Un cuento para el Día del Idioma y la conmemoración del autor del Quijote, el 23 de abril
Miguel de Cervantes Saavedra, autor de El Quijote y padre de la novela moderna
Don Miguel vive ahora en Sevilla, y lleva muchos días tratando de escribir la historia del hombre al que se le secó el cerebro, y que ya se llama Don Quijote de la Mancha que al publicarse después se convertiría en la máxima expresión de nuestra lengua. Metido entre sus libros, como nunca antes vive el fervor de las palabras que le brindan sus personajes, diciendo que engrandecen la vida y el mundo, y hablan de Dios y sus maravillas. Esta vez a mediodía al fin pudo redactar el gran comienzo de su famosa novela que dice: En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiere acordarme... Y así se dijo que no olvidaría nunca ese día y esa hora de nuestro Señor para que la humanidad entera se acordara de ella. Ahora siente el idioma que ama y con el que trabaja aprendiendo a nombrar cuanto lo rodea, y sabe que es la misma grandeza de España que crece en este instante con tantos hombres que van por mares y cordilleras al oriente y occidente, a la conquista de muchas naciones.
Después de una larga jornada de trabajo, camina en silencio por una calle, y delira con el fantasma de su personaje que parece llevarlo de la mano. En algún momento, mirando hacia el suelo, encuentra al lado del andén una hoja arrugada, manchada y sucia porque las letras de la pluma de ganso, semejan ya raíces oscuras y fatídicas igual que cosa de diablo. Entonces, tembloroso se inclina para recogerla y la abre. Primero la lleva unos cuantos pasos apretada en su puño como sin saber qué hacer, y luego la guarda en el bolsillo. Pero una furtiva lágrima salta por sus párpados. Por su contenido, es una carta para alguien pidiendo un favor, y arrojada por la persona que ha preferido no entregarla y olvidar dicha solicitud. Al genio español le duele muchísimo el estado espantoso en el que están allí las bellas palabras, en su más dolorosa condición de frágiles y vanas en medio del papel.
▬¡El gran idioma no merece este destino!▬ dice con tono golpeante que resuena pero que nadie oye▬ Él debe ir en cubierta segura, en labios nobles que hablen de la bondad del corazón, y en medio de manos limpias para ser la voz de lo que la gente debe decir a diario aquí y acullá. Sabe que para él escribir es pensar en su propia vida y en los años adoloridos por la cárcel y la lucha con sus enemigos que nunca le perdonaron haber sido Comisario de Cereales y de Impuestos, y lo obligaban en forma constante a ir a dar nuevas aclaraciones ante el Tribunal de Cuentas de Madrid como parte de la mezquindad que lo persiguió sin tregua siempre. Precisamente para él poder concretarse en estos días al trabajo de su novela, ha logrado que un amigo lo remplace en una nueva citación.
▬¿Don Miguel, por qué llora?▬le pregunta alguien.
▬¡No es nada!▬Entonces se limpia las lágrimas, y asevera para sí, que tristemente, el gran idioma representa también la presencia de la infamia porque las palabras van por escaleras invisibles de diferentes almas, hacia abajo y hacia arriba, entre la mirada de gloria y la altivez de los príncipes y nobles, y la maldición y el sarro de los bandidos y los mendigos. ▬¡Don Miguel, los poetas lloran con facilidad!▬insiste otro transeúnte.
▬¡Ya dije que no es nada! Todos tienen la costumbre de hablar sin saber lo que dicen.
▬¡Los verdaderos poetas son los más valientes! Y no lo digo por mí sino por el gran Garcilaso de la Vega que debemos honrar por haber sido un gran guerrero, y eso lo llevó a ser el primer lírico de nuestra nuestra lengua. Pero yo estoy manco, encorvado y enfermo a causa de las heridas de las batallas en las que aprendí a sentir y cantar el mundo y la vida.
Alonso Aristizábal había publicado entre 1973 y 1976 dos libros de cuentos: Sueño para empezar a vivir y Un pueblo de niebla. Dos libros que fueron en realidad uno, como lo explicó alguna vez el autor. Y de aquellos cuentos, que giraban alrededor del tema de la violencia en Colombia, a éstos de su último libro, Escritos en los muros, Aristizábal ha desplazado su centro de gravedad de manera notoria.
En sus primeros cuentos, lo esencial eran las tensiones (no la intensidad) producidas por los jefes regionales en los pueblos y zonas rurales que más sufrieron la violencia. Entonces, manejaba el ser íntimo de personajes rudos o desgarrados (victimarios y víctimas), y una neblina con talante de pesadilla envolvía a todos sus integrantes. En 1976 escribí sobre ellos así: "Ni el viaje, ni el bosque, ni el duelo, ni el círculo, ni el génesis, jamás han sido estructuras espontáneas: obedecen a razones sociales anteriores al texto, al lenguaje. En este caso, la pesadilla no sólo es el marco de referencia social, sino, también, la clase de comunicación que determinó ese referente social. El autor ha sido inteligente para entender eso que a muchos había escapado al tratar esa neblinoso etapa de nuestra historia. Lo primero fue la pesadilla, diría yo, al hablar de la violencia. Así como nos la comunica Aristizábal en sus relatos, medida desde adentro y con la puerta trancada; presintiendo las tortuosas agonías, explorando las temibles presencias, sufriendo el desvanecimiento de la vida, y figurándose a la muerte como un tiempo que no pasa".
