La historia de la literatura tiene su particular capítulo dedicado a las huelgas y los conflictos laborales
El sábado pasado, durante el Festival Hay de Segovia, el cineasta y escritor David Trueba, premio de la Crítica 2009 con la novela Saber perder (Anagrama), repasó durante una hora varios fragmentos de sus películas favoritas. Entre ellas estaba Los compañeros (1963), de Mario Monicelli. En la secuencia elegida por Trueba, un intelectual (Marcello Mastroianni) interviene en una asamblea de obreros para apoyar la huelga. Después del discurso del intelectual -americana, gafas, barba- los trabajadores corren exaltados hacia la calle. Mastroianni se queda solo y ve en una mesa el bocadillo que alguien se ha dejado olvidado. Cuando, con ojos lujuriosos, se dispone a morderlo es sorprendido por el dueño del bocadillo, que ha vuelto a buscarlo. Recuperándose de la mezcla de sorpresa y frustración que le asalta, el intelectual devuelve su comida al obrero. Toda una metáfora sobre la relación entre el poder de la mente y el del estómago, el pan y las palabras. La historia de la literatura también tiene su particular capítulo de asambleas, piquetes y paros.El mundo va a la huelga. Libro de huelgas, revueltas y revoluciones (451 Editores) es el título del volumen que hace unos meses publicó el editor y crítico Constantino Bértolo. Se trata de una antología de textos e imágenes en torno a la lucha contra la injusticia que va desde el levantamiento de los esclavos de Roma (el Espartaco de Howard Fast inmortalizado en el cine por Stanley Kubrick) hasta el movimiento antiglobalización (de la mano del colectivo Wu Ming) pasando por las revoluciones francesa, mexicana y soviética, las huelgas de Asturias en 1934 (José Díaz Fernández, Octubre rojo en Asturias) y las de París en 1968 (Olivier Rolin, Tigre de papel), sin olvidar la lucha antifranquista (Isaac Rosa, El vano ayer).
Bértolo, además, analiza el espacio marginal al que, "a despecho de su alta calidad literaria", han sido relegados títulos como Martin Eden, de Jack London, Los de abajo, de Mariano Azuela, o La madre, de Maxim Gorki. Publicada en 1907, la cruda historia de la toma de conciencia de Pelagia, la madre del título, a partir del compromiso político y sindical de su hijo, es uno de los grandes clásicos de un género de difícil canonización: el realismo social.
Conflictos en lengua española. Después de conseguir su propio espacio durante la larga posguerra franquista, los representantes españoles de ese realismo social pasaron al purgatorio desplazados por el experimentalismo de los años setenta, primero, y, luego, por la nueva narrativa de los ochenta. Franco murió en la cama y la reforma sacó de las estanterías a la revolución llevándose de paso por delante todos los matices de la justicia social. También de su versión menos ruidosa: el Estado de bienestar. Con todo, títulos como Central eléctrica, de Jesús López Pacheco, o La mina, de Armando López Salinas, merecen una lectura que vaya más allá de su consideración como mero testimonio de un tiempo pasado que el presente volvió peor. Y que el futuro puede volver actualidad pura.
Entre tanto, el testigo de una novela crítica con una sociedad en la que cada vez es más frágil la frontera entre trabajo digno y trabajo a secas, corre a cargo en la actualidad de narradores como el propio Isaac Rosa, Rafael Chirbes o Belén Gopegui. La actividad como guionista de cine de esta última también se ha ocupado en ocasiones del mundo laboral. Ahí están películas como La suerte dormida (2003), dirigida por Ángeles González-Sinde, actual ministra de Cultura, o El principio de Arquímedes (2004), dirigida por Gerardo Herrero.
Una de mineros chilenos. Una muestra de las idas y venidas del pasado es, por cierto, El arte de la resurrección, último premio Alfaguara. En su novela, Hernán Rivera Letelier relata las peripecias de un iluminado que se cree Jesucristo en el contexto de una huelga minera en el norte de Chile. El libro transcurre en los años cuarenta del siglo XX, pero el accidente que tiene atrapados a 33 obreros en el pozo San José demostró que a veces la novela "histórica" tiene un pasillo que lleva hasta el telediario.
Malos tiempos para la lírica. En Pero el viajero que huye (Visor), Manuel Vázquez Montalbán se preguntaba cuánta gente tendría que morir víctima de la injusticia para que "nos saliera social la poesía", pero lo cierto es que entre los poetas españoles actuales no faltan las voces críticas después de que algunos de sus colegas de la posguerra conocieran un ostracismo similar al de sus coetáneos novelistas (Una pista: Poesía social española contemporánea. 1939-1968, la histórica antología de Leopoldo de Luis, reeditada por Biblioteca Nueva). "La belleza de la huelga general" se titula por ejemplo uno de los poemas de Conversaciones entre alquimistas (Tusquets), de Jorge Riechmann, uno de los más destacados exponentes de una poesía social que, con la lección de Brecht bien asimilada, tiene entre sus mejores representantes a autores de distintas generaciones como Jesús Munárriz, Fernando Beltrán, Antonio Méndez Rubio, Enrique Falcón o Isabel Pérez Montalbán. (Otra pista y otra antología: Feroces, de Isla Correyero, en DVD Ediciones).
Sin olvidar la dimensión crítica que ha tenido siempre el poeta más representativo de las últimas décadas, Luis García Montero. A su libro más celebrado, Habitaciones separadas (publicado por Visor en 1994 y recogido luego en su poesía reunida, editada por Tusquets) pertenece el poema Compañero: "Yo sé dónde acabaron nuestras revoluciones, / ¿pero dónde empezaban nuestros sueños? / Si empezaron por culpa del dolor, / hay motivos recientes para seguir soñando. / Si empezaron por culpa de nuestra envenenada estupidez, / puedes seguir soñando, / pues también hay motivos".
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