artesanales. Sin embargo, en poco tiempo las cosas volvieron a la normalidad y la agricultura siguió siendo central en todas las economías regionales. Si a corto plazo la independencia supuso la interrupción de las rutas de comercio atlántico con España, aunque no con Europa, a medio plazo los circuitos interregionales se vieron más afectados, pero sin producir cambios radicales.
De modo que la única posibilidad que resta es definir a las revoluciones de independencia como revoluciones políticas. Se puede hablar de ese modo por cuanto la ruptura del orden colonial introdujo dos cambios fundamentales y profundos, con notables repercusiones para el futuro de los países que surgieron a partir de aquel entonces. Por un lado, el paso de súbditos a ciudadanos; por el otro, el de monarquía a repúblicas.
La monarquía absoluta imperante en España estaba también presente en América. La soberanía descansaba en el monarca y era él, o las autoridades que encarnaban su poder, quien tomaba las decisiones y disponía del destino de sus súbditos. La ruptura del orden colonial permitió el surgimiento de nuevas repúblicas. Fue en ellas precisamente donde los súbditos dejaron de ser tales para convertirse en ciudadanos. Y si en el Antiguo Régimen la sociedad se ordenaba a partir de las corporaciones, en las nuevas repúblicas llegó la hora de los individuos. Fueron ellos los titulares de la soberanía y fueron ellos los responsables de elegir a sus representantes y a sus autoridades por un período limitado de tiempo, no por toda la vida, como ocurría con los reyes.
Contradicciones, marchas y contramarchas
El proceso de construcción de la ciudadanía no se produjo de la noche a la mañana, ha estado lleno de contradicciones, de marchas y contramarchas y ha tomado demasiado tiempo. En algunos países de América Latina todavía se está completando, como se puede ver con la incorporación plena de los indígenas a la vida política. Sin embargo, ese proceso es el que lleva a hablar de elecciones, de parlamentos, de libertades y derechos, de democracia en definitiva. Téngase en cuenta que en América Latina se comenzó a votar cuando el derecho al voto era practicado en muy pocos países del planeta.
Los bicentenarios de las independencias han llevado a que estemos asistiendo a importantes debates historiográficos sobre el pasado nacional, aunque lo grave es que en algunos casos, y alentado por algunos gobiernos, se estén produciendo falsificaciones de peso, que llevan forzosamente a una reescritura de la historia con fines políticos. De ahí la importancia de insistir en los valores republicanos y en señalar la vieja filiación democrática de las repúblicas latinoamericanas. Por eso, resulta conveniente señalar frente a aquellas corrientes revisionistas que tienden a rechazar a la democracia como algo ajeno a las culturas y a las raíces históricas latinoamericanas, que su presencia en la región es tan antigua como las repúblicas. Y si el republicanismo es un valor que nadie se atreve a condenar es justo hacer lo mismo con la democracia representativa.Carlos MALAMUD
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