Rey Rosa –"el escritor más riguroso, más luminoso de mi generación" al decir de Bolaño–
ha volcado en dieciséis textos breves, entre el diario, el cuaderno de
viaje, la crónica judicial y de sucesos, testimonios negros e
ineludibles de una serie de acontecimientos que destacan por su crueldad
entre los más crueles de la segunda mitad del pasado siglo XX, siglo
breve, oscuro, frío y cruel
En Helada, Thomas Bernhard hace decir al pintor Strauss que “el mundo es una disminución progresiva de la luz”. Para W.G. Sebald,
quien aborda en sus ensayos sobre la demencia, la violencia política,
pero también social, sobre la que insiste una y otra vez el genial
novelista centroeuropeo; esa oscuridad progresiva, ese oscurecimiento
gradual, no es sino la misma negación del sentido de la historia bajo
cuyos auspicios la búsqueda de la verdad “es ya siempre un acto de
desesperación”.
Uno se ha acordado de todo eso al cerrar el primer libro de “no ficción” de Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1955) publicado en España.
Bajo el rótulo La cola del dragón
(título del texto más emblemático del volumen) la joven editorial
valenciana Contrabando –por medio, en este caso, del editor Sergio Pinto
Briones- ha recogido y dotado de una refulgente coherencia una serie de
textos de no ficción de uno de esos autores que ya consensuamos en
reconocer como imprescindibles.
Efectivamente, el guatemalteco Rodrigo Rey Rosa (1955) –“el escritor más riguroso, más luminoso de mi generación” al decir de Bolaño–
ha volcado en dieciséis textos breves, entre el diario, el cuaderno de
viaje, la crónica judicial y de sucesos, testimonios negros e
ineludibles de una serie de acontecimientos que destacan por su crueldad
entre los más crueles de la segunda mitad del pasado siglo XX, siglo
breve, oscuro, frío y cruel.
En común con el asqueo centroeuropeo
(como eje temático, pero también como postura estética y sentimental) la
reciente historia centroamericana –una suerte de relevo geográfico y
temático del horror político pero también social del siglo XX, siglo
centroeuropeo– permite secos y comprometidos ejercicios de escritura
como el del novelista, aquí cronista, Rey Rosa. Ejercicios que ya no
son, como en Bernhard, actos de irónica desesperación sino resultado de
la fría, obstinada, quizás helada, pero siempre sobria, necesidad de dar
testimonio.
Sí, desde el frontispicio, Rey Rosa deja
saber que el libro que tenemos entre manos es un testimonio resultado
de la necesidad de contar. Necesidad de testificar, necesidad también de
acomodar, por honradez, por necesidad, el estilo a lo que se cuenta.
¿Qué se cuenta?
Tras unas pinceladas realistas tan ponderadas como emotivas sobre el escritor en formación (Bowles y yo, Estudios de Miquel Barceló), reivindicaciones de escritores poco conocidos (Salomón de la Selva en Encontrado en Nicaragua)
se cuenta, lo habíamos adelantado ya, el horror, la brutalidad, la
insoportable impunidad de esos crímenes que hemos calificado con
voluntarista rotundidad como “crímenes de lesa humanidad”.
El genocidio perpetrado en la Guatemala
de los años ochenta por el gobierno del general Efraín Ríos Montt, con
el apoyo de los servicios de inteligencia de EEUU, contra pobres
acusados de colaborar con movimientos de izquierda y campesinos
indígenas se cobró la vida de más de 200.000 personas. Una media de 6000
asesinatos al año, la mayoría de los cuales, al igual que las
violaciones y otras torturas de las que fue víctima la población
maya-ixil, quedaron sin castigo.
La luz sobre la responsabilidad última
de militares y políticos en el poder se desvaneció el año pasado con la
anulación por parte de la Corte de Constitucionalidad de Guatemala (la
Corte celestial) de la sentencia de genocidio. Se oscurecía así, de
nuevo, esa parte del planeta que recogió el testigo horrible de la larga
serie de corazones de tinieblas que mucho antes habían sido el Congo
Belga en la época de Leopoldo II (el descrito por el propio Joseph
Conrad), el padecido por el pueblo armenio, el Holodomor ucraniano o el
Porraimos (contra el pueblo gitano) y la Shoa ya en el propio centro de
Europa.