De aquella violencia, emitida a partir de lentos y dispersos monólogos, empañados, muchas veces, por la exagerada neblina, ahora nos transporta, en Escritos en los muros, a nuevos escenarios y atmósferas y, también, a tratamientos diferentes. Bastaría comparar la introducción de dos de sus mejores cuentos, en cada libro. Del primero, La otra cruz de la esquina: "Un golpe y vino la oscuridad como un derrumbe de niebla y apenas sé que estoy aquí ante usté perseguido por sombras que saltan y ruedan con el peso de los muertos de este pueblo". Del último, su primer cuento, La ilusión del Dumbar Circus: "El muchacho estaba sentado en el parque una tarde con los amigos cuando entró la voz por la esquina que siempre traía las noticias como marcas de viento".
De los interiores de los personajes, de la neblina del alma y de los pueblos (psíquica y física), de los largos monólogos, del terror esparcido por la violencia, pasamos a los personajes vistos a la luz del sol, colocados en su totalidad bajo el prisma de la tercera persona, con diálogos explícitos, sin exceptuar las notas de humor -así sea trágico. De pronto, un muchacho quiere conocer el Dumbar Circus, y antes de entrar a él, lo sueña, y años después leerá que él ha sido la única persona salvada de su naufragio en las islas Azores; o un día es conquistado y sonsacado por la muchacha del servicio (dándonos el reverso del San Antonio de Carrasquilla); o desaparece del colegio para perderse en la leyenda de la subversión de su país; o ya convertido en un trabajador, no encuentra en una noche de cantina la mujer de sus anhelos; de pronto, son las muchachas, como Elsita Aguirre, que en los pueblos desolados miran con alegría la llegada del agente viajero, o tejen encajes como sueños hasta cuando la vida misma ajusta cuentas insondables, como en Ella también tejía sueños.
Las tragedias sentimentales de los jóvenes, en los pueblos, tienen su pátina particular, que Aristizábal recupera con gran afecto. Lo mismo que esas pequeñas contiendas familiares, tantas veces ausentes de nuestra literatura. La violencia, pues, ha cedido el paso al muro de los conflictos juveniles, familiares, al buceo de los desencuentros de la vida de viejos que se ahogaban en sus propias redes.
Pero la nota más original de los cuentos de Aristizábal es esta: en medio de ellos navega el hilo secreto de las supersticiones. Algunos lo presentan de manera explícita, como La flor de lilolá y Ella también tejía sueños. No se trata de la superstición en un sentido burdo. Es que la vida depende de claves que no por reales dejan de ser míticas. Y en los pueblos, como en las ciudades jóvenes, esas claves camuflan las aspiraciones retardadas de sus gentes. No nos ponemos un vestido o prestamos un velo, para que los días no nos atropellen más allá de lo presentido. Y así se consigue burlar al destino, no importa que la venganza sea la monotonía.
Si un muchacho no consigue enrolarse en el circo, si las mujeres logran casarse (Aristizábal juega con la superstición al revés, y sorprende al lector; así como el destino se burlaba de los personajes, porque el agente viajero o el marinero jamás regresaban, o porque el agüero se cumplía y ella no lograba casarse, en estos casos, la sorpresa llega porque este destino no se cumple), si el sinsonte o el canario se fugan, si el amor no resulta (Olas de Nueva York, Recordándote en la noche, Cómo se muere en un espejo), es porque algo extraño a las fuerzas de la razón se ha escapado. Un aire de superstición recorre los cuentos de distinta manera, y en el caso de los tres últimos citados, el autor capta en sus historias un sino conradiano de gran interés. En ellos aparecen seres incalculables, contabilistas de azares y penas, de cuyas manos, a plena vista, se escapan los propósitos amados y un abatimiento se pasea sin lástima por ellos.
Escritos en los muros, de Alonso Aristizábal, por último, va tras un objetivo de superación frente a su libro anterior: quiere contar cada una de sus historias con la claridad de una película en verano. Y con menos monólogos y especulaciones, sin los enmarañados recuerdos, con mayor economía en las secuencias, sin el ritmo de novela de antes, con la intensidad de nuevos ángulos narrativos, lo ha logrado.
ISAÍAS PEÑA GUTIÉRREZ
Si es cierto que cada país tiene su trauma nacional, y que éste se refleja en las distintas formas que adopta la creación, el trauma colombiano sería la violencia, esa etapa histórica que, con matices, se prolonga desde la guerra de los Mil Días y se exacerba de 1930 a 1958.
