Bernard Pivot descubre en este artículo lo que hacen los libros. foto:Jacques Loew. fuente:elmalpensante.com¿Qué hacen los libros mientras nadie los lee, mientras nadie los mira? El autor revela sus más sorprendentes descubrimientos, tras años de apasionado espionaje
Entre los libros y yo la batalla ha sido ruda. Oficialmente, nos amábamos. Era sabido que nos prestábamos un servicio mutuo: yo les hacía publicidad y ellos me daban de qué vivir. De puertas para afuera, nuestras relaciones eran excelentes: yo les abría mi puerta con cortesía, cordialidad e incluso, a menudo, con afecto, y ellos se dejaban manipular, abrir, romper, leer, sin rebelarse nunca. Para todo el mundo, el libro y yo formamos un dúo de viejos cómplices con caracteres complementarios. Pero la verdad era otra.
Los libros son implacables invasores. Con cara de nada, con una paciencia infinita y siempre más numerosos, se vuelven dueños de los lugares. Pronto consiguen desbordar las bibliotecas en las que se les ha otorgado residencia. Como las multitudes de caracoles en las novelas de Patricia Highsmith, escalan los muros, suben hasta los techos, se instalan sobre las chimeneas, las mesas, los canapés, se fijan en las intersecciones, penetran en los armarios, las cómodas y los cofres y, cuando moran en tierra, proliferan sobre la alfombra o sobre la madera en pilas inestables y arrogantes. Ninguna habitación está prohibida a los libros. Ninguna les repugna. Los que no han podido acceder al salón, la oficina o la habitación se contentan con los baños, con el estudio, con los corredores o incluso con el san alejo por el cual transitan las papas, los tarros de mermelada, el vino etiquetado, la aspiradora y las pelotas de lana para tejer. Cohabitan con las arañas. No tienen alergia al polvo. Agrupados, apretados los unos contra los otros, tienen la estabilidad y la perseverancia de menhires. En otros tiempos, los ratones los roían pero, ante la proliferación de carátulas duras, casi todos han renunciado. Los ratones son la prueba de que una demasiado grande acumulación de impreso puede desmotivar. Con el paso del tiempo, los libros se han convertido en feroces colonizadores. Roban espacio sin cesar y su voracidad se revela tanto más eficaz cuanto que es silenciosa y que sus movimientos lentos y usurpadores se hacen bajo la cobertura tranquilizante de la cultura y con la bendición de los profesores. La verdadera ambición de los libros es la de expulsar a los hombres de las bibliotecas y de sus casas y ocupar todo el territorio para su grandioso y solitario goce.
Hace más de quince años, los libros han decidido –¿por qué yo?, ¿tengo una cabeza de colonizado?, ¿una reputación de ciudadano dócil?– hacerse dueños de mi apartamento y de mi casa de campo. Entonces, bajo el pretexto de una emisión de televisión semanal y de una revista mensual, han comenzado a invadirme. Después, no hay día (fuera de los domingos y los feriados) que no se introduzcan en mi domicilio, individualmente o agrupados, llevados por el cartero o por mensajeros, ofrecidos, a mi disposición, serviles.
Pero yo conocía sus triquiñuelas. Y me defendí. Para no quedar sumergido, me impuse la disciplina de eliminar unos cada día, sobre todo los domingos y días feriados, cuando los invasores hacen la tregua. Es cobarde, lo reconozco, pero ante un peligro tan grande el respeto del código del honor habría sido suicida. Cerca de la puerta de salida hacía pilas, que partían a casas de parientes, amigos, bibliotecas, etc., donde continuarían su invasión silenciosa e hipócrita.
