20.4.11

Memorias del biblotecario

El autor, premio Clarín de Novela por Más liviano que el aire, revisita su pasado detrás del mostrador, asistiendo a estudiantes y noctámbulos en la madrugada

JEANMAIRE. Toda la noche en la biblioteca.foto.fuente:Revista Ñ

Hace un montón de tiempo que no escucho la expresión rata de biblioteca. Y no está mal. La expresión aludía, inequívocamente, a aquella persona que pasaba más horas con los libros que en los bares o frente al televisor o en los alrededores de una pelota de fútbol. Dividía, de modo muy esquemático, a los lectores de aquellos que no leían. Los contraponía. Los presentaba, casi, como enemigos irreconciliables. La expresión sonaba, encima, bastante peyorativa. Por eso, insisto, no está nada mal que ya no se la escuche con tanta frecuencia. Algún optimista pensará que, si dicha expresión no se utiliza más, quizá se deba a que ahora ya no se mira, de reojo, a aquellos que leen. Los más pesimistas, en cambio, afirmarán que si tal expresión ha desaparecido, eso se debe, en primerísimo lugar, a que ya no quedan lectores o, lo que es lo mismo, ya no queda nadie a quién lanzarle semejante insulto en la cara.

Ni tanto, ni tan poco.

Por supuesto, si me he fijado con algún entusiasmo en el uso o desuso de la expresión, eso se debe a que la vida me ha llevado a convertirme, por una cosa o por otra, en una antipática rata de biblioteca.

Todo empezó en Baradero y a los 12 años, más o menos. Un día cualquiera, a esa edad, se me ocurrió hacer un escrutinio exhaustivo de la biblioteca de mi padre. A pesar de los muchísimos libros que la componían, sólo encontré dos que me interesaban. Sólo dos. Uno de Kant y uno de Platón. Muy poco. Nada. Y eso definió, al menos, un par de cuestiones del resto de mi vida: por un lado, dejar para siempre de mirar a mi padre como a un superhéroe y, por el otro lado, comenzar, también en este caso para siempre, mis asiduas visitas a las bibliotecas públicas.

Cosas que pasan: al final, terminé siendo, yo mismo, un oscuro bibliotecario.

Recuerdo que cuando me vine a vivir a Buenos Aires, hace de esto una eternidad, para la época en que todavía se usaba la expresión rata de biblioteca, la gente también repetía que la calle Corrientes nunca dormía. Y era verdad. Repleta de bares y de restoranes siempre abiertos, uno podía comprarse un libro incluso a la madrugada. Era otro país, un país que se relacionaba de modo muy diferente al actual con los libros. De un modo más significativo o más palpable, quiero decir, siempre se andaba con un libro debajo del brazo o se hablaba con los amigos del último que se había leído. Sin embargo, muy a pesar del drama político que se nos cayó encima inmediatamente a continuación y, muy a pesar del escaso lugar que los libros comenzaron a ocupar en la posterior vida democrática argentina, Buenos Aires continúa siendo, todavía hoy, un paraíso repleto de librerías.

Y de bibliotecas.

Sin ir más lejos, yo trabajo en una de ellas desde hace, exactamente, veinticuatro años. En la Biblioteca del Congreso. Y de esos veinticuatro, más de quince los he trabajado en el horario de trasnoche. Un extrañísimo horario que va desde las cero horas hasta las siete de la mañana. Por eso, y no por otra cosa, lo juro, unos renglones atrás me definí a mí mismo como un oscuro bibliotecario.

Tan extraño horario, es cierto, podría ser un resabio de aquella época dorada en que la calle Corrientes no dormía. Pero no. La idea se le ocurrió al diputado Lorenzo Pepe en el año noventa. Y, por supuesto, apenas me enteré, de inmediato pedí el pase a ese horario. Me encantaba la noche y era una gran oportunidad para mí: siempre hay material y queda algún tiempo libre, en cualquier biblioteca, para leer a gusto.

