En el año del cincuentenario de su muerte, “hace bien el Estado francés en no celebrarlo”, dice el autor
Louis Ferdinand Céline: "Es el autor de la alegría y la tristeza", dice Gustavo Ferreyra.ilustración.fuente: Revista Ñ
Por qué brilla en Céline la sordidez en todo su esplendor y su belleza? ¿Por qué más de uno quisiera que el mundo sea la abyección que nos presenta Céline aun cuando posiblemente sea en realidad más benévolo? No es fácil responderse. No podemos sino afirmar que de la obra de Céline (1894-1961) rezuma un líquido negruzco y hediondo que para algunos se vuelve un elixir vivificante. Quizás, porque si el mundo es tal y como Céline nos lo muestra estamos perdonados de antemano de todos nuestros yerros. Podemos reírnos de todo absolutamente.
Céline es una tentación un tanto peligrosa y por esto mismo nutritiva para quienes se sienten en alguna medida ajenos al mundo. Existe una terrible alegría en la vida rebajada. Nuestra vida, la vida espectral en el capitalismo, la vida de las gallinas sin cabeza. La vida del trapicheo y de la mentira y la de las mil argucias, tanto del que busca sobrevivir como del que aspira a enriquecerse. Y todo esto fregado hasta tal punto por el trapo malicioso del arte que la realidad brilla en su tierna amoralidad.
En su sordidez, el mundo de Céline tiene su brillo; un brillo que, como el del sol, surge de la masividad, de una masa que ha estallado porque la acumulación lo torna inevitable. Céline brilla porque un mismo elemento se ha acumulado lo suficiente como para traspasar cierto umbral y producir esa incandescencia. En este sentido, Céline es quijotesco, va por más y más sin que medie ningún cálculo. Quien se pusiera a calcular no traspasaría el umbral. Ningún calculador ha llegado a brillar.
Para Céline, ínfimo solcito al fin de cuentas, el mundo es el único señor verdaderamente existente y, entonces, el único que debe ser enfrentado. Es un señorío indiferente al que le cabe nuestra furia, nuestro afán de destrucción. Y Céline en verdad es el furioso. Niega para afirmarse. Saca sus uñas furibundas de gatito hirsuto y las clava en el piel del devenir. Tal vez suponga que hay órganos bajo la piel del devenir, tal vez suponga que hay que llegar a esas entrañas.
Comerse las entrañas del devenir con una obra y con una obra en la vida. Es el furioso contra un mundo irreductible y tiene la derrota garantizada.
¿Hay un pináculo en Céline? Tal vez, el esfuerzo del hacedor, del intelectual hacedor y en particular del escritor-hacedor, que en la segunda mitad del siglo XIX y en la primera del XX tuvo su pináculo. Es el escritor portador de hacha.
Tolstoi, que portaba el hacha para ir al bosque y traer los maderos para la construcción del nuevo mundo, es el hachero benefactor por el cual haríamos la peregrinación hasta sus barbas por mucho que se encuentren en la lejana Yasnaia Poliana o nos apretujaríamos en las exequias entre una muchedumbre de dos millones de personas, como con Víctor Hugo.
Céline es el hachero que elige nuestro propio poblado para obtener la materia prima imprescindible e incluso más de un lector creería que eligió su propia casa. Es el hachero-destructor. Y quizá, por destructor, llegan todos los otros atributos, incluidos aquellos que lo llevaron a la deriva de un castillo al otro, siguiendo el derrotero del gobierno de Vichy en el interior de Alemania. El destructor que no atinó a saber qué era la destrucción. El negador que no sabe decir "no". El que llega hasta las cunas y entonces… Hoy ya casi no existen los escritores-hacedores, excepto algún remedo (García Márquez afirmando que ha obtenido logros en sus cara a cara con líderes mundiales), subsisten sí los escritores-servidores de una causa, ya sea que se firmen petitorios, solicitadas o se adhieran a tales o cuales fracciones políticas. El escritor-hacedor fue una especie surgida y extinta a la rápida mutación del hábitat. En general, se la suponía una especie generosa, dadora, de hombres fuertes. Y con Céline vemos cuán brutal puede resultar esa generosidad.
Se ha afirmado que Céline odiaba a la especie humana y hasta podría suponerse entonces que su adhesión al nazismo era una manera de buscarle una rápida extinción, pero quien lee sus obras encontrará más desesperación que odio, más huida que persecución. Céline es el gran huidor de sí mismo, el gran huidor que retorna por la puerta de atrás, dado que inevitablemente hay que retornar. El furibundo pesimista que escapa de sí sin ilusiones (el Viaje al fin de la noche y la Muerte a crédito ) y retorna como terrible hacedor ( Bagatelas para una masacre ). El más ofendido de todos al que Goebbels ofrece la persecución de los judíos en Francia. Si existen tristezas en el mundo ésta es una de las más lúgubres. Todo Céline es de una tristeza envuelta en otra tristeza y así hasta quedarnos sin nada.
Es el autor de la alegría y la tristeza hasta más allá de donde quisiéramos llegar (¡no queríamos llegar hasta ahí, Ferdinand, y sin embargo te acompañamos e iremos de tu mano adonde nos lleves!). Es un héroe de la literatura. Es un horrendo paladín. Tal vez, debería haber sido fusilado por los negros senegaleses del general Leclerc. El, que se advertía tan por encima y tan por debajo de los negros (y de la raza humana). Es probable que frente al pelotón de fusilamiento ese hombre hubiera encontrado plenamente a Céline.
Frente al pelotón de fusilamiento, un tipo raído casi hasta el absurdo, con los pantalones sostenidos arriba de la cintura por un cinturón desvencijado. El hombre al que se ama a pesar de él y contra él. Hace bien el Estado francés en no celebrarlo, hace bien hoy en no poner sus manos sobre Céline.
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