Imposible, aquí, contar todas las argucias de los libros para imponer su presencia. Se aprovechan tanto del corazón (querrás releerme más tarde) como de la razón (necesitarás consultarme). De ocio o de referencia, de placer o de trabajo, de diversión o de exégesis, ellos tienen siempre un buen motivo para querer quedarse. ¡Desgracia al lector demasiado sentimental! ¡Desgracia a aquel que duda de su memoria! ¡Desgracia a los conservadores! ¡Desgracia a los distraídos! Ellos terminan por sucumbir... ¡Cuántas veces me he dejado llevar por el descorazonamiento, aplastado por su número, y sobre todo por los aires de necesidad que se dan! La idea de separarnos nos llega del que nos insufla mala conciencia. Nos sentimos acusados del crimen premeditado contra el espíritu –o, si se trata de la obra de una persona que conoces, del crimen contra la amistad; o, si es un volumen inútil pero magníficamente impreso e ilustrado, del crimen contra la belleza; o, si es una novela de principiante de talento incierto, del crimen contra la esperanza; o, si son las principales obras de un académico fallecido, en la posteridad aleatoria, del pecado contra la caridad...–. Una de las estratagemas más empleadas por los libros para ocupar el terreno consiste en presentarse varias veces, bajo carátulas diferentes o con variantes. Primera edición normal, la misma pero con dedicatoria, edición en formato de bolsillo, reedición con un prefacio inédito, edición ilustrada, reedición no autorizada bajo un nuevo título y sin mención del antiguo copyright, etc. La imaginación de los libros para introducirse en mi casa era ilimitada; su audacia, monstruosa. Era necesario pues estar siempre en guardia. Vigilancia permanente. La caza a los inútiles exige mucho tiempo libre y atención. Algunos conseguían, no obstante, franquear mis líneas de defensa, e iban a engrosar el campo diccionarios superfluos, el tropel de las enciclopedias nunca abiertas, la reserva de las obras prácticas mal acomodadas, el pueblo de las memorias olvidadas, el seminario de panfletos áfonos, el cementerio de las antologías repetitivas, etc. El tiempo apremiaba. ¡Era necesario leer bien! ¡Era necesario vivir bien! Entonces, con la sorda paciencia de deslizamientos géologicos, los libros avanzaban, se instalaban, se acumulaban, ganaban nuevos territorios e imponían incluso el sentimiento de que los espacios arrebatados les estaban destinados por toda la eternidad.
Sorprenderá que para contar la saga de los más inteligentes invasores emplee el pasado. ¡Como si ya no recibiera más libros! Estoy persuadido de que con la desaparición de Apostrophes van a aflojar un tanto la presión que ejercían sobre mí, están probablemente un poco descorazonados por no haber podido, después de quince años de esfuerzos, expulsarme de uno al menos de mis dos domicilios, van a perder el espíritu de conquista que los arrojaba sobre el timbre de mi puerta, van a conciliar sus fuerzas para otras metas... Pero ¿tal vez me equivoco si espero una relajación de su abrazo? Es preciso que desconfíe de un aparente reflujo de libros, que podría ser su último ardid.
Las siguientes son algunas preguntas que usted se hará seguramente a propósito de los libros y a las cuales mi vida íntima con ellos me permite dar respuestas.
¿Los libros se reproducen entre ellos? Sí, desde luego. Si no, ¿cómo explicar la presencia, sobre todo en las pilas abandonadas o en los estantes en los que la oscuridad favorece a los audaces, de obras desconocidas? ¿Quién no se ha tropezado en su casa con un libro cuyo nombre y título no evocan ningún recuerdo? Es necesario entonces explicar la reproducción. ¿Cómo, cuándo, bajo qué formas, por cuáles estratagemas? De un natural tímido, los libros son, con excepción de las obras libertinas ilustradas, de un gran pudor. Confieso no haber podido sorprenderlos nunca en sus actividades genéticas. Tal como hay que recibir con reserva mis hipótesis, incluso si las creo seriamente fundadas. A mi entender, las palabras, las frases, los párrafos e incluso capítulos enteros se hastían de pertenecer a un libro que no les agrada o en el cual se sienten superfluos o groseramente utilizados. Deciden entonces escoger la libertad y salir del volumen. Ninguna frase ha querido abandonar nunca Madame Bovary o el Viaje al fondo de la noche, es evidente. Cada palabra allí se siente bien e indispensable. Aunque las condiciones de supervivencia sean espantosas, ninguna palabra tampoco querrá escaparse del Archipiélago Gulag. Pero hay tantos libros en los que las palabras se aburren a morir. Las más valientes deciden, aisladas o en grupo, evadirse. Y cuando, alcanzadas por las descontentas de otras obras, son lo bastante numerosas como para componer un nuevo libro en el que su existencia será mejor, su emplazamiento más agradable, su sentido más afirmado, no dudan en hacerlo, siguiendo los procesos que surgen de la autocreación y de los cuales no conozco el desarrollo. Hasta el presente, los resultados, ¡ay!, no me han parecido muy convincentes. De lo que precede se concluirá que mientras más libros mediocres o inútiles hay en una biblioteca o en una librería, más elevados son los riesgos de reproducción. Las obras maestras, de las cuales las palabras rehúsan escapar, por el contrario no conocen posteridad. De ahí ese principio que conocíamos pero que no había sido demostrado nunca: la cantidad de libros es inversamente proporcional a su calidad.
