8.4.11

Novelas de laboratorio

Científicos, teorías y fórmulas marcan la consolidación de un nuevo género narrativo llamado "Lab lit"

GALILEO: "La he escrito en idioma vulgar porque quise que toda persona pueda leerla".ilustración.fuente:Revista Ñ

Hace casi 400 años, un hombre barbudo y decidido llamado Galileo abrió la canilla. Fue el 16 de junio de 1612 –ni un día antes ni un día después– cuando el florentino le escribió a su amigo Paolo Gualdo: "La he escrito en idioma vulgar porque quise que toda persona pueda leerla". El fundador de la ciencia moderna se refería a tres cartas tituladas "Historia y demostración en torno a las manchas solares", publicadas finalmente en 1613. Por primera vez en la historia, un filósofo de la naturaleza –tal como eran conocidos por entonces los científicos– abandonaba por un momento el latín y se dignaba a compartir sus conocimientos y observaciones en italiano, la lengua del carnicero, el verdulero, en fin, el idioma del vecino.

Seguramente hubo antes varios intentos olvidados o fallidos de democratizar el conocimiento científico. Pero no importa: todo gran relato precisa de un buen comienzo y el de Galileo queda perfecto. Tanto que a aquel tratado se lo considera único, el punto cero o, mejor, el Big Bang de la divulgación científica. Fue ahí, en aquellos párrafos, donde echó a andar la megamáquina de la comunicación de la ciencia –en algunos países más aceitada que en otros, por cierto– exhibiendo a su paso sus beneficios y sus peligros. Al fin y al cabo, fue precisamente el éxito divulgativo de Galileo –en 1632 había publicado en italiano Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo , ptolemaico y copernicano en el que difundía a viva voz el modelo heliocéntrico– el que hizo realmente enfurecer a los más altos estratos religiosos que dejaron caer sobre él todo el peso condenatorio de la Inquisición católica.

Con los años aquella canilla abierta por Galileo se convirtió primero en un torrente y en ríos después, cuyas aguas rebalsaron cualquier represa o muro de contención que se pusiera delante. Pese a la persistencia del oscurantismo religioso y el pensamiento mágico a lo largo del siglo XX y bien entrado el XXI (en forma de horóscopos o en la reiterada insistencia en milagros en diarios y noticieros para explicar la vida), la ciencia salpicó a todo el mundo.

Como si se tratara de una fuerza de la naturaleza imposible de contener en un cofre de cristal, el espíritu galileano de contar la ciencia (a quien quiera oírla, claro) se esparció por el amplio mundo cultural abriendo caminos insospechados a su paso. Se coló en el cine o bien con distorsiones caricaturescas (por ejemplo, la figura del científico loco o para aportarle un gramo de verosimilitud a ciertos guiones delirantes) o para empujar historias que revuelven en la esencia de la naturaleza humana ( Metropolis , Gattaca , Contacto , Una mente brillante ). Ingresó a la pantalla chica primero con documentales perdidos en la grilla televisiva, luego con cadenas especializadas (NatGeo, Discovery Channel, Animal Planet, History Channel) y hasta con series de alto rating ( The Big Bang Theory ) que convirtieron a la ciencia en entretenimiento. Plantó bandera en diarios y revistas con secciones y suplementos (aunque siempre podría haber más y mejor). Y por supuesto, encontró un nicho en ensayos y los libros de non-fiction , gracias al empuje de periodistas, escritores y científicos como Carl Sagan, Richard Dawkins, Stephen Hawking, Bill Bryson, Jorge Wagensberg, Adrián Paenza, Diego Golombek y muchos etcéteras.

Pero hubo más. La ciencia, sus dilemas y circunstancias también invadieron –como argumento, personaje o escenario– la literatura. No fue en una sino en tres oleadas. Quizás la más conocida sea la que desembarcó en las librerías bajo el cartel algo generalista de "ciencia ficción": Shelley, Verne, Wells, Huxley, Lem, Asimov, Bradbury, Lovecraft, Vonnegut, Dick, Le Guin y demás sospechosos de siempre, visionarios que se valieron del vocabulario y la profundidad temática científica para trascender la frontera de lo real y explorar la naturaleza humana desde el otro lado del espejo.

Entre el cliché y el realismo

Más cerca de la tierra que de las estrellas, después llegaron los que tomaron conceptos de la física, química y biología por allá, megasucesos extremos y catastróficos por acá, metieron todo en una licuadora y apretaron con furia el botón de "on". Lo que salió de eso fueron revueltos de gramajo científicos-literario del tipo Los niños de Brasil (1976) de Ira Levin en el que Mengele clona a Hitler y hace 94 niños-copias o Chromosome 6 (1997) de Robin Cook sobre trasplantes de órganos y donantes perfectos.

