El director de la revista El Malpensante aprovecha estas épocas para hacer un análisis detallado de los avatares literarios. Su conclusión: el 2011 fue el año de la explosión creativa
Efervescencia es una buena palabra para definir el comportamiento de la literatura colombiana en 2011. Este fue el año de la explosión creativa: así uno viviera al margen del mundo, habría notado que una gran cantidad de personas en una gran cantidad de lugares estaba haciendo una gran cantidad de cosas: o fundando editoriales, o importando libros, o dirigiendo revistas, o escribiendo tuits, o animando blogs, o celebrando coloquios, festivales y mesas redondas. En las notas que siguen procuro dar una imagen de esa efervescencia.
Uno. Los premios jamás han dicho mayor cosa sobre la salud de una literatura; sin embargo, sería difícil pasar por alto que seis autores colombianos obtuvieron importantes galardones en 2011 (Juan Gabriel Vásquez, Carlos Granés, Darío Jaramillo, Juan Esteban Constaín, Piedad Bonnett y Fernando Vallejo). La coincidencia es todavía más sugestiva al considerar que esos premios abarcan géneros tan diversos como la poesía, la novela o el ensayo.
Podemos discutir los méritos o inconsistencias de esos premios; podemos examinar la justicia o desatino de esas nominaciones; podemos intentar una explicación de por qué está pasando (aquí, por desgracia, no tengo espacio para nada de ello); lo que no se puede olvidar es que la literatura colombiana ha ganado una audiencia de la cual carecía y que el fenómeno dista de limitarse a la narrativa.
Dos. Celebro como tantos el inesperado éxito de La luz difícil de Tomás González. Después de casi cuarenta años escribiendo libros, es una magnífica noticia que el grueso del público lo haya descubierto. Aun así, debo decir que la gran revelación de la literatura colombiana es Carlos Granés, autor de El puño invisible. Arte, revolución y un siglo de cambios culturales. Este libro, con el cual ganó el III Premio de Ensayo Isabel Polanco, no sólo ofrece una espléndida historia del paradójico destino de las vanguardias en el siglo XX, también es un tratado con la rara virtud de introducir la literatura en los dilemas políticos, sociales y morales del día. ¿Cuánto hace que eso no pasaba? ¡Oh! ¡Acudir a un crítico literario en busca de ideas!
Tres. Que un país con una realidad como la del nuestro apenas produzca unos pocos títulos dignos de figurar en una lista de periodismo es sorprendente. Se me ocurre que la situación está relacionada con el impacto de las memorias de Íngrid Betancourt en un sector muy rentable del mercado de libros. Hasta no hace mucho, el ranquin de los éxitos periodísticos estaba dominado por testimonios de gente al margen de la ley, pero sobre todo por libros de exsecuestrados. Los primeros fueron perdiendo impacto por sus evidentes manipulaciones; los segundos llegaron a un callejón sin salida con No hay silencio que no termine. Después del libro de Íngrid, quedó claro que esa veta no volvería a abrirse con facilidad. Al principio pareció que el filón sería reemplazado por un subgénero igualmente colombiano (los-alegatos-para-denunciar-las-corruptelas-de-Uribe), pero con el paso del tiempo hemos visto que las editoriales tampoco hallaron allí una mina de oro. No es extraño, entonces, que todas parezcan en suspenso, como esperanzadas en que, de un momento a otro, algún corrupto decida encender el ventilador, para ofrecerle el consabido contrato millonario. La llegada a Planeta de Sergio Vilela, un antiguo editor de Etiqueta Negra, gran experto en no-ficción y autor él mismo de muy buenos libros periodísticos, parece una movida para dotar de dinamismo a un sector que está sin ideas.
Cuatro. Algún memorioso encontrará difícilmente justificable que mi lista de libros infantiles vaya encabezada por un título publicado en 2009. En efecto, Eloísa y los bichos, de Jairo Buitrago y Rafael Yockteng, apareció en septiembre de ese año, pero su verdadero impacto vino a sentirse en 2011. Después de ser exhibido en marzo en la Feria del Libro de Bolonia, la Jungen Bibliothek de Múnich, considerada la principal del mundo en su ramo, lo incluyó en su lista anual de los 250 mejores títulos de literatura infantil. Ese fue el comienzo de un verdadero alud de ediciones: a la fecha el libro se ha editado en Japón, México y Centroamérica. Sumando tiradas, de Eloísa y los bichos se han impreso aproximadamente unos 120.000 ejemplares. Estamos, pues, ante uno de los grandes éxitos de crítica y librería de la literatura nacional. ¿Por qué, me pregunto, Fundalectura insiste en no incluirlo en su "Lista anual de libros altamente recomendados"?