¿Que si los libros tienen, como usted y yo, humores? ¡Evidentemente! ¡Es claro, por Dios, cuando una biblioteca se burla de nosotros! Arrugados, ebrios, los libros tienen el aire obstinado. Se dirían encuadernados todos en un ataque de dolor. Exhiben la arrogancia de los que saben todos los secretos del mundo y, bien apretados los unos contra los otros, desprecian la mano que se tiende hacia ellos y que va a incomodarlos. Además, los días de farra voltean la espalda, se esconden, se esquivan, no están donde la mano los creía. Ella busca, desplaza, se enerva y no encuentra. O, si encuentra, el libro se le escapa y cae. La mano se acusa entonces de ser torpe y cree que el caído lo ha hecho adrede. Y, si lo abre, va a embrollar tan bien sus capítulos y sus páginas, a acentuar la neblina de sus caracteres e incluso del papel, que no tiene ninguna posibilidad de poner el dedo sobre la cita que esperaba encontrar allí, que había además subrayado, está seguro, y que no obstante no encuentra, ¿pero por qué, Dios mío? ¡Cuánto tiempo perdido con los libros cuando están de mal humor! Por el contrario, si están en excelente disposición –eso se advierte de inmediato en su alineamiento agradable, en la suave luz que captan y que exhibe seductores los títulos, los nombres de los autores y de los editores impresos sobre sus lomos expuestos a todas las curiosidades, a su aire de alegre disponibilidad–, si están de buenas pulgas, los libros facilitan las búsquedas. Hemos incluso conocido algunos que tenían la gentileza de abrirse por sí mismos en la página en la que estaba subrayada la cita esperada, y otros, en verdad amables, que libran espontáneamente, muy rápido, dos o tres observaciones interesantes que uno no esperaba encontrar allí y de las que podría sacar provecho.
Cuando los libros son simpáticos merecen –con la mano en alto y sobre toda otra criatura– el título de mejores amigos del hombre. ¿Están los libros influenciados en su comportamiento por su contenido? No. No hay libro sobre el suicidio que se haya suicidado, ni libro sobre los pájaros que haya alzado vuelo, ni libro sobre la obesidad que se vuelva obeso (y si lo es, es de nacimiento), ni libro sobre la delincuencia al que haya que educar, vigilar y castigar, ni libro sobre el revisionismo que, emocionado, se haya empleado en revisar las tesis revisionistas. Los libros rehúsan todo compromiso. Se declaran inocentes de lo que han sabido hacer decir. Nunca están en una actitud que sería la consecuencia de lo que son intelectualmente. Son neutros y sin reacción. Sólo las palabras, las frases, tal como lo he explicado más arriba, pueden no apreciar la manera en que han sido condimentadas. Las más valientes o las más molestas abandonan el libro para, con otras exiliadas, crear otro libro. Pero no son más que reacciones individuales de sustantivos, de adjetivos, de verbos, etc., que no modifican la aparencia ni el tenor de la obra de la que han desertado y que sigue siendo, en el fondo, inmutable.
¿Que si los libros pueden moverse solos? Sí. La prueba es que algunos cambian por sí mismos de lugar sobre la estantería, que no se les reencuentra donde se les había puesto y que su movimiento perturba el orden alfabético. A menudo son las querellas de vecindad las que explican esos desplazamientos incongruentes. Si los libros no se tienen por responsables del lugar en el que están, algunos, no obstante, no admiten estar pegados a volúmenes notoriamente mediocres o a obras cuyos autores les parecen indignos de una cohabitación con nombre impreso sobre la carátula. Apretados los unos contra los otros, ¿cómo no van a tener reacciones epidérmicas? Ellos pueden, también, ser juguetes de pulsiones lamentables debidas a las desigualdades sociales o a las jerarquías intelectuales.