Pero sin duda el gran exponente de esta segunda camada fue Michael Crichton. En 1969 inauguró el subgénero del tecno-thriller con The Andromeda Strain . Mientras todos se crispaban con una posible guerra nuclear, este médico convertido en escritor alentaba la paranoia con una novela sobre un plan de burócratas gubernamentales y de científicos para estudiar y controlar un organismo extraterrestre que llegó por accidente al planeta a bordo de satélites y demás naves espaciales tan en boga para la época y capaz de producir una pandemia. En 1990, al creador de ER: emergencias no le importó confundir dos eras geológicas separadas por varios millones de años –jurásico con cretácico– para despertar aquella fiebre pochoclera-paleontológica conocida como "dinomanía". En 2002, en Prey , eligió los crecientes campos de la nanotecnología, la ingeniería genética y la inteligencia artificial para alterar a su público ya adicto. En 2004 alentó la paranoia "cambio-climática" con State of Fear y en 2006 hizo un combo con sus temas favoritos en Next : animales transgénicos, avaricia corporativa y dramas legales. Crichton nunca necesitó de hombrecitos verdes para hacer transpirar a su lector. Con construir escenarios completamente verosímiles y llenar sus páginas con conceptos científicos en boga que aparecían en los diarios le bastaba.

Los científicos –reales y de carne y hueso– no fueron inmunes a esta moda literaria, nunca dejaron pasar oportunidad para quejarse: que los presentaban o bien como locos megalómanos con aires de jugar a dios en sus laboratorios o bien que a los investigadores los pintaban siempre con los mismos clichés, como ocurre en Las partículas elementales (1998) de Michel Houellebecq: arrogantes, asexuados, algo autistas y con deseo de realizar experimentos que se salen de control.

Todavía se escuchan llantos y quejas en los pasillos de Ciudad Universitaria pero muchos menos desde la aparición, por fin, de la tercera oleada. Así como fueron una novedad en su momento las llamadas "chick-lit" y la "ficción histórica", un nuevo rubro se perfila: el de la "lab lit" o, lo que es lo mismo, la literatura de laboratorio.

El honor de haber elegido su pegadizo nombre –no todos los días uno se levanta y le pone nombre a un nuevo subgénero literario– lo tuvo una bióloga inglesa llamada Jennifer Rohm. "Lab lit no es ciencia ficción –define con firmeza–. En pocas palabras, entra en esta categoría cualquier historia que represente en términos realistas a los hombres y mujeres de ciencia y a su práctica. Por lo general la acción transcurre en el presente y no tiene por qué desarrollarse en un laboratorio sino en cualquier lugar donde los científicos lleven a cabo su labor".

Culto al enigma

Todos los elementos de la actividad científica están ahí desparramados para convencer a editores y atraer al público: la emoción de la investigación, los conocimientos secretos, la búsqueda del significado de la vida y del origen del universo, megatelescopios, laboratorios enigmáticos, estudios virales. Y más. Y, por si fuera poco, un representante o embajador ya convertido en estrella: Ian McEwan, uno de los escritores más científicos del momento.

El acercamiento a la ciencia del autor de Expiación y Chesil Beach fue lento pero progresivo. Su novela Amor perdurable tiene como protagonista a un científico fracasado llamado Joe Rose devenido periodista ultrarracionalista. Su "neuronovela" Sábado se centra en un día en la vida del neurocirujano Henry Perowne y en la amenaza de la incertidumbre (terrorista, en este caso). Y su reciente Solar –la obra de ficción más vendida en Inglaterra en 2009– está protagonizada por el físico y premio Nobel Michael Beard, especialista en ciencias climáticas que encuentra la manera de producir energía limpia (a través de fotosíntesis artificial), mientras lleva una vida personal desastrosa: vago, egoísta y mentiroso, Beard le roba la idea a un estudiante de postdoctorado y termina acusando a un hombre equivocado de asesinato.

Como en sus novelas anteriores, la ciencia está ahí como telón de fondo para explorar la naturaleza humana. Lejos de inventar, suponer y tergiversar, McEwan se informa y consulta. Para sus novelas, entra sin pedir permiso a quirófanos, persigue como paparazzi a neurocirujanos, almuerza con celebrities científicas como el premio Nobel Steven Weinberg y no deja que sus novelas vayan a la imprenta sin que grandes investigadores corrijan su gramática y su física.

