Belén Gopegui se rebela ante la escritura como mero entretenimiento y construye una novela contra el poder, ajena al maniqueísmo y llena de connotaciones morales
Belén Gopegui. / Ricardo Gutiérrez./elpais.com |
El comité de la noche de Belén Gopegui. |
Recuerdo el deslumbramiento de la primera novela de Belén Gopegui (Madrid, 1963), La escala de los mapas.
Ese bisturí lírico con el que desentrañaba lo íntimo. Ese talento, ese
pulso, ese extrañamiento para ver desde fuera lo de dentro, como una
científica observando en el microscopio los coágulos de su propia
sangre. Nada de eso ha perdido Gopegui desde aquel 1993 hasta el día de
hoy a pesar del órdago con el que envidó a su literatura para ella misma
y sus lectores.
Leyendo El comité de la noche me ha venido a la mente una y otra vez el último disco de Nacho Vegas, Resituación.
Hay un motivo obvio, su posicionamiento político y ético, pero también
otros menos evidentes. Se trata de la rebelión ante su arte como mero
instrumento de entretenimiento y evasión. La cuestión no es menor. La
ficción novelesca ha dado engendros, monstruos y disparates al ponerse
el mono de trabajo o el antifaz de señorito de derechas, la esvástica o
el camarada de rigor. Sherezade trata de salvar la vida una noche más
narrando una historia que sea una alfombra voladora. Pocas noches
hubiera durado Sherezade si el objetivo hubiera sido venderte una
lavadora o recitarte el manual de instrucciones de cómo montar y
desmontar un reloj.
Pero tanto en el caso de Vegas como en el de Gopegui, además de un
posicionamiento, hay un riesgo y un acto generoso: renunciar al yo
íntimo por un nosotros más áspero, al resorte que funciona en aras de la
pertinencia social. El compromiso de Gopegui es el de renunciar a que
su obra literaria sea un mundo cerrado, hermoso, radical, inquietante o
dócil pero, por encima de todo, inútil. Un objeto sin otra función que
entretener, gustar y gustarse, conciliar a autor y lector con la idea de
animal pasivo de ambos, pero, eso sí, con la buena conciencia que da el
generar uno y embucharse cultura el otro. En mi opinión, eso naufragaba
tanto en Deseo de ser punk (2009) y, especialmente, en Acceso no autorizado (2011). Sin embargo, la literatura de la autora madrileña se rearma en El comité de la noche
acercándose —es un suponer— a lo que su autora pretende de un libro que
sirve para ser leído con intencionalidad como para ser lanzado contra
los escaparates del Poder. La novela parte de una noticia extraída de la
realidad: la oferta de una multinacional farmacéutica de comprar sangre
a los parados que acepten donarla. La paleta de connotaciones morales
se mostrará a lo largo de toda la novela, huyendo del maniqueísmo en la
medida que lo desea su autora, e insertando el dedo en el enchufe de la
privatización de la sanidad pública. Pero el zoom de Gopegui va
más allá: el Poder ha de ser fiscalizado y vigilado, combatido y
expurgado desde el compromiso social e individual. Por fortuna, la sopa
no nos la sirve Gopegui ni helada ni hirviendo.
La novela empieza a ritmo de elegante paseo automovilístico, marca de
la casa. En una primera parte, una mujer, Álex nos narra su aquí y
ahora. Treintañera, parada, con una hija a cuestas, debiendo regresar a
vivir con los padres, seres electrocutados como ella por la realidad y
el complejo de culpa que se nos ha inoculado. Surcando esta primera
parte, vives el hechizo de que solo con el lirismo de lo íntimo, de las
pequeñas cosas, de lo cotidiano puedes entender la magnitud de la
tragedia en la que estamos. Siguen siendo necesarios los poetas para
desentrañar la realidad, para alzar el velo. Dejen las grandes palabras,
los voceros, las estadísticas, el drama terrible está en cómo funciona
el mecanismo de destrucción de una clase media, en el remordimiento de
tomar o no un café, de regresar al hogar paterno, de escribir desde un
banco, ejército de zombis por parques y calles, la importancia de la
dignidad que se consigue en la Red al romper el autismo, la
individualidad atroz. Pero el coche en el que nos ha montado Gopegui se
va quedando sin trama, pero en fin, ésta llegar llega aunque tengamos
que hacer el último tramo a pie hasta la gasolinera.
La estructura narrativa funciona, la intriga también, el mensaje político
no es endosado con grosería
La segunda parte tiene otros personajes, Carla y el escribidor. La
primera acude a un escritor para que dé fe de su historia, un thriller
bien orquestado por la autora respecto del tema de la sangre comprada,
los conflictos éticos, una novela casi de espías en la guerra fría que
sucede en Bratislava. En esta segunda parte reaparece el personaje de
Álex. Aquí el tono de lo escrito es otro. Gopegui nos castiga y se
castiga al privarnos de su fino pinchazo respecto de las relaciones
íntimas, el yo más dentro de nosotros mismos. El castigo no es a cambio
de nada. La estructura narrativa funciona, la intriga también, el
mensaje político no te es endosado con grosería, sino con matices, a
blanco o negro. La figura del escribidor es un hallazgo y la novela,
notable, necesaria, está más que bien resuelta. En el debe, unos
diálogos a veces maquinales, casi instrucciones de uso, que hace que le
veas las tripas al libro, a cómo la escritora trata de venderte la
lavadora. Aceptarías ir al lado de Sherezade a matar vampiros, pero no a
que Pablo Iglesias te explique lo de la auditoría sobre la deuda
externa de un país tan extraño como la ciudad de Bratislava.
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