Por ejemplo, habiendo ordenado lomo contra lomo libros de Marguerite Duras y de Jean Dutourd, he constatado numerosas veces sobre la fila un desbarajuste alfabético, habiéndose escapado los volúmenes y deslizado en medio de libros de Duby, de Duhamel, de Dumézil, de Dumas, etc. Y fue Troya cuando, después de haberse probablemente peleado, dos obras beligerantes cayeron de la biblioteca. He rehecho el orden intercalando La representación, de Dûrrenmatt y el Cuarteto de Alejandría, de Durrell, entre los Duras y los Dutourd. Mi consejo: si usted no tiene ni a Dûrrenmatt ni a Durrell para separar a Duras y a Dutourd, no dude en llamar al buen Alejandro Dumas, simpático a todo el mundo. Sí, seguro, el alfabeto no pone a Dumas aquí, pero si queremos la paz en la literatura, es necesario saber acomodarse con las letras.
Es patente que libros que no han sido ni prestados ni robados desaparecen de las bibliotecas y abandonan por sus propios medios el apartamento o la casa en los que habitan. Esas fugas, bastante raras, que prueban, si todavía es necesario, la autonomía de movimiento de los libros son debidas bien sea a violentas querellas de vecindad –no puedo más, me largo–, bien sea a humillaciones insoportables. Un libro puede sentirse humillado si nadie lo abre nunca, si ha sido relegado sobre un anaquel inaccesible donde la mirada de su propietario-lector no lo ha desflorado desde varios años atrás, si el polvo se acumula sobre él...
El Proceso verbal, de J. M. G. Le Clézio, ejemplar dedicado, ha desaparecido de mi casa. Ha huido. Sin una palabra de explicación. A menudo consentido, bien acomodado en mi biblioteca, estaba colocado entre una novela de Guy Le Clec'h y los poemas de Leconte de Lisle, vecinos agradables, sin historia. ¿Entonces? Primera novela de Le Clézio, premio Renaudot en 1963, El Proceso verbal no ha soportado, en mi opinión, ser suplantado en mi afecto por Desierto, su hermano diecisiete años más joven, del que he proclamado las bellezas y dicho que era el mejor libro del escritor de Niza, y que he colocado en sus cercanías, en los cuarenta centímetros de libros de Le Clézio. Celoso, decepcionado, El Proceso verbal me ha dejado, ha partido...
Los libros son implacables invasores. Con cara de nada, con una paciencia infinita y siempre más numerosos, se vuelven dueños de los lugares. Pronto consiguen desbordar las bibliotecas en las que se les ha otorgado residencia. Como las multitudes de caracoles en las novelas de Patricia Highsmith, escalan los muros, suben hasta los techos, se instalan sobre las chimeneas, las mesas, los canapés, se fijan en las intersecciones, penetran en los armarios, las cómodas y los cofres y, cuando moran en tierra, proliferan sobre la alfombra o sobre la madera en pilas inestables y arrogantes. Ninguna habitación está prohibida a los libros. Ninguna les repugna. Los que no han podido acceder al salón, la oficina o la habitación se contentan con los baños, con el estudio, con los corredores o incluso con el san alejo por el cual transitan las papas, los tarros de mermelada, el vino etiquetado, la aspiradora y las pelotas de lana para tejer. Cohabitan con las arañas. No tienen alergia al polvo. Agrupados, apretados los unos contra los otros, tienen la estabilidad y la perseverancia de menhires. En otros tiempos, los ratones los roían pero, ante la proliferación de carátulas duras, casi todos han renunciado. Los ratones son la prueba de que una demasiado grande acumulación de impreso puede desmotivar. Con el paso del tiempo, los libros se han convertido en feroces colonizadores. Roban espacio sin cesar y su voracidad se revela tanto más eficaz cuanto que es silenciosa y que sus movimientos lentos y usurpadores se hacen bajo la cobertura tranquilizante de la cultura y con la bendición de los profesores. La verdadera ambición de los libros es la de expulsar a los hombres de las bibliotecas y de sus casas y ocupar todo el territorio para su grandioso y solitario goce.