¿Qué estilo? Se cuenta austera, seca,
rigurosa, ásperamente. Rey Rosa, el escritor, hace lo más caro a la
vanidad de los autores: se hace desaparecer. Acción consecuente. ¿No fue
acaso la magnitud de cada uno de aquellos horrores a los que antes
aludíamos, el Holodomor, la Shoa… tal que se dudó (Theodor Adorno) de la
posibilidad de seguir haciendo poesía? Tal era la oscuridad y la gélida
temperatura de cualquier corazón mínimamente concernido. La poesía,
pero también el poeta, desaparece. Rey Rosa es consciente de que las
palabras que graba, el testimonio, el documento que reproduce habla,
como se suele decir, por sí solos.
La cola del dragón,
zona central del libro, tiene un trasfondo recurrente: la anulación de
la sentencia que condenaba al golpista Ríos Montt como responsable final
del arrasamiento genocida por parte del ejercito guatemalteco,
auspiciado por el gobierno de Reagan, del llamado Triángulo Ixil. Para
situar los hechos le basta al escritor con bosquejar un marco: “El
paisaje del altiplano guatemalteco estaba, a finales de abril, sumido en
un vasto baño neblinoso. Los pueblos de Chichicastenango y Santa Cruz
del Quiché, sin la actividad febril de los días de mercado, parecían
solamente sucios y caóticos, víctimas de la proliferante fealdad de
nuestra era.” Y luego la realidad.
Mantenida la contención, la verdad se
desborda, por decirlo como Nabokov, por el nebuloso margen de la página.
Y es suficiente. Sobrevivientes ixiles declararon como soldados jugaban
al futbol con la cabeza de una anciana. Sobre las torturas de chicos y
chicas el pionero de la antropología forense Clyde Snow reconoció en su
día que aunque hubo cosas parecidas en El Salvador, Bosnia o Irak, es en
Guatemala donde peores atrocidades había visto.
“Cuando la derecha cazaba genocidas”
escrito con Sebastián Escalón es la irónica, negra, crónica sobre la
campaña de calumnia, desprestigio y asesinato de líderes
democráticamente elegidos. Los informes de la CIA sobre las operaciones en Guatemala entre 1952 y 1954 que recoge Rey Rosa incluyen el Manual para asesinos
(puesto al alcance del público en 1997). El insoportable cinismo de la
agencia norteamericana es también tema específico del breve Snow Job.
Rey Rosa deja, una vez más. que el texto se escriba solo: “(…) una
categoría más se origina por la necesidad de ocultar el hecho de que la
víctima fue asesinada (…) las herramientas simples y las que estén a la
mano son las más eficaces. Un martillo, un desarmador, un atizador, un
cuchillo de cocina, un pedestal de lámpara, o cualquier otro objeto duro
y pesado que esté al alcance bastará (…) Para los asesinatos simples o
de persecución el accidente prefabricado es la técnica más efectiva.
Cuando se lleva a cabo con éxito causa poco alboroto y es investigado
sólo de manera casual.”
Hechos cuya impunidad sobrevuela como un
buitre disidente los cadáveres sin verdad de este periodo atroz de la
historia de América y que regresan a estos breves textos una y otra vez,
así el asalto a la embajada española el 31 de enero de 1980 donde se
quemaron vivos a los 27 indígenas que habían ingresado de forma pacífica
para denunciar los continuos abusos que sufrían. Sobrevivió,
recordémoslo, el embajador español Máximo Cajal que saltó por un
ventana, sobrevivió, denunciémoslo, un campesino que fue trasladado al
hospital con graves quemaduras para ser secuestrado luego por varios
hombres armados en el propio hospital. Su cadáver apareció muerto al día
siguiente con señales de tortura.
Cita en Bogotá sirve a Rey Rosa para rebatir la negación del genocidio guatemalteco en la casa de Borges: la biblioteca. Cinco columnas señala los terribles matices de la palabra Kaibil, las técnicas de deshumanización y embrutecimiento para infundir terror (torturas, decapitaciones). Visita a la jueza Barrios es el retrato escrito con ternura seca de Iris Yassmín Barrios conocedora en tribunales de los llamados de Alto Riesgo
de casos cruciales de la historia reciente de Guatemala: asesinatos,
chantajes, extorsiones de investigadores, científicos y activistas de
derechos humanos.
