12.10.13

El monasterio de Vallejo

La realidad detrás de la nueva novela del escritor Fernando Vallejo: una casa del barrio Laureles de Medellín digna de ser declarada patrimonio arquitectónico

El Steinway vertical que le regaló su hermana Gloria, en el que interpreta a Chopin de memoria./elespectador.com

Cuando llegamos al barrio Laureles y el taxista estaciona frente a Casablanca la bella, me pregunta: “¿Es que acaban de abrir una escuela de música?”. No, le digo. Nos quedamos oyendo. A través del enrejado del ventanal en forma de arco se ve a un hombre canoso de cabeza en un piano. Mientras el taxista sigue absorto, yo no sé si timbrar o seguir disfrutando del concierto mañanero. En una pausa golpeo y él se para apurado. Sonriente abre la puerta de madera y la reja de acero. ¿Lo interrumpí? “No. Estaba probando el Steinway vertical que acaban de traerme”. Es una reliquia que le regaló su hermana Gloria, también pianista. Hay ocho en la familia y la fidelidad de su sonido depende de un afinador alemán que viene a Colombia cada año. A cambio, Fernando Vallejo, le compró un Yamaha último modelo. Él educó el oído antes que la pluma. Ya interpretaba cuando a los 12 años de edad se apareció en el Instituto de Bellas Artes de Medellín.
Destapa el piano y me muestra las nuevas piezas de madera que le trajeron de Europa. “Son parte esencial del mecanismo. Apenas el dedo oprime la tecla, el impulso va a los martilletes que golpean las cuerdas y cuyo sonido es regulado por los apagadores que se controlan con dos pedales”. Lo acaricia y lamenta que todavía no le hayan llegado las partituras desde México. Lo que oímos con el taxista es parte de un estudio de Chopin que se sabía de memoria pero se le está olvidando. “El tiempo lo borra todo”. En su apartamento de Ciudad de México tiene otro Steinway, de media cola, el mismo que en su literatura cae por la ventana a la avenida el día del terremoto que arrasó el D.F., el día que Vallejo, el ateo, imploró a Dios.
En Casablanca la bella, su nueva novela (sello Alfaguara), advierte que “los acordes de la música son una ilusión”. Sí. Aquí impera el silencio. Con la lectura fresca de la ficción me parece percibir los fantasmas que celebraron, en cabeza de los abuelos Raquel y Leonidas, “santo de los leguleyos”, la entronización del Sagrado Corazón de Jesús, imagen colgada en la pared sobre el piano como fuente de inspiración del artista anticlerical.
A escondidas de Vallejo reviso rincones a ver si veo a sus hermanas las ratas, protagonistas de la nueva obra. Sólo veo pájaros que pasan raudos de un patio a otro, jugando con el viento que atraviesa las vidrieras corredizas del comedor. Al escritor le gusta sentarse a verlos zigzaguear y a oírlos trinar. Se conmueve hasta las lágrimas con dos tortolitos que se limpian el uno al otro las plumas y se picotean como enamorados. Pero llega un sirirí y los ahuyenta con sus chillidos. “La felicidad efímera”. ¿Un sirirí en la casa de Fernando Vallejo?, le pregunto. Él se ríe con la inocencia de alguien incapaz de hacer de los sarcasmos una dialéctica. Dice el libro: por fuera se ve una cosa, por dentro “la oscuridad de un alma”.
Casablanca realmente es bella; blanca pura, iluminada por todos los flancos, de techos altísimos y ventanas hiperbólicas. En la literatura la construyó este obrero del idioma que tengo al frente; el de los pantalones raídos, el de la camisa con botones improvisados, el de los zapatos viejos; el que se empeñó en salvar esta casa del derrumbe que anhelaban los constructores de edificios. En un principio “por joderlos” y después para levantar una estructura que le demuestre a Colombia que con él no puede.
En realidad quien evitó que la fachada y la historia de una casa con el estilo arquitectónico del barrio El Prado de Barranquilla se fuera al piso fue Carlos Vallejo, el hermano del escritor, el protagonista de Mi hermano el alcalde. Él soportó a los 33 obreros que pasaron por aquí, los que descubrieron que bajo la casa, además de un nido de ratas, había un pozo de agua. Hubo que sembrar nuevas bases sin que “el castillo” se cayera, salvando antes las baldosas y las columnas.