Cinco. Dos tendencias se vieron en este 2011. Por un lado, la aparición de catorce libros de viaje, un género muy rico y sin embargo poco frecuentado por los autores nacionales (Germán Arciniegas quizá fue el último que lo practicó asiduamente). Hay incluso una colección de la novel editorial El Peregrino cuyo eje temático son los inmigrantes. ¿Estamos ante un signo generacional? Difícil decirlo; en todo caso resulta llamativo que los catorce títulos fueran escritos por gente abajo de los 37 años. También se advierte un renovado interés por la ciencia ficción. El género, que en Colombia tuvo grandes animadores como René Rebetez, dio sus primeros pestañeos en los años veinte del siglo pasado, si bien desde entonces sólo ha tenido cultores esporádicos (el ya citado nadaísta o Evelio José Rosero). Una editorial independiente, Laguna Libros, ha decidido rescatar algunas de esas piezas históricas y ponerlas a disposición del público en ediciones pulcras y muy bien diseñadas. Casi al mismo tiempo, el Taller de Edición reedita Iménez, la peculiarísima novela de Luis Noriega aparecida al filo del año 2000. Como en los libros de viaje, aquí también resulta complejo evaluar si estamos ante una moda pasajera o si el género llegó para instalarse definitivamente en nuestra literatura.
Seis. Cada vez son más frecuentes las jeremíadas en que un profesor o un literato claman contra los supuestamente mortíferos efectos de las redes sociales para la literatura y el buen uso del idioma. Twitter, y también Facebook y los blogs, aparecen como el paraíso de los tontos, los egomaníacos sin remedio, la gente incapaz de escribir una nota de puerta de nevera. La verdad es que no pocas de estas aprensiones resultan exageradas. En Twitter, como en cualquier red social, abunda la gente roma, pero también pulula el talento.
Sorpresas de ese estilo también pueden encontrarse en los blogs, siempre y cuando uno se tome el trabajo de buscarlas. Si la literatura tiene, como yo creo que tiene, una vocación de Pac-Man, no deberíamos cerrar los ojos ante los nuevos territorios que está conquistando.
Siete. Alguien dijo que brotan como hongos después de la lluvia y no le falta razón. Las editoriales independientes son el gran fenómeno cultural del año 2011. Algunas, como Tragaluz, La Silueta, Babel Libros, La Iguana Ciega, Ícono Editores o el Taller de Edición, tienen varios años en el mercado y pueden presumir de veteranía; otras, como El Peregrino, Laguna, Frailejón Editores, Rey Naranjo, Diente de León, Jardín, Destiempo, Luna Libros y Robot, empiezan su singladura por un terreno accidentado y que ciertamente no les dará ninguna ventaja. Ya veremos si logran consolidarse. Por ahora, cabe celebrar su interés por hacer de la bibliografía colombiana un paisaje menos árido.
Ocho. La crisis en el mundo editorial ha despertado a las librerías. Como nunca antes, se han dedicado a seducir a los lectores, bien sea a través de descuentos en las compras y subsidios de parqueadero, o mediante una programación que es cualquier cosa menos anodina. Usan Facebook y Twitter, organizan charlas, llevan los libros a domicilio, mandan alertas por correo electrónico y se mueven por toda la ciudad para vender no sólo en su sitio físico, sino en donde se atisbe la posibilidad de un comprador. Algunas, como la librería del Fondo de Cultura Económica, importan directamente sellos que nunca antes habían circulado en Colombia. En la práctica, da la impresión de que todas se están reconvirtiendo en pequeños pero ambiciosos centros culturales.
Algo inesperado es que, al menos en Bogotá, las librerías de viejo se han transformado en magníficas alternativas para el comprador insatisfecho con el mercado de novedades. San Librario, Trilce o Merlín ofrecen infinitas sorpresas a quien tenga la paciencia y el gusto de explorar sus anaqueles. Muchas de ellas editan sus propios libros. Otras, como Los Libros de Juan en Medellín, son estaciones obligatorias si a uno le hacen tilín los libros colombianos del siglo XIX o anda buscando rarezas bibliográficas.
Esta efervescencia ha llegado incluso a las distribuidoras. Proyectos como El Placard, con su catálogo enfocado hacia los libros de género, hubieran sido una quimera tan sólo cinco años atrás.
Nueve. Este año asistimos a una profunda renovación en los puestos directivos de las grandes casas editoriales. En Santillana asumió Andrea López, quien previamente había dirigido la librería del Fondo de Cultura Económica en Bogotá; a Random House llegó, proveniente de Caracas, Harrys Salswach y en Planeta fue nombrado el peruano Sergio Vilela. El asunto carecería de importancia si no fuera porque enmascara un profundo relevo generacional. Los tres son editores jóvenes y con amplia experiencia en el mercado. Los tres reemplazan a gente más veterana y los tres —¿hay que decirlo?— llegan en un momento de crisis y cambio para la industria. Estaremos atentos a lo que hagan.
Y diez. En la literatura siempre hay cosas que eluden cualquier clasificación. En mi lista no encontré dónde poner Desarraigo, de Eduardo Peláez Vallejo (una memoria en el mismo género anfibio de El olvido que seremos). No importa, igual pienso celebrarla. También llamaría la atención sobre un periódico literario de Medellín, Universo Centro —por favor, vean la inteligente y humorística respuesta que dieron a la foto de la revista Hola— o manifestaría mi admiración por el empuje de la revista Larva, empeñada en que el cómic deje de ser un género de segunda. En fin, aquí esta mi lista.
Novela
Tuiteros
No hay comentarios:
Publicar un comentario