Hace más de quince años, los libros han decidido –¿por qué yo?, ¿tengo una cabeza de colonizado?, ¿una reputación de ciudadano dócil?– hacerse dueños de mi apartamento y de mi casa de campo. Entonces, bajo el pretexto de una emisión de televisión semanal y de una revista mensual, han comenzado a invadirme. Después, no hay día (fuera de los domingos y los feriados) que no se introduzcan en mi domicilio, individualmente o agrupados, llevados por el cartero o por mensajeros, ofrecidos, a mi disposición, serviles.
Pero yo conocía sus triquiñuelas. Y me defendí. Para no quedar sumergido, me impuse la disciplina de eliminar unos cada día, sobre todo los domingos y días feriados, cuando los invasores hacen la tregua. Es cobarde, lo reconozco, pero ante un peligro tan grande el respeto del código del honor habría sido suicida. Cerca de la puerta de salida hacía pilas, que partían a casas de parientes, amigos, bibliotecas, etc., donde continuarían su invasión silenciosa e hipócrita.
Imposible, aquí, contar todas las argucias de los libros para imponer su presencia. Se aprovechan tanto del corazón (querrás releerme más tarde) como de la razón (necesitarás consultarme). De ocio o de referencia, de placer o de trabajo, de diversión o de exégesis, ellos tienen siempre un buen motivo para querer quedarse. ¡Desgracia al lector demasiado sentimental! ¡Desgracia a aquel que duda de su memoria! ¡Desgracia a los conservadores! ¡Desgracia a los distraídos! Ellos terminan por sucumbir... ¡Cuántas veces me he dejado llevar por el descorazonamiento, aplastado por su número, y sobre todo por los aires de necesidad que se dan! La idea de separarnos nos llega del que nos insufla mala conciencia. Nos sentimos acusados del crimen premeditado contra el espíritu –o, si se trata de la obra de una persona que conoces, del crimen contra la amistad; o, si es un volumen inútil pero magníficamente impreso e ilustrado, del crimen contra la belleza; o, si es una novela de principiante de talento incierto, del crimen contra la esperanza; o, si son las principales obras de un académico fallecido, en la posteridad aleatoria, del pecado contra la caridad...–. Una de las estratagemas más empleadas por los libros para ocupar el terreno consiste en presentarse varias veces, bajo carátulas diferentes o con variantes. Primera edición normal, la misma pero con dedicatoria, edición en formato de bolsillo, reedición con un prefacio inédito, edición ilustrada, reedición no autorizada bajo un nuevo título y sin mención del antiguo copyright, etc. La imaginación de los libros para introducirse en mi casa era ilimitada; su audacia, monstruosa. Era necesario pues estar siempre en guardia. Vigilancia permanente. La caza a los inútiles exige mucho tiempo libre y atención. Algunos conseguían, no obstante, franquear mis líneas de defensa, e iban a engrosar el campo diccionarios superfluos, el tropel de las enciclopedias nunca abiertas, la reserva de las obras prácticas mal acomodadas, el pueblo de las memorias olvidadas, el seminario de panfletos áfonos, el cementerio de las antologías repetitivas, etc. El tiempo apremiaba. ¡Era necesario leer bien! ¡Era necesario vivir bien! Entonces, con la sorda paciencia de deslizamientos géologicos, los libros avanzaban, se instalaban, se acumulaban, ganaban nuevos territorios e imponían incluso el sentimiento de que los espacios arrebatados les estaban destinados por toda la eternidad.
Sorprenderá que para contar la saga de los más inteligentes invasores emplee el pasado. ¡Como si ya no recibiera más libros! Estoy persuadido de que con la desaparición de Apostrophes van a aflojar un tanto la presión que ejercían sobre mí, están probablemente un poco descorazonados por no haber podido, después de quince años de esfuerzos, expulsarme de uno al menos de mis dos domicilios, van a perder el espíritu de conquista que los arrojaba sobre el timbre de mi puerta, van a conciliar sus fuerzas para otras metas... Pero ¿tal vez me equivoco si espero una relajación de su abrazo? Es preciso que desconfíe de un aparente reflujo de libros, que podría ser su último ardid.