La prensa de la época informa sobrecogedoramente sobre los hechos. Al mirar el material gráfico, una se siente conturbada al corroborar —pasado el tiempo, los extremos, la salvaje patología de la crueldad— cómo el odio ideológico, el más peligroso de todos, saca del ello sus formas más aberrantes, abominables, excrecencias de la condición humana que nos horrorizan al hacernos decir:
Esto somos. A esto hemos llegado. En la novela de Alonso Aristizábal, Una y muchas guerras, asistimos, con el mismo estremecimiento que suscita la visión de las fotos de esos años, al recorrido histórico de la violencia. Vista desde las contingencias de una familia de Pensilvania (Caldas) y con hálito de autobiografía, la novela va más allá de cualquier pretensión del tópico peyorativo de ser un exhaustivo recuento de muertos. El desafío narrativo fue hondo, por cuanto, ¿cómo esconder que los muertos fueron muchos, ¿cómo ocultar el odio y la abyección propiciada por el afán de poder, en definitiva, cómo escribir sobre el tema sin la presencia triunfal de Tánato?
Aristizábal, en el momento de emprender la redacción de la novela, sabía que se la jugaba toda en ella. Que las trampas estaban ahí, precisamente, en el consabido recuento de muertos.
Pero como a un escritor con talento y oficio no hay tema que lo arredre, en la minuciosa elaboración de la novela supo vislumbrar que era desde dentro, desde la entraña misma de la tierra, de donde debía partir.
En Una y muchas guerras, narrada en tercera persona, nos cuenta la vida de los Aristizábal, y rozando los márgenes de la novela histórica, conocemos los rezagos de la violencia anterior al 30 y su posterior desenvolvimiento. La autobiografía, en este caso, funciona como Leitmotiv de la memoria de un pueblo bastante dado a olvidar. En este sentido, la mención de políticos y figuras del momento, Alzate Avendaño, Barrera Uribe, Marco Mirla, Mamatoco, Gaitán, Roa Sierra, etc., funciona no como señalamiento de acciones afortunadas o infortunadas, sino como la justeza y fidelidad del lugar que ocuparon, porque el esfuerzo de Alonso Aristizábal es el de no acusar, ya que, como bien dice uno de los personajes: "Qué diferencia hay entre conservadores y liberales. Es lo mismo. Sólo que a unos los matan primero y a los otros después".
En esta novela, Aristizábal, demuestra su buen oficio. No sólo parte de hechos reales, sino que muestra seres reales de la sociedad colombiana. Por supuesto, es una novela desoladora, y al leerla, hay momentos en que se dice: es realmente triste. Esto es un logro, puesto que, a veces, es necesario golpear al lector y decirle: A esto hemos llegado. A Una y muchas guerras la atraviesa, desde su primera página, el recuerdo, la imagen, que quizás hemos querido olvidar, de hombres apuñalados, del paso de los ataudes. Con certero equilibrio, estos elementos, que pueden fácilmente convertirse en lugar común, Aristizábal los transforma en coherente narración. El trabajo de elaboración de personajes y de la atmósfera de la novela parece haber sido calculado con minucia de orfebre.
Desde los personajes de Tristán y Josefa —padres de Rubelio Aristizábal— se sostiene el mismo acento de cansancio ante tanta muerte. Igual vigilia espera a la familia de Rubelio y Sola, que conforman el arquetipo familiar de raigambre conservadora. Compartimos la zozobra de estos seres constantemente azotados por el miedo y las carencias, por la desmembración de la familia.
A raíz de una de las corresponsalías enviadas por Rubelio al periódico La Patria, en la que denuncia los atropellos de la policía barrerista en Pensilvania, las amenazas no se hacen esperar. Es el comienzo de la expiación. El clima de violencia crece en el país, los rencores partidistas irrumpen en el ámbito familiar, dos hijos de Rubelio se van, Carmen se casa sin aprobación y se marcha para Bogotá, a donde, sacados por las circunstancias, irán Rubelio y Sola. Pero Bogotá no es la tierra prometida; a los problemas económicos que siguen arrinconándolos, Rut y Héctor, aunque por razones distintas, abandonan la familia, contingencias que provocarán en Rubelio sucesivas crisis nerviosas y persecutorias que lo derrumban y lo llevan al final, a una demencia presenil. A todo esto asiste Virgilio, uno de los personajes más intensos y logrados. Es el hijo de la violencia y desde temprano su mirada se encontró con el paso de los muertos, que imprimieron a su carácter interioridad y afán de dar testimonio de lo que habían sido su vida familiar y la del país: se anuncia un escritor. La novela termina en los meses posteriores al asesinato de Gaitán y a la muerte de Rubelio y Sola.
Una y muchas guerras, pese a que rememorar una etapa sombría de la vida colombiana, deja intersticios por donde se intuye la esperanza y el futuro.
Es la primera novela de Alonso Aristizábal, autor de tres libros de relatos: Sueño para empezar a vivir, Un pueblo de niebla y Escritos en los muros, además de reseñas y ensayos de crítica literaria.
SONIA NADHEZDA TRUOUE
fuente de texto:eltiempo.com.críticas: boletín bibliográfico banrep
No hay comentarios:
Publicar un comentario