La producción literaria del maestro del horror y el suspenso influenció el carácter truculento de las obras de finales del siglo XIX en Europa
El daguerrotipo de Edgar Allan Poe conocido como el daguerrotipo Annie./elespectador.com |
El médico, especialmente el que se ha dedicado al estudio
de enfermedades mentales y nerviosas, reconoce de un vistazo en la
disposición del fin de siglo, en las tendencias del arte y la poesía
contemporáneos, en la vida y conducta de aquellos que escriben obras
místicas, simbólicas y decadentes, la confluencia de dos enfermedades
bien definidas: la degeneración y la histeria.
Max Nordau.
Max Nordau.
Edgar
Allan Poe (1809-1849) pasó una parte de su infancia en el sur de
Estados Unidos, antes de irse a Inglaterra. Por eso Cortázar afirmó, en
el prólogo de su traducción de los cuentos de Poe, que “elementos
sureños habrían de influir en su imaginación: las nodrizas negras, los
criados esclavos, un folclor donde los aparecidos, los relatos sobre
cementerios y cadáveres que deambulan en las selvas bastaron para
organizarle un repertorio de lo sobrenatural”.
Fue hijo de padres
tuberculosos y quedó huérfano a los pocos años de nacer. Además, dos
años después de componer su poema más famoso, El cuervo, su prima de
trece años, quien fue también su primera esposa, murió de tuberculosis,
que junto a la histeria fue la enfermedad del siglo XIX. Tal vez de allí
derivaría su obsesión por la enfermedad (“Una tez cadavérica, unos ojos
grandes, húmedos y luminosos sobre toda comparación; los labios, algo
delgados y muy pálidos, pero de líneas finas, una nariz de corte hebreo
pero con las ventanillas excesivamente dilatadas, un mentón finamente
modelado que por su poca prominencia denunciaba falta de energía moral”:
La caída de la casa Usher) y la muerte: “La muerte de una mujer hermosa
es, sin disputa de ninguna clase, el tema más poético del mundo; y
queda igualmente fuera de duda que la boca más apta para desarrollar el
tema es precisamente la del amante privado de su tesoro. Tenía que
combinar entonces aquellas dos ideas: un amante que llora a su amada
perdida. Y un cuervo que repite continuamente la palabra nevermore
[nunca más]”, dice en su ensayo Filosofía de la composición, en el que
explica paso a paso el proceso de creación de El cuervo.
Mediante
la repetición del “nunca más”, por cuenta del cuervo que habla, “el
amante halla un placer en su propia tortura, no sólo por creer en la
índole profética o diabólica del ave, sino por experimentar un placer
inusitado al formularlas de aquel modo, recibiendo en el nevermore
siempre esperado una herida reincidente, tanto más deliciosa por
insoportable”.
A finales del siglo XIX, Europa estaba en crisis:
empezaba el capitalismo que derivó en nuestro sistema económico actual y
la lucha de clases, consecuencias directas de la industrialización. Se
vivía una nueva oleada de antisemitismo mientras se acentuaban las
tensiones entre las que, en ese momento, se consolidaban como naciones.
Imperaba una ideología que enfatizaba la defensa de los dominios, el
aumento de las colonias, la rivalidad con los vecinos y la acentuación
de la propia identidad, el ideal de nación. Ese clima, esa red de
rivalidades que se iban encendiendo en todos los frentes de la Europa
moderna, fueron la antesala de las guerras mundiales que trajo consigo
el siglo XX.
Lo que se escribió en ese momento, como ocurre
siempre, fue producto de su tiempo. Durante casi todo el siglo, Marx
reflexionó sobre las desigualdades dentro ese capitalismo incipiente y
sobre la necesidad de revolucionar el orden imperante —que no
desapareció, más bien ha venido empeorando—. La filosofía y la historia
pusieron en el mapa a figuras como Nietzsche, que mató a Dios; Freud,
que hizo tambalear la idea de que el sujeto es autotransparente y tiene
pleno control sobre sí; Spengler, que puso en duda la bondad de esa
línea unidireccional, imparable y peligrosa que es el progreso. No es
gratuito que uno de sus libros lleve por título La decadencia de
Occidente. En pocas palabras, las últimas décadas del siglo XIX fueron
tiempos de desencanto, y lo que hicieron sus pensadores fue arrebatarles
a los descendientes del Siglo de las Luces sus certezas, y dejaron al
siglo venidero en el vacío, en la falta de sentido.
Ese momento de
ruptura filosófica, absolutamente esencial para pensar sobre lo
ocurrido en el siglo XX, tiene a su vez sus raíces en un movimiento
anterior: el romanticismo, cuyo padre —o al menos uno de ellos— ni
siquiera era europeo. Edgar Allan Poe (nacido en Boston, Estados Unidos)
es considerado uno los máximos exponentes del movimiento romántico en
literatura, no sólo porque siguió sus tendencias a la perfección
(escribir sobre sentimientos exacerbados, humanizar la naturaleza y
dotarla de emociones, hablar de tragedia, dolor y amor —que es a la vez
pasión, que es a la vez muerte—, insertar el elemento de suspenso en las
historias), sino que hizo de la enfermedad, la locura y lo horrible una
estética que floreció y proliferó a finales de siglo en el otro
continente: todo aquello que la moralidad burguesa consideraba “malo” se
volvió un valor. Los textos, recargados de adornos, exploraron lo
prohibido, el tabú, y así nació la literatura decadente, o decadentismo.
En
uno de sus cuentos, La máscara de la muerte roja, vuelve a Europa, a la
peste pasada, y a la literatura alrededor de ello: al Decamerón de
Boccaccio, que ronda el encierro, o el exilio voluntario, por cuenta de
una enfermedad: “La ‘Muerte Roja’ había devastado el país durante largo
tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre
era su encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre.
Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros
sangraban y sobrevenía la muerte […] Pero el príncipe Próspero era
feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados
llamó a su lado a mil robustos y desaprensivos amigos de entre los
caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro
de una de sus abadías fortificadas”.
Oscar Wilde, Charles
Baudelaire y otros simbolistas franceses, Joris-Karl Huysmans y Ambrose
Bierce son algunos de los autores que adoptaron una estética grotesca y
la obscuridad presentes en los relatos de Poe. Algunos de ellos hablaron
abiertamente de la fuerte influencia que tuvo Poe en sus obras. Otros
se vieron influenciados por un personaje: Auguste Dupin, el detective
ficticio de Poe de Los crímenes de la calle Morgue, le sirvió de
inspiración a Arthur Conan Doyle para su Sherlock Holmes. Por último, la
estructura de sus cuentos fue alabada por grandes cuentistas como
Thomas Mann, Horacio Quiroga y Jorge Luis Borges, quien le dedicó,
irónicamente, no un cuento, sino un poema: “Como del otro lado del
espejo / se entregó solitario a su complejo / destino de inventor de
pesadillas. / Quizá, del otro lado de la muerte, / siga erigiendo
solitario y fuerte / espléndidas y atroces maravillas”.
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