El Vallejo novelista aportó lo que le sobra: imaginación. Bombillos de resistencia que cuelgan de cables, farolitos adornan los pasillos como en la finca Santa Anita, donde alcanzó a oler el azahar de la felicidad, el ojo de bruja de la casa de su niñez en el barrio Boston, que ilumina el descanso al final de la escalera que lleva al segundo piso.
El aire de las dos plantas es monacal: camas francas de madera de caoba reciclada protegidas con barniz mezclado con un par de goticas de sangre, según el novelista. Sábanas blancas, mesitas sin pretensiones, ventanales en arcos que se sellan con portezuelas y trancas de madera antes de irse a dormir. Carlos convirtió un chiquero en un hogar “para que Fernando venga más seguido”. Al lado de la cama sencilla de colchón duro hay un escritorio con una lamparita art déco en la que aspira a escribir “el último libro”.
No llegó con un gran trasteo, sino con un par de maletas viejas, un par de mudas y con tres despertadores chinos “tan malos que al menos uno suena”. “¿Cómo la vas a decorar?”, le preguntaron sus familiares. Y con ironía sacó unos rollos de papel de una de las maletas. Eran cromos que compró a un dólar en una calle detrás de la catedral metropolitana de Ciudad de México, en los tenderetes que desembocan en el gran Zócalo, muy cerca del primer inquilinato en el que vivió en México hace casi cuatro décadas.
En el recibidor, junto al contraportón que reparó uno de los últimos ebanistas de la ciudad, colgó una imagen de San Francisco de Asís. Apenas se entra, a la izquierda está Jesucristo en el huerto de los olivos. Arriba hay otro Sagrado Corazón. “Si esto no me protege, entonces qué”. ¿Será cierto lo del libro, que decidió terminar su vida dando el sermón de Casablanca a quien pase por el frente y postulándose como el pontífice que sucederá al “carepapa” de Francisco? ¿Habrá lugar para la virgen de los sicarios? ¿Y para La puta de Babilonia? Vallejo no responde. Mira los cuadros como si fueran obras de arte. “Son bonitos”, dice el que se llamaría el papa “Luzbel, a secas”.
“Hora de un tinto”, dice el anfitrión. Vamos a la cocina, austera como lo demás. Con una neverita en la que no hay casi nada: un frasco de aceitunas verdes y una calcomanía que dice: “No comer carne es dejar vivir a los animales”. Sirve el café con galletas. Las destapa como el niño que descubre un tesoro: “las sultanas de mi niñez”.
Cuando pongo el plato en la mesa para doce, reparo en que el mantel en forma de cruz es una diamantina sacerdotal, color púrpura y oro, en seda bordada. Se la obsequió un amigo de la Iglesia católica, un lector juicioso de sus obras. “Los que no me conocen me critican como si fuera un extraño hablando de esos temas, pero yo hablo desde adentro, desde que los curas salesianos me educaron de niño”.
Suena el reloj de pared: ¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! El dueño se para y se acerca a oír las campanadas. Es su melodía preferida cada media hora, porque era el derrotero de Santa Anita. Carlos lo había conservado y se lo regaló sabiendo que iba a ser el alma de Casablanca la bella.
Suena un teléfono. No sabemos de quién es. En esta casa no hay teléfono, ni televisión, ni radio. Vallejo agarra su chaqueta gris y esculca en los bolsillos sosteniéndola entre los dientes. Es su celular, el primero que usa. Una “flecha” que compró a regañadientes para que su familia lo pueda localizar.
Va a regar las matas de los dos patios. En cada uno hay un borrachero. Ya florecieron y el nómada que ha probado de todo acerca la nariz a las grandes flores amarillas. Revisa las mallas pegadas al muro con las que tejerá enredaderas. Hay cafeto, papayos, limón, maracuyá, plátano, anturios, helechos.
No hay más que hacer aquí. Salimos en busca de almuerzo vegetariano. Deja la casa bajo siete llaves, como en la novela. “Cualquier precaución es poca en un país donde reina el hampa. Aquí cualquier día me matan saliendo o entrando”. En la noche, aparte de las campanadas del reloj de la abuela, se duerme oyendo el eco de las balaceras que baja de las comunas.

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