La violencia que generamos parte de la conocida tipología de la violencia por parte del filósofo esloveno Slavoj Žižek, violencia que, entre nosotros, también diseccionó perfectamente el desaparecido Vázquez Montalbán:
la subjetiva –ejercida directamente por agentes individuales o
colectivos; la objetiva –racismo, machismo, exclusión; la violencia
simbólica o sistémica: necesaria para perpetuar ciertos modos de vida
–la de los zares, la de las oligarquías latinoamericanas.
La tesoro de la Sierra es la
crónica en autobús del tour de los horrores que significa para el medio
ambiente y la salud, y por tanto para la supervivencia de los campesinos
centroamericanos, la explotación a cielo abierto de minas de oro. La
cuestiones son retóricas: ¿cómo puede la avaricia de una empresa privada
y la ingenuidad de unos pocos poner en riesgo la vida de generaciones
enteras? ¿qué nueva forma de violencia supone el desprestigio de las
víctimas, su ninguneo, las injurias vertidas desde los medios de
comunicación a quienes buscan esclarecer qué sucedió y llamarlo por su
nombre? La respuesta regresa en La caja de los truenos y en el último de los Apéndices, el que sigue a la oscura “Entrevista en Ronda”.
En La cola del dragón,
Rey Rosa ha dado, por necesidad, testimonio de la violencia
(gubernamental, militar, pero también social), de la demencia
(gubernamental, militar, pero también social). Ha tomado una lámpara y
ha entrado en la cueva donde la barbarie del matarife convive con la
indiferencia de los embrutecidos tal como en nuestra latitud hicieron
con negra amargura Amery o Kertész. La
cueva del dragón es la nuestra. La luz es fría, helada, como en el
título de Bernhard. Nace del estupor que produce la impunidad, de la
sensación de que todo puede seguir como si nada, que uno puede seguir
viviendo, viajando o pescando, como en la imagen del famoso relato de Raymond Carver, con el lago lleno de cadáveres. Sí, el libro tiene sus personajes: en Encantador de serpientes, el doctor David C. Burden una suerte de Mengele selvático salido de Conrad; en el contexto de represiones indígenas de El santo ángel la campesina Petrona Corado pero el protagonista es siempre un estupor: el estupor frente a la insensibilidad.
Sabe Rey Rosa que añadir una palabra de
más lo habría acercado (injustamente) al sensacionalismo, que debía
alejarse, acercarse y alejarse otra vez. Es por ello un acierto de los
editores situar al principio de este libro los textos que transcurren en
el extranjero. Añaden a la lucidez del autor la perspectiva de la
distancia. Quien ha viajado demasiado (Rosa volvió a Guatemala en 2001
tras vivir en Europa y Nueva York) sabe que a su regreso el país natal
se carga siempre de extrañeza.
Como la literatura tiene por objeto la
naturaleza humana, el libro lo leerá y lo hará mejor, el lector
sensible. Los temas son también de interés para el estudioso “de la
inhumanidad del hombre hacia el hombre” por decirlo como ese científico
de los derechos humanos que fue Richard Claude: la responsabilidad de
las corporaciones y empresas internacionales por violaciones de derechos
humanos, la impunidad, la tipología de la violencia, la ineficacia de
las normas jurídicas más imprescindibles, son todos ellos temas de
triste actualidad.
Del escritor Rey Rosa uno se aventura a
decir que habría empezado a escribir por y como Borges pero hubo de
transitar, de nuevo por necesidad y lucidez, hacia la literatura
comprometida de Camus. Rey Rosa ha querido dar luz fría
al ennegrecimiento de una parte del mundo, un acierto, como acertada,
dicho sea para finalizar, es la elección en la portada de una fotografía
blanco y negro del autor de Piedras encantadas, Caballeriza o Los sordos con una cámara entre las manos: toda una imagen (una meta-fotografía) de la intención estética y del lúcido empeño anterior.
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