El texto como un mecanismo de significación autónomo. No el autor; el narrador. No el poeta; el yo poético.
El escritor trabaja con un material social que es el lenguaje y trasmuta su experiencia en conocimiento con imaginación.foto:archivo.fuente:semana.com
El autor no importa, lo que importa es la obra. Eso era lo primero que le decían a uno al cruzar el umbral de la facultad de literatura. El texto como un mecanismo de significación autónomo. No el autor; el narrador. No el poeta; el yo poético. Me gustaba esa manera de aproximación a la literatura porque se oponía a la lectura con énfasis en el contenido que me habían tratado de inculcar –sin éxito, valga la aclaración- los grupos marxistas, tan en boga en los años setentas. Aunque, hay que reconocerlo, también en la facultad nos hacían leer a Luckas y a Goldman, ciertamente una versión más compleja y menos simplistas que la de los maoístas salvajes. Decía el camarada Mao: "Nuestro propósito es asegurar que la literatura y el arte encajen bien en el mecanismo general de la revolución, se conviertan en un arma poderosa para unir y educar al pueblo y para atacar y aniquilar al enemigo, y ayuden al pueblo a luchar con una misma voluntad contra el enemigo".
Me sentía más afín con el formalismo (¿cómo no?); sus interpretaciones me parecían sugestivas, aunque detestaba esa horrible jerga con pretensiones de lenguaje científico. ¿Por qué había que decirle "actante" a un personaje? ¿Por qué había que hablar tan feo para hablar de literatura? Nunca lo entendí, vivía peleando con mis profesores. Y aferrándome al único formalismo que me llenaba y que había descubierto por mi cuenta: el de Nabokov en su inolvidable Curso de literatura europea. Qué maravilla su mapa de Dublín y el seguimiento de un hombre de un abrigo marrón por las páginas del Ulises de Joyce. Y su lectura de Madame Bovary, no en clave realista sino en clave fantástica. Los detalles, hay que amar los divinos detalles: las "grandes ideas" de las obras literarias hay que dejárselas a los filisteos, enseñaba el maestro en sus clases de Cornell hasta que de allí lo rescato la fama y el dinero de Lolita. Hay que leer con un estremecimiento en la espina dorsal; todavía sigo siendo fiel a esa consigna.
Un día, como el muro de Berlín, las teorías cayeron sin necesidad de disparar. Con la ayuda de los mismos críticos: el Roland Barthes del final (Fragmentos de un discurso amoroso) es un renegado; el Todorov de Crítica de la crítica, es un parricida. Pero en mi universidad –ya me había convertido en profesor- no se enteraban. Cuando la abandoné, la nueva moda teórica era (creo) "Los estudios culturales".
Recapitulo, miro hacia atrás y pienso ahora que, salvo el maoísmo (Mao, nada te debo), algo positivo me dejaron las teorías, la crítica. Sus elementos de análisis son útiles siempre y cuando no se conviertan en un dogma y no sean excluyentes. Y no pierdan la perspectiva de la vida y de la sociedad. Leemos, interpretamos las obras literarias, para darle un mínimo sentido a nuestra fugaz existencia terrena.
Los autores sí importan. Los libros los hacen personas concretas. La biografía –anatema de marxistas y formalistas- puede ayudarnos a entender una obra. Me costó trabajo liberarme de ese prejuicio. Mientras me liberaba de esa represión, ejercí una pasión clandestina: el fetichismo de los lugares. Practiqué en secreto el fetichismo de visitar los lugares donde estuvieron los escritores que amo. Esa perversión alteró muchas veces los itinerarios –y el presupuesto- de los paseos familiares. Lo confieso, ya sin arrepentimiento: caminé por la rue de Seine para ver cómo esa calle sinuosa, antes de llegar al Quai de Conti, va enfocando y desenfocando la silueta de la Maga en el Pont des artes; estuve en Palermo Chico buscando las huellas del primer Borges; en el restaurante la Biela a ver si algún mesero me decía cualquier cosa de Bioy Casares. Creí estar más cerca del oscuro Lezama por haber ido a su casa de Trocadero. ¿Cómo no sentir la intimidad de Robert Graves en el pueblo de Deyá? ¿A Pessoa en cualquier café del Chiado? ¿A Felisberto Hernández en las librerías del viejo de Montevideo? Hice un viaje absurdo, el más absurdo que pueda imaginarse, a Illiers-Combray. Tan absurdo, que estuve allí sólo 25 minutos. Vi muy poco, pero eso me bastó: alcancé a comprobar que "Combray, de lejos, no era más que una iglesia que resumía la ciudad, la representaba y hablaba de ella y por ella a las lejanías". Recorrer el camino inverso, de la obra a la vida, es constatar el grado de humanidad y de concreción que siempre tienen los libros que verdaderamente nos importan.
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