El caballo de Troya

Como en toda demarcación arbitraria, los límites sacan chispazos. Los defensores de la "lab lit", por ejemplo, incluyen entre sus huestes a Crímenes imperceptibles de Guillermo Martínez (en donde se mezclan matemática y asesinatos), La radio de Darwin de Greg Bear (sobre retrovirus y evolución humana) y algunos –no todos– también mencionan a El arco iris de gravedad de Thomas Pynchon. Eso sí: nadie sabe muy bien si meter o no en esta categoría best-séllers como Cryptonomicon de Neal Stephenson sobre criptografía, la Trilogía de las Revoluciones del escritor irlandés John Banville ( Kepler, una novela –1981–, The Newton Letter: An Interlude –1982– y Doctor Copernicus –1984–) o La tabla periódica (considerado por la Royal Institution de Inglaterra el mejor libro de divulgación científica de la historia), una colección de historias donde el italiano Primo Levi a veces ficcionaliza y a veces cuenta en clave química sus experiencias en un campo de concentración nazi. O Nunca me abandones (2005) una especie de distopía de Kazuo Ishiguro sobre chicos clonados y criados como donantes de órganos, historia recientemente llevada al cine.

El libro que no levanta ninguna duda y poco a poco se posiciona como un ejemplo claro de lab lit es La clave de Einstein (o, en inglés, The Final Theory , en la Argentina publicada por editorial Planeta) del periodista científico Mark Alpert, hasta hace no mucho editor de la revista Scientific American. Thriller científico, está protagonizado por un historiador de la ciencia, una física teórica y un chico autista perseguidos por el FBI y por un asesino a sueldo que buscan dar con la teoría del todo, aquella teoría capaz de abarcar tanto la física cuántica como la teoría de la relatividad.

"Se me ocurrió la idea para el libro en 2004 mientras editaba un artículo sobre Albert Einstein –cuenta por mail Alpert que ya tiene lista la segunda parte de esta trilogía, The Omega Theory –. Me fascinó la extensa cruzada de Einstein por descubrir una teoría unificadora capaz de explicar todas las fuerzas de la naturaleza. Einstein estuvo obsesionado con esto desde 1920 hasta su muerte en 1955. Recién en los 70 los físicos se volvieron a interesar en el tema. Ahí me surgió la idea: ¿qué hubiera pasado si Einstein no hubiera fallado? ¿Y si esta teoría resultase más peligrosa que las teorías que condujeron al desarrollo de la bomba atómica?" La novela de Alpert tuvo tanto éxito mundialmente que ya se está hablando de una película y se baraja el nombre de Nicholas Cage como David Swift, el protagonista. Más allá de estas particularidades, las novelas de lab-lit, las sagas de ciencia ficción y hasta el libro más científicamente distorsionado de Michael Crichton provocan efectos que exceden las intenciones de autores, editores, libreros. Sirven de espacio para un diálogo continuo con siglos de antigüedad, el de la ciencia y la literatura, mundos paralelos que, si bien a veces chocan, últimamente se las ingenian para convivir bastante bien. Tienen con qué. Tanto la ciencia como las mejores obras literarias ayudan a obtener una mejor comprensión del mundo y del universo así como nos señalan sus bellezas ocultas.

Y no sólo eso: construyen colectivamente la imagen social de un protagonista clave de la sociedad (la del o la científico/a), a su manera sacan a la ciencia de los laboratorios y exploran miedos y dilemas éticos desde otro ángulo. Ningún objeto u obra cultural es independiente de su contexto y tiempo histórico, su Zeitgeist: Frankenstein (1818) se asienta en el galvanismo para ahondar en los sueños de la razón, los límites de la ciencia, el vínculo entre creador y lo creado; Un mundo feliz (1932) se centra en el fervor de la eugenesia y la biotecnología de principios del siglo XX.

Copenhagen de Michael Frayn dramatiza el conflicto entre ciencia, ética y destrucción. La matemática y la mecánica cuántica permean la obra de Borges. En El primer círculo (1968) el ruso Alexander Solzhenitsyn describe la ciencia estalinista, en Contacto (1985) Carl Sagan pone en prosa el deseo de averiguar si estamos solos en el universo y en la reciente Anthill (2010) el gran entomólogo EO Wilson retrata en clave de ficción al máximo depredador terrestre: el ser humano.

Mezcla de experimentos sin tubos de ensayo y puente entre dos esferas de la cultura y el conocimiento, la novela científica atrae por igual a especialistas y alérgicos al pensamiento crítico. Su esencia se encuentra en lo que cuenta y en lo que oculta: es el caballo de Troya del siglo XXI. Como lo revela Alpert: "Una novela es una excelente vía para aprender al menos algo de ciencia. Muchos lectores se sienten muy intimidados al leer un ensayo o un texto universitario sobre física teórica. Sin embargo, a todo el mundo le encanta una buena historia. El secreto está en no marear al lector, no bombardearlo de información. Con intriga y paciencia, se puede contar y explicar la teoría más compleja a la persona más obtusa".


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