Las siguientes son algunas preguntas que usted se hará seguramente a propósito de los libros y a las cuales mi vida íntima con ellos me permite dar respuestas.
¿Los libros se reproducen entre ellos? Sí, desde luego. Si no, ¿cómo explicar la presencia, sobre todo en las pilas abandonadas o en los estantes en los que la oscuridad favorece a los audaces, de obras desconocidas? ¿Quién no se ha tropezado en su casa con un libro cuyo nombre y título no evocan ningún recuerdo? Es necesario entonces explicar la reproducción. ¿Cómo, cuándo, bajo qué formas, por cuáles estratagemas? De un natural tímido, los libros son, con excepción de las obras libertinas ilustradas, de un gran pudor. Confieso no haber podido sorprenderlos nunca en sus actividades genéticas. Tal como hay que recibir con reserva mis hipótesis, incluso si las creo seriamente fundadas. A mi entender, las palabras, las frases, los párrafos e incluso capítulos enteros se hastían de pertenecer a un libro que no les agrada o en el cual se sienten superfluos o groseramente utilizados. Deciden entonces escoger la libertad y salir del volumen. Ninguna frase ha querido abandonar nunca Madame Bovary o el Viaje al fondo de la noche, es evidente. Cada palabra allí se siente bien e indispensable. Aunque las condiciones de supervivencia sean espantosas, ninguna palabra tampoco querrá escaparse del Archipiélago Gulag. Pero hay tantos libros en los que las palabras se aburren a morir. Las más valientes deciden, aisladas o en grupo, evadirse. Y cuando, alcanzadas por las descontentas de otras obras, son lo bastante numerosas como para componer un nuevo libro en el que su existencia será mejor, su emplazamiento más agradable, su sentido más afirmado, no dudan en hacerlo, siguiendo los procesos que surgen de la autocreación y de los cuales no conozco el desarrollo. Hasta el presente, los resultados, ¡ay!, no me han parecido muy convincentes. De lo que precede se concluirá que mientras más libros mediocres o inútiles hay en una biblioteca o en una librería, más elevados son los riesgos de reproducción. Las obras maestras, de las cuales las palabras rehúsan escapar, por el contrario no conocen posteridad. De ahí ese principio que conocíamos pero que no había sido demostrado nunca: la cantidad de libros es inversamente proporcional a su calidad.
¿Que si los libros tienen, como usted y yo, humores? ¡Evidentemente! ¡Es claro, por Dios, cuando una biblioteca se burla de nosotros! Arrugados, ebrios, los libros tienen el aire obstinado. Se dirían encuadernados todos en un ataque de dolor. Exhiben la arrogancia de los que saben todos los secretos del mundo y, bien apretados los unos contra los otros, desprecian la mano que se tiende hacia ellos y que va a incomodarlos. Además, los días de farra voltean la espalda, se esconden, se esquivan, no están donde la mano los creía. Ella busca, desplaza, se enerva y no encuentra. O, si encuentra, el libro se le escapa y cae. La mano se acusa entonces de ser torpe y cree que el caído lo ha hecho adrede. Y, si lo abre, va a embrollar tan bien sus capítulos y sus páginas, a acentuar la neblina de sus caracteres e incluso del papel, que no tiene ninguna posibilidad de poner el dedo sobre la cita que esperaba encontrar allí, que había además subrayado, está seguro, y que no obstante no encuentra, ¿pero por qué, Dios mío? ¡Cuánto tiempo perdido con los libros cuando están de mal humor! Por el contrario, si están en excelente disposición –eso se advierte de inmediato en su alineamiento agradable, en la suave luz que captan y que exhibe seductores los títulos, los nombres de los autores y de los editores impresos sobre sus lomos expuestos a todas las curiosidades, a su aire de alegre disponibilidad–, si están de buenas pulgas, los libros facilitan las búsquedas. Hemos incluso conocido algunos que tenían la gentileza de abrirse por sí mismos en la página en la que estaba subrayada la cita esperada, y otros, en verdad amables, que libran espontáneamente, muy rápido, dos o tres observaciones interesantes que uno no esperaba encontrar allí y de las que podría sacar provecho.