Los años noventa, tan desgraciados en muchos otros sentidos, constituyeron una verdadera gloria para el turno trasnoche de la biblioteca. Aunque el promedio de lectores era de doscientos, había noches en las que llegábamos a los trescientos. O incluso los superábamos. Estudiantes universitarios, a algunos de los cuales acompañamos a lo largo de toda la carrera hasta que por fin se recibieron; grupos de estudio a los que les era más cómodo reunirse allí que en sus departamentos; investigadores de las más diversas cuestiones, casi siempre llegados del interior del país, y un elenco estable de al menos treinta o cuarenta chicas y chicos coreanos. Ese era nuestro público. Además, claro, de un puñado de personas que, no nos olvidemos de que estábamos en los años noventa, empezaron a venir a pasar la noche con nosotros ante la falta de un lugar propio o más abrigado donde pasarla. Encima, a eso de las cuatro de la madrugada, los lectores se iban acercando, en fila india, y se les entregaba una taza de mate cocido con un pan o con un pedazo de budín. Era la gloria. Daba la sensación de estar viviendo en un país maravilloso, repleto de gente que quería estudiar, conocerse entre sí y pasárselo bien cerca de los libros, de las revistas y de los diarios. Recuerdo que los chicos coreanos nos comentaban que en su país también había bibliotecas que permanecían abiertas durante toda la noche. No sé si eso era verdad o no. Lo cierto es que a ellos les servía y mucho el horario. Vivían en departamentos atestados de gente y no podían estudiar sin molestar a quienes necesitaban dormir. Además, claro, de que la biblioteca se convirtió para ellos en una suerte de simpático lugar de encuentro social. Más de un amor entre coreanos comenzó en esas largas noches.

Evidentemente, las cosas cambiaron en estos últimos años.

Por un lado, la irrupción estelar de Internet en la vida de todos ha posibilitado que mucho material que antes sólo se podía encontrar en las bibliotecas públicas, hoy quede al alcance de cualquier mano o de cualquier pantalla. Un ejemplo muy fácil que lo demuestra es el tema de la jurisprudencia: antes los estudiantes de abogacía, o los abogados mismos, necesitaban acercarse para leer los fallos que les interesaban; ahora, en cambio, lo resuelven con sólo entrar al sitio web del Poder Judicial. Por el otro lado, hace algunos años la biblioteca propiamente dicha se mudó a la ex Caja de Ahorros, sobre la plaza del Congreso. En el viejo edificio de Alsina sólo quedaron las revistas y los diarios, la hemeroteca. Y encima, hace un par de años, cuando se empezó a construir el nuevo edificio sobre la calle Alsina, también hubo que llevar las revistas a la ex Caja de Ahorros. De noche, entonces, ahora sólo permanece abierta al público la Hemeroteca Diarios. Y los lectores, por supuesto, ya no son tantos.

Una fría noche del invierno pasado, unas semanas antes de la participación de Argentina como país invitado de honor en la Feria del Libro de Frankfurt, aparecieron por allí un periodista y un fotógrafo alemanes. Estaban preparando una nota de color sobre la relación entre los libros y los argentinos, se habían enterado por casualidad del horario anómalo de nuestra biblioteca y querían experimentar la anomalía con sus propios ojos.

Eran las dos o las tres de la madrugada, en el salón de lectura habría unas veinticinco o treinta personas. Se quedaron un rato larguísimo. El tiempo necesario para conversar con nosotros y con algunos de los lectores, para recorrer las instalaciones y el depósito, para sacar varias fotografías y para probar con evidente desagrado algún mate que les preparé. Estaban encantados. Felices. No lo podían creer. Y se lamentaban profundamente de que en Alemania no existiera algo similar.

Me quedé pensando, apenas se retiraron los amigos alemanes, si sus lamentos habrían sido sinceros o meramente retóricos. En principio, uno supone que en un país tan desarrollado como Alemania la gente puede comprar cualquier libro o diario o revista que le interese, que además esa gente suele tener un sitio lo suficientemente abrigado donde leer con comodidad lo que antes compró y que, si no hay bibliotecas abiertas durante toda la noche, eso se debe, casi con seguridad, a que han llegado a la conclusión de que no las necesitan. Sin embargo, se me ocurre que hubo algo de sincero en el lamento final de nuestros visitantes. Una biblioteca siempre abierta, hoy por hoy, no deja de ser un hecho simbólico. Un amable llamado de atención porteño lanzado en silencio hacia la humanidad. Porque, desde luego, los libros, las revistas y los diarios están íntimamente ligados al nacimiento y al devenir de la democracia. Y la democracia, hasta donde sabemos tanto los alemanes como los argentinos, puede desaparecer con demasiada facilidad de la noche a la mañana. Por eso, quizá, la sinceridad de nuestros visitantes: una biblioteca siempre abierta, independientemente de la masividad de su público, es en realidad un refugio, una alegría tranquila, un lugar donde las ratas no pueden hacer ningún daño, sólo pueden leer.


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