Cuando los libros son simpáticos merecen –con la mano en alto y sobre toda otra criatura– el título de mejores amigos del hombre. ¿Están los libros influenciados en su comportamiento por su contenido? No. No hay libro sobre el suicidio que se haya suicidado, ni libro sobre los pájaros que haya alzado vuelo, ni libro sobre la obesidad que se vuelva obeso (y si lo es, es de nacimiento), ni libro sobre la delincuencia al que haya que educar, vigilar y castigar, ni libro sobre el revisionismo que, emocionado, se haya empleado en revisar las tesis revisionistas. Los libros rehúsan todo compromiso. Se declaran inocentes de lo que han sabido hacer decir. Nunca están en una actitud que sería la consecuencia de lo que son intelectualmente. Son neutros y sin reacción. Sólo las palabras, las frases, tal como lo he explicado más arriba, pueden no apreciar la manera en que han sido condimentadas. Las más valientes o las más molestas abandonan el libro para, con otras exiliadas, crear otro libro. Pero no son más que reacciones individuales de sustantivos, de adjetivos, de verbos, etc., que no modifican la aparencia ni el tenor de la obra de la que han desertado y que sigue siendo, en el fondo, inmutable.
¿Que si los libros pueden moverse solos? Sí. La prueba es que algunos cambian por sí mismos de lugar sobre la estantería, que no se les reencuentra donde se les había puesto y que su movimiento perturba el orden alfabético. A menudo son las querellas de vecindad las que explican esos desplazamientos incongruentes. Si los libros no se tienen por responsables del lugar en el que están, algunos, no obstante, no admiten estar pegados a volúmenes notoriamente mediocres o a obras cuyos autores les parecen indignos de una cohabitación con nombre impreso sobre la carátula. Apretados los unos contra los otros, ¿cómo no van a tener reacciones epidérmicas? Ellos pueden, también, ser juguetes de pulsiones lamentables debidas a las desigualdades sociales o a las jerarquías intelectuales.
Por ejemplo, habiendo ordenado lomo contra lomo libros de Marguerite Duras y de Jean Dutourd, he constatado numerosas veces sobre la fila un desbarajuste alfabético, habiéndose escapado los volúmenes y deslizado en medio de libros de Duby, de Duhamel, de Dumézil, de Dumas, etc. Y fue Troya cuando, después de haberse probablemente peleado, dos obras beligerantes cayeron de la biblioteca. He rehecho el orden intercalando La representación, de Dûrrenmatt y el Cuarteto de Alejandría, de Durrell, entre los Duras y los Dutourd. Mi consejo: si usted no tiene ni a Dûrrenmatt ni a Durrell para separar a Duras y a Dutourd, no dude en llamar al buen Alejandro Dumas, simpático a todo el mundo. Sí, seguro, el alfabeto no pone a Dumas aquí, pero si queremos la paz en la literatura, es necesario saber acomodarse con las letras.
Es patente que libros que no han sido ni prestados ni robados desaparecen de las bibliotecas y abandonan por sus propios medios el apartamento o la casa en los que habitan. Esas fugas, bastante raras, que prueban, si todavía es necesario, la autonomía de movimiento de los libros son debidas bien sea a violentas querellas de vecindad –no puedo más, me largo–, bien sea a humillaciones insoportables. Un libro puede sentirse humillado si nadie lo abre nunca, si ha sido relegado sobre un anaquel inaccesible donde la mirada de su propietario-lector no lo ha desflorado desde varios años atrás, si el polvo se acumula sobre él...
El Proceso verbal, de J. M. G. Le Clézio, ejemplar dedicado, ha desaparecido de mi casa. Ha huido. Sin una palabra de explicación. A menudo consentido, bien acomodado en mi biblioteca, estaba colocado entre una novela de Guy Le Clec'h y los poemas de Leconte de Lisle, vecinos agradables, sin historia. ¿Entonces? Primera novela de Le Clézio, premio Renaudot en 1963, El Proceso verbal no ha soportado, en mi opinión, ser suplantado en mi afecto por Desierto, su hermano diecisiete años más joven, del que he proclamado las bellezas y dicho que era el mejor libro del escritor de Niza, y que he colocado en sus cercanías, en los cuarenta centímetros de libros de Le Clézio. Celoso, decepcionado, El Proceso verbal me ha dejado